
Cuidado, cuidado, por todas partes hay basura. Facebook ha sido tomado como rehén por “Jesuses”, entrañables estrellas del rock clásico supuestamente visitándose entre sí en el hospital y todo tipo de gatos, policías y gallinas generados por inteligencia artificial. La teoría del internet zombi, que sostiene que los bots son responsables de la mayoría de las interacciones en línea, empieza a parecer posible después de echar un vistazo a X en estos días. Resulta fácil cerrar la laptop, luego los ojos, y preguntarse cómo llegamos a este torbellino de una irrealidad inquietante y desagradable que desperdicia nuestro tiempo y energía mental. Más difícil es recordar que todo ese contenido nació de la creatividad humana real, y que buena parte aún se genera por humanos para obtener ganancias, distraernos o llamar la atención.
El aluvión está lejos del tecnooptimismo de principios de siglo. Alguna vez fuimos dueños de nuestro destino en línea, como recuerda Joanna Walsh al inicio de Amateurs!, que sigue el primer brillo de la creatividad en la Web 2.0 hasta su (quizá inevitable) desenlace actual. Walsh se considera una amateur, alguien que ha pasado días creando cosas gratis en internet.
“Los amateurs debemos escribir nuestra propia historia, aunque sea de manera poco profesional”, escribe, a modo de introducción de esta historia digital abrumadora. Aquellos blogs, publicaciones, fotos y wikis fueron obra de expertos aficionados. Quizá, dice Walsh, eso nos ha convertido a todos en artistas.

El libro de Walsh se lee mucho como internet: amplio y vertiginoso, perspicaz incluso cuando se deja arrastrar por la trivialidad, yendo veloz del teórico Fredric Jameson a KnowYourMeme.com. Puede que ahora todos en línea seamos artistas, escribe Walsh, pero los “actos creativos son más casuales, menos esforzados”. Consumen nuestro tiempo libre y complican nuestra identidad: ¿somos diletantes informales o profesionales remunerados? Aquí, Walsh señala el nudo central del librol: la creatividad de la Web 2.0 nos volvió a todos pluriempleados. Las plataformas a las que acudieron aspirantes a escritores y fotógrafos no eran más que “grandes negocios disfrazados de comunidades creativas”.
No es una idea nueva, admite Walsh, señalando la portada de la revista Time de 2006: la persona del año era la Web 2.0 (tú). Aquella portada prometía una utopía democrática de la información. Pero el periodista Lev Grossman escribió en el artículo acompañante: “No solo miramos, también trabajamos. Como locos. Hicimos perfiles de Facebook, avatares de Second Life, reseñamos libros en Amazon y grabamos podcasts”.
Walsh toma el énfasis de Grossman en el trabajo digital y lo pone en términos marxistas, diciendo que los usuarios, “los proletarios de la pantalla”, crearon “contenido estético para sus plataformas con medios de producción que no les pertenecen, y los dueños de las plataformas recogen la plusvalía económica”.

Parece razonable. Después de todo, ¿cuándo fue la última vez que te sentiste relajado repasando redes sociales? Pero Walsh plantea que los amateurs también han forjado la estética de internet, like por like, swipe por swipe. Los usuarios no buscan las experiencias sublimes y trascendentes asociadas a lo estético en otros ámbitos. “Su aparente torpeza es parte del asunto”, afirma.
“No ofrece un ‘shock de lo nuevo’, sino que opera a través de pequeños placeres de modulación, parodia y sátira, intercambio y construcción de comunidad.” La estética de internet no avanza, gira en bucles nostálgicos.
Para hablar de ese reciclaje, Walsh repasa distintas fases de la creación digital impulsada por los usuarios. Un buen punto de partida son los memes, como ejemplifica el lanzamiento de I Can Has Cheezburger? en 2007, que llevó el “lolspeak” al mainstream. Los memes de gatos tienen su estética propia, con fotos poco profesionales y textos grandes. Pero también giran sobre sí mismos o se deterioran.

“El juego es que el usuario modifica un aspecto del meme, pero el conjunto sigue obedeciendo a una estética definida y en evolución”. Esos ecos dan a los memes su éxito y reconocimiento, humor y valor transmitidos por lo familiar y lo renovado a la vez.
No tardó alguien en monetizar los memes de gatos. Siete meses después de su lanzamiento, el empresario Ben Huh compró I Can Has Cheezburger? y puso anuncios, modelo de negocio que definió estos puntos álgidos de creación amateur en la Web 2.0. Huh también compró Know Your Meme, donde colaboradores dedicaron incontables horas a crear una wiki para educar a los menos adictos a internet. Amateurs! muestra cómo diferentes comunidades creativas fueron convertidas en mercancía o vendidas al mejor postor. Walsh no lo dice explícitamente, pero se entiende: Huh obtenía beneficios gracias a una enorme cantidad de trabajo gratuito.
El estilo de Walsh vibra con posibilidades, saltando de anécdotas a recuerdos, insertando emojis de popó o capturas de TikTok junto a reflexiones sobre comentarios de YouTube y toques de filosofía. Referencias a Theodor Adorno y Jacques Derrida ralentizan por momentos su ritmo vertiginoso, aunque Walter Benjamin parece imprescindible en esta época de reproducción digital.
Algunos capítulos resultan más apropiados como ensayos individuales, entablando un diálogo desordenado entre sí. Una sección sobre el auge de los ensayos personales en la década de 2010, escritos por amateurs con aspiraciones profesionales, destaca incluso dentro del amplio repertorio de ideas que Walsh explora. Desvíos improvisados incluyen las “imágenes malditas” digitales como recuerdos pantalla freudianos, las figuras de influencers como autoficción y nuestro contenido amateur como algo siempre vivo gracias a la retransmisión constante en nuestros dispositivos.
Estas ideas podrían desarrollarse aún más. Walsh extrae más partido del sencillo hecho de que todos somos críticos ahora, gracias a nuestros comentarios, votos positivos o publicaciones en Reddit.
“Amateurs!” usa regularmente la primera y segunda persona del plural. Esa elección amenaza con englobar a los amateurs en un “nosotros” perpetuo, pero Walsh señala que no toda experiencia digital es igual.

El “nosotros” resulta chocante pero intencionado, un recordatorio constante de que los usuarios de internet han diluido la autoría mientras forjaban un estilo anónimo y perenne. La concentración de los espacios digitales en manos de los poderosos no solo nos roba el trabajo, también daña cualquier creatividad futura. No sorprende que Walsh termine el libro con un adiós parcial a Twitter, antiguo monumento a los breves destellos de imaginación.
¿Qué debería hacer un amateur? La respuesta no es clara. El modelo que Walsh imagina para el futuro recuerda los inicios de internet: pequeños blogs, redes sociales descentralizadas, boletines Substack de pago. Amateurs! no resuelve la crisis de los bienes comunes digitales menguantes, pero invita a reivindicar nuestro valor digital. En el libro de Walsh, tú y yo somos artistas y trabajadores extremadamente influyentes. Según ella, ha llegado el momento de actuar como tales.
Fuente: The Washington Post
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