
Aquel martes, 11 de septiembre de 2001, aún no sabíamos hasta qué punto la imagen icónica de un avión atravesando la segunda torre del World Trade Center de Nueva York nos iba a meter de lleno en los conflictos culturales del nuevo milenio.
En el plano político, daba comienzo la guerra posnacional y la guerra preventiva, la lucha contra un enemigo invisible, la psicosis permanente de una amenaza terrorista, el refuerzo del control de fronteras y de flujos migratorios. En el plano cultural, las torres en llamas desplomándose en directo en todas las televisiones del mundo cubrían de polvo y humo el sur de Manhattan, al tiempo que evidenciaban la paradoja fundamental que se iba a manifestar con mayor fuerza durante los años venideros: la superposición de realidad y de representación como formas de acceder al mundo.

Un nuevo comienzo de siglo sucedió en 2020. Lo que en diciembre de 2019 aparecía tímidamente en las noticias fue copando cuota de pantalla a lo largo de enero, febrero y marzo de 2020, convirtiendo la propagación de un virus como el de la covid-19 en una pandemia mundial.
A partir de determinado día, en prácticamente todos los países occidentales se decretó un confinamiento, más o menos severo, mientras contemplábamos perplejos las noticias en televisión, los datos, las curvas, las previsiones, los ataúdes esperando en un complejo hospitalario improvisado, los trabajos de desinfección de los edificios, las ruedas de prensa de representantes políticos, científicos o militares.
Estos dos acontecimientos tienen un elemento en común: la proyección de la realidad a través de las pantallas, no como una posibilidad de información, sino como el elemento privilegiado a través del cual poder observar lo que sucede. Los medios de comunicación reproducen la máxima “está pasando, lo estás viendo”. Con redes sociales informando 24 horas al día, esperar a la prensa matutina para comprobar cómo va el mundo ha perdido buena parte de su sentido e importancia. La pantalla se ha convertido en la forma en la que asimilamos la realidad contemporánea.

El mundo es virtual
Entre la realidad y la pantalla, el camino trazado ha sido tanto de ida como de vuelta, estimulando la oferta y la demanda de lo real. El sociólogo Zygmunt Bauman llamó a nuestra época una modernidad “líquida”. El filósofo Gilles Lipovetsky la define como la “era del vacío” y Jean Baudrillard había señalado la proliferación de simulacros que acababan sustituyendo a lo real. El gran divulgador filosófico de nuestro tiempo, Byung-Chul-Han, ha explorado estos comportamientos sociales desde la noción del cansancio social o desde conceptos como “psicopolítica”.
El denominador común a todas estas teorías reside en la virtualización del mundo, el incremento de la incertidumbre y la pérdida de fe en las explicaciones tradicionales. En cierto sentido, podríamos hablar de una “cultura de la sospecha” que, sin embargo, no ha impedido la proliferación de nuevos canales virtuales a través de los cuales tratar de entender la realidad.
Los avances tecnológicos, aplicados a la información y el arte, han generado en el sujeto contemporáneo una necesidad de realidad. Móviles inteligentes con cámaras y vídeos, sistemas de grabación en directo, dispositivos de emisión en streaming, aplicaciones de comunicación en vivo o almacenamiento indiscriminado de todo tipo de archivos ofrecen al individuo contemporáneo la ilusoria posibilidad de poder registrar su propia vida y de elaborar una narrativa sobre sí mismo y su entorno. Las redes sociales demuestran que es el individuo quien puede relatarse y proyectar su realidad, e incluso negociar performativamente la identidad que se muestra.

Lo ‘real’ es ‘parecer real’
El filósofo francés Alain Badiou ha diagnosticado la “pasión por lo real” en nuestras sociedades. Esta pasión camina de la mano de un sujeto individualizado, de una tecnología desarrollada y de una comunicación en red que sugiere la ficción de una comunidad conectada por intereses comunes. Pero a la vez, esconde un concepto ambiguo y peligroso: la necesidad de autenticidad. La conexión en directo parece más “real” que la realidad misma, pues no existe algo que filtre y ordene esa realidad.
Así, los comportamientos de los concursantes de Gran Hermano parecen más “reales” que cualquier sitcom de referencia. En el mundo del porno se imponen las webcams y los repositorios digitales de sexo amateur. En la política se reclama una democracia directa y se vota contra esas instancias de mediación en las que se han convertido los partidos políticos (el sistema) en favor de candidatos fuertes (desde Donald Trump a Marine Le Pen) y programas contundentes (desde el Brexit a la extrema derecha). Lo propio de una sociedad perpleja, como diría el filósofo Daniel Innerarity. Es decir, el tipo de sociedad actual que camina desconcertada, llena de incertidumbres, donde el futuro parece inexistente o sombrío, y donde los reclamos de verdades absolutas y marcos de certidumbre parecen reclamar respuestas contundentes.
La era digital ha dinamitado todo un sistema de mediaciones, prometiendo más realidad. Una realidad más cruda, más directa, quizás más dolorosa, pero absolutamente más auténtica.
Aquí es donde aparece la paradoja: el incremento en la oferta y la demanda de la autenticidad solo se hace posible a través de la creación de nuevos simulacros en televisión, en internet o en el mundo del arte.

Trump es la consecuencia de la ficcionalización de la vida pública, la espectacularización de la política y su reproducción viral a través de pantallas, que dan –paradójicamente– una mayor sensación de autenticidad en la sociedad norteamericana. Marine Le Pen, Giorgia Meloni, Santiago Abascal, Alvise Pérez y demás militantes neofascistas se han apropiado del ecosistema digital para minar la credibilidad del sistema democrático, intoxicar con bulos el debate público, alzar la bandera de la desinhibición discursiva contra discursos oficiales o convencionales e incrementar los niveles de incertidumbre y malestar. Lo han hecho a través de pantallas, pero paradójicamente el impacto sobre la realidad no tecnológica es perfectamente constatable.
El perfil de Facebook es un simulacro de identidad. La conversación por X es un simulacro de deliberación pública. La conexión por streaming es un simulacro de neutralidad. La imagen en Instagram es un simulacro de espontaneidad… Y sin embargo, parecen contener una dosis de naturalidad que las convierten en reales. Así pues, realidad y simulacro no solo conviven, sino que se imponen a la vez, y son quizás la mejor expresión de nuestro tiempo.
Cada ámbito digiere el impacto digital de manera particular, pero cada uno reproduce la misma lógica contradictoria: mientras se generan imágenes que diluyen el valor de una realidad original, la sociedad incrementa su ansiedad por encontrar la autenticidad bajo el discurso, la imagen o la pantalla.
Fuente: The convesation

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