
Hay algo metafísico, surreal, alquímico. También religioso y penitente, en los cuerpos de Lucía Franco. Hay algo de la culpa, del deseo, de seres que se autoinflingen, que llevan pesos sobre sus hombros, que se apoyan -muchos- en bastones, como si el mundo, la existencia toda, fuese una carga que trasciende lo simbólico, positiva o negativa la carga, eso irá en cada observador, pero allí, en el recorrido por la muestra Casi escondida, que marca el debut de galería La Pipa, es inevitable la sensación de que esas obras tienen un fin o fueron, al menos, parte de indagaciones más profundas de las que aquí se podrán leer.
Por otro lado, el encuentro con la obra de Franco tiene sabor a eso que Descartes llamaba “la maravillosa sorpresa”, en Las pasiones del alma. Pocas emociones más intensas que la sorpresa. Ese arrebato. La palpitación. La sangre fluyendo rauda a las mejillas. El levantar los ojos y querer que ese instante no se termine (aún cuando lo sabemos imposible).
Aquí, una pintora, que alguna vez se sorprendió a sí misma en un movimiento de muñeca, que sintetizó el cuerpo o a la naturaleza audaz, vívida, a través de líneas nobles, sencillas, como si el ser pudiera ser definido mucho veces desde lo mínimo. Y la pregunta, inevitable, sobre cuál fue el proceso interior para llegar a eso, qué caminos transitó. Como Lucía Franco no puede responder, solo quedan los datos de un devenir, un anecdotario de intereses y circuitos que, quizá, puedan darnos algo de luz.

Con curaduria de Santiago Villanueva, en la muestra del espacio de Barrio Norte -compuesto por dos salas- se pueden visitar esta recuperación de la artista correntina (1927-1994) con obras entre 1863 y 1979, un recorte que reúne sus indagaciones estilística, su singular uso de los contrastes de colores y, sobre todo, una búsqueda que tuvo mucho de espiritual en el lienzo.
“Su formación plástica se inició en el Nordeste, sus primeras exposiciones fueron en su provincia, Formosa -donde se radicó en 1945, ya casada con el escritor y abogado Jacobo Feldman- y luego en Asunción", escribe el historiador Roberto Amigo, quien estuvo a cargo de reconstruir su recorrido.
Ella “estudia en Bolivia con Cecilio Guzmán de Rojas, que muere al año”, cuenta Joaquín Miguens, fundador de La Pipa, en un recorrido exclusivo con Infobae Cultura. Este paso marcó el inicio de un itinerario que la habría llevado por Santa Fe y Rosario antes de establecerse definitivamente en Buenos Aires, a principios de los años 50.

“La primera pintura que ella tiene es muy estilo Raúl Domínguez en la cuestión del paisaje. Para mí, tiene que haber estudiado con él”, afirma Miguens, quien está detrás de su regreso. Aunque, acepta, que es una hipótesis personal, ya que no puede confirmarlo, debido a que no existe documentación ni archivo familiar que así lo avale. En ese sentido, sostiene, que haber identificado en la colección personal de la artista piezas de Matías Molinas y Laura Mulhall Girondo refuerza la hipótesis de una estadía rosarina.
Sin embargo, la falta de registros escritos y la imposibilidad de confirmarlo con el hijo de la artista dejan este tramo de su biografía en la conjetura. Ya en Buenos Aires, entre 1955 y 1958, estudió con Juan Batlle Planas, produciendo cuadros de corte académico, que no forman parte de la exposición.
“Lucía, técnicamente, es espectacular. Una paleta superatrevida para la época. Es genial, es superpropia, tiene mucho a Batlle Planas, pero a la vez no tiene nada”, sostuvo Miguens, quien para Casi escondida privilegió las obras más personales, en las que menos se note la ascendencia del maestro.

