
En la España de la segunda mitad del siglo XIX, la llegada de la tarjeta de visita fotográfica transformó la manera en que la sociedad representó y conservó su memoria. Este pequeño retrato, de apenas 6×9 centímetros, se convirtió en un fenómeno social que trascendió clases y estatus y permitió que tanto ciudadanos comunes como figuras destacadas, desde intelectuales y artistas hasta los monarcas Isabel II y Alfonso XII, dejaran constancia visual de su existencia.
La popularización de este formato marcó un punto de inflexión en la cultura visual española, democratizó el acceso a la fotografía en el siglo XIX y abrió la puerta a un legado colectivo sin precedentes.
El origen de la tarjeta de visita en España se sitúa en 1859, cuando los primeros estudios fotográficos especializados en este formato se instalaron en Madrid. Carlos los Celles, académico no numerario de la Real Academia Hispánica de Filatelia e Historia Postal, reunió más de 2.000 de estas imágenes en su obra ‘Los retratistas pioneros de la Corte (1859-1966)’.
En declaraciones recogidas por EFE, los Celles señaló que documentó cerca de 70 estudios en la capital entre 1859 y 1866, periodo en el que la fotografía se consolidó como un elemento cotidiano y accesible. El descenso de precios respecto a los daguerrotipos permitió que hombres y mujeres de todas las clases sociales acudieran a retratarse, reflejaron no solo su estatus, sino también emociones y sentimientos en escenarios que simulaban estancias elegantes o paisajes.

La llegada de la tarjeta de visita representó una auténtica democratización de la imagen personal. Antes de la fotografía, solo la realeza, la alta nobleza, altos mandos militares y el clero accedían a un retrato pictórico que los inmortalizara. Con la nueva técnica, la mayoría de las personas logró, por primera vez, dejar un legado visual a sus descendientes.
“La fotografía en las ‘cartes de visite’ permitió que la mayoría de las personas pudieran dejar un legado a sus descendientes, algo que siempre ha deseado la humanidad”, explicó los Celles en entrevista con EFE. Este acceso masivo a la imagen propia marcó una ruptura con siglos de exclusividad y contribuyó a la construcción de una memoria colectiva más plural.
Los estudios fotográficos de la época ofrecieron un servicio y se convirtieron en puntos de encuentro social y en escenarios de intensa competencia comercial. Solo tres de estos establecimientos retrataron a miembros de la realeza como Isabel II, Amadeo de Saboya o Alfonso XII, lo que les otorgó un prestigio especial y los transformó en objeto de deseo para la clientela. Otros estudios, aunque no fotografiaron directamente a la familia real, recibieron autorización para ostentar el título de “fotógrafos de la Casa Real” en sus tarjetas, lo que les proporcionó un importante reclamo publicitario. La competencia por captar clientes impulsó la innovación técnica y artística y consolidó a los estudios como espacios de sociabilidad y modernidad.
Entre las prácticas más singulares asociadas a la tarjeta de visita, sobresalieron los retratos postmortem, una costumbre que, según relató los Celles a EFE, causaba asombro incluso entre los propios fotógrafos. Estas imágenes, solicitadas por familiares como recuerdo del ser querido fallecido, resultaban especialmente habituales en el caso de niños, para quienes se preparaban escenarios ornamentados y se usaban flores. Los adultos, en cambio, solían aparecer junto a sus familiares. El elevado coste de estos retratos se debió a la necesidad de que el fotógrafo se desplazara al domicilio del difunto con todo su equipo, una tarea incómoda para los profesionales, aunque económicamente rentable.

El archivo reunido por los Celles también reveló anécdotas y curiosidades que ilustran la complicidad entre fotógrafos y clientes. Una de las series más llamativas es la del príncipe Lobkowitz, quien posó en ocho tomas sucesivas que culminaron con una imagen en ropa interior, testimonio de la confianza y el entendimiento que surgía en el estudio.
“Estas cosas tan especiales quedaban solo en manos del fotógrafo para entregarlas a quien las solicitaba”, comentó el autor. La creatividad técnica de la época permitió realizar trucos fotográficos avanzados, como la superposición de negativos para reunir en una sola imagen a dos personas de retratos distintos, o incluso al mismo individuo enfrentándose a sí mismo, anticipando técnicas que hoy se asocian al retoque digital.
El valor documental de estas tarjetas de visita es incalculable. Las imágenes retratan a personajes ilustres y ofrecen una ventana a la vida cotidiana de la sociedad posromántica: desde hombres que se anunciaban como lectores y escritores de cartas para una población mayoritariamente analfabeta, hasta aldeanas transportando sacos, escenas callejeras, cazadores, artistas de circo o toreros. Este vasto archivo visual, compilado y analizado por los Celles, constituye una fuente esencial para comprender la sociedad, la cultura y las aspiraciones de una época en transformación.
Convertida en objeto común en todos los hogares, la tarjeta de visita no solo revolucionó la fotografía, sino que permitió que la memoria visual de una sociedad entera quedara al alcance de futuras generaciones.
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