En el subsuelo de la galería, se pueden observar los 15 cuadros que realizó en 1963 para una expo en Galería Nueva, donde presentó una serie de paisajes pampeanos en pequeño formato, con el acento colocado en la línea del horizonte y la presencia de la vida, humana, vegetal y animal, a partir de formas sintéticas, por momentos jugando con la abstracción, sobre las que Ernesto Schoo escribió que logró “hasta arrancarle el último secreto, que es la pura magia de la Creación” a la realidad.
Ya en la sala principal, la cuestión de arrancar los secretos a la realidad sigue allí: a lo largo de su carrera, Franco mantuvo una coherencia estética, un refinamiento por la forma aún cuando los temas fueran cambiando. Había, en esa construcción pictórica, una impronta que brotaba pero que iba acompañda de un proceso que trascendía la cuestión formal.
“Después del 63, no encuentro cuadros hasta fines de esa década. Y ahí viene la época en que más pintó, que es del 67/68 hasta el 79”, señaló Miguens.
Y agregó: “Cuando empecé a indagar un poco en su vida, me di cuenta que por ahí los periodos que deja de pintar es porque se dedicó a la crianza de su hijo. Nace su hijo y son tres años que no pinta. Y después retoma la pintura. Eso tiene algo negativo en cuanto a que nos perdemos un montón de producción y después tiene algo espectacular, que es 100 % original. Está lleno de artistas que vos ves que se van repitiendo, repitiendo y repitiendo”.

“La falta de presión comercial le permitió una libertad inusual. Pintó cuando le salía una serie, pintaba diez cuadros y después estaba así tres años sin pintar o seis meses sin pintar y no le importaba”, dijo.
De aquella época, se presenta la serie Los caminos, que para Amigo es “factible pensarla como un diálogo personal, intenso, con el Batlle Planas de los Mensajes", en lo que fue en sí su manera de representar “la búsqueda de la Verdad en el camino espiritual que comparte con Feldman”.
“La pintura debe dar cuenta de la consciencia de la esfera vacía de nuestro ser en el eterno Vacío del Padre: por eso la figura humana se desintegra, pierde su corporalidad, su carne, en el camino a la Verdad, en el que debemos apoyarnos con bastones por nuestra ceguera (El camino, Las puertas, La pregunta)“, escribe el historiador.

En 1969, la serie La piedra viva recuperó símbolos de la América antigua aún presentes, mientras que en Transmutaciones —cuyas obras centrales se conservan en el Museo Provincial de Bellas Artes Franklin Rawson de San Juan— se advierte un desplazamiento hacia una pintura de mayor narrativa y composición de escenas. El concepto de transmutación, central en el pensamiento teosófico como conciencia de purificación y elevación, se extiende a la materialidad de las pinturas, donde Franco incorpora metal a los óleos en una suerte de práctica alquímica.
A finales del ’69, el matrimonio emprendió un extenso viaje que los llevó por Oriente: India, China, Nepal y Japón, en el que buscaron la comunión de las religiones y comprender el conocimiento esotérico.
Ya en los 70, la pintura de Franco comenzó a nutrirse de textos bíblicos, llegando incluso a titular obras con versículos. “Se trata de una pintura gnóstica, orientada a los misterios”, escribe Amigo.

Franco profundizó su introspección, sus obras que ya podían leerse como metafísicas desde lo pictórico se vuelven en lo conceptual aún más existencialistas. El silencio crece, y su acercamiento a lo espiritual tiene algo de cíclico, ya que se desprende de a poco de los elementos no escenciales, de lo decorativo, de aquello que podía ayudar a embellecer un relato, pero no era fundamental. Hay, en ese gesto, algo de una sabiduría zen.
A partir de 1980, la artista dejó de producir, contó Miguens, y solo retomó la pintura en 1990 para una última muestra en Patio Artesano, donde realizó cinco o seis obras.
Son épocas difíciles para la sorpresa. Como también para profundizar en indigaciones espirituales. Quiza nunca hubo tanta oferta cultural ni canales de difusión, pero -paradójicamente- se produce una estandarización de los consumos y todos hablan, y todos miran, aquello que sí o sí debe ser visto. FOMO, llaman ahora a la ansiendad que produce no pertenecer, no ser parte.
El resurgimiento de obras como las de Franco, la aparición de proyectos como La Pipa, nos regresan a esas pasiones más primarias de las que hablaba Descartes. Es el encuentro con lo desconocido, el placer del descubrimiento. La ilusión, que nunca se apaga, que tras cruzar un umbral viviremos un enamoramiento. Y eso es una forma pura, sencilla de la existencia, como las figuras de Lucía Franco que, en el tiempo, parecen decirnos que lo importante no es el arabesco, lo decorativo, el ruido de allá afuera, sino encontrar, en uno mismo, algo. Un algo que nos haga mirar hacia el interior y que, quizá, también nos genere sorpresa.
*Casi escondida de Lucía Franco, en galería La Pipa, Sanchez de Bustamante 2498, CABA. Miércoles a viernes de 16:30 a 20:30hs. Entrada gratuita.
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