Las afinidades libertarias de Horacio Quiroga

Caballo Negro Editora acaba de publicar “Políticos, extraviados y dispersos”, una recopilación de textos poco conocidos del gran autor uruguayo. A continuación, Infobae Cultura comparte el prólogo del libro, firmado por el prestigioso historiador, docente e investigador argentino

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Horacio Quiroga (Crédito: Caballo Negro
Horacio Quiroga (Crédito: Caballo Negro editora)

Es posible que la recuperación de estos textos Políticos, extraviados y dispersos desconcierte a más de un lector de Horacio Quiroga, incluso a aquellos que hayan frecuentado al autor de Anaconda, Pasado Amor o Cuentos de amor, de locura y de muerte. A primera vista podrían parecer escritos marginales, los inevitables textos ocasionales o los típicos testimonios de posicionamientos políticos accidentales de un escritor que habitualmente quedan fuera del canon literario, hasta que algún empeñoso historiador de la literatura se esmera en recuperar. Sin embargo, creo que este Quiroga libertario de los Políticos, extraviados y dispersos, además de ofrecer interés por su propia índole, puede ofrecer también ciertas claves de lectura para su obra literaria.

Desde luego, dentro de la enorme masa de crítica quiroguiana, no han faltado los señalamientos sobre su sensibilidad libertaria, propia de una visión crítica de ciertos rasgos deshumanizantes de la civilización moderna como la división y la mecanización del trabajo, la mercantilización de los valores, el anonimato de la vida en las grandes urbes, la celebración mundana del dios dinero, la destrucción del medio ambiente, la expansión de la industria militar y el culto fratricida a la Patria. El refugio en la selva aparecía entonces en este universo como la búsqueda de una experiencia de vida integral ya imposible de realizar en la ciudad, y la pulsión erótica como una vivencia de unión intensa regida por un principio del placer que escapaba a las normas de la civilización.

Emir Rodríguez Monegal, en su libro de referencia sobre Quiroga, lo describía como un “anarquista sentimental”. Y a contrapelo de la sentencia de Borges con la que había logrado hacerlo a un lado del canon literario (Quiroga “escribió los cuentos que ya habían escrito mejor Poe o Kipling”, sentenció), el crítico uruguayo señalaba su contraste con la perspectiva derechista, imperialista y racista de Kipling:

Quiroga encontró en este maestro de la narración toda clase de estímulos, invenciones y recursos técnicos admirables, pero se sirvió para desarrollar su propia visión narrativa, una estimativa que no coincide con la de Kipling y que revela en él un anarquista.

Aunque Monegal no despliega este aserto, los escritos de Quiroga ofrecen abundantes evidencias. En el plano más evidente, se puede recordar que Quiroga escribió varios relatos que revelaban su empatía con ciertas vidas anarquistas. En “El Compañero Iván” recogió de boca del artista plástico Carlos Giambiagi, anarquista durante aquellos años, la historia del linotipista Manuel Moscoso, redactor de La Protesta. Este migrante andaluz que había desarrollado una actividad pionera en la prensa anarquista del Brasil, se había instalado en 1911 en casa de una pareja de militantes ácratas en Buenos Aires. El “Compañero Iván” terminó por enamorarse de la joven rusa que, junto a su marido, lo había alojado, un amor que ella correspondió. Planearon escapar, pero la joven rusa finalmente se sinceró ante su compañero, que aceptó resignado la partida de los amantes. Esta historia de amor libre anarquista terminó por resolverse bajo la forma clásica de la tragedia romántica: “Nadia” se suicidó pegándose un tiro en la sien, e Iván tomó la misma determinación nueve días después.

“Políticos, extraviados y dispersos” (Caballo
“Políticos, extraviados y dispersos” (Caballo Negro Editora) de Horacio Quiroga

Por otra parte, en una serie de relatos —entre los que sobresalen “Las fieras cómplices” (1908), “Los mensú” (1914), “La bofetada” (1916), “Los desterrados” (1926) o “Los precursores” (1929)—, Quiroga se adentra en el mundo de los “desterrados”, los que provienen de “las clases desposeídas o explotadas”, los que como él “han abandonado las comodidades de la ciudad, los mensualeros y aún los pequeños propietarios o los inmigrantes que sueñan con la riqueza y encuentran la muerte, sino el infierno en una vida de privaciones y miseria”. En “Los precursores” el narrador es un mensú semiletrado y politizado que describe los intentos de poner en pie la Federación Local de Trabajadores en Guaviró-mi (Iviraromi, San Ignacio, Misiones). Dentro del grupo de “desterrados” que tratan de sindicalizar a los mensú —un holandés, un turco, un español y un italiano—, no es difícil identificar tras el personaje del Gringo Vansuite, el almacenero que lleva en alto la bandera roja, al anarquista Pablo Vanderdorp, vecino y amigo de Quiroga que seguramente fue el informante clave de la primera celebración del 1º de Mayo en 1920 en la región.

A pesar de estos relatos cargados de empatía por los desterrados y los explotados, se ha señalado que en la narrativa de Quiroga predomina la venganza individual de los mensú sobre los patronos (como en “Las fieras cómplices”, o en “La bofetada”) o la fuga (“Los mensú) antes que la organización obrera. Ciertamente, no es Quiroga un anarquista doctrinario que se propuso fijar en sus relatos el camino rector que debía tomar la emancipación proletaria, pero es sin lugar a dudas excesivo calificar su perspectiva como “liberal”. Es que inclusive su literatura más puramente fantástica y ficcional —como Los cuentos de la selva— aparece atravesada por esa visión libertaria, crítica de la civilización industrial, del nacionalismo y del belicismo.

“Anaconda”, publicado en 1918 en el contexto de la Revolución rusa, pone en escena el Congreso de las Víboras que se llaman entre sí “compañeras” y que deciden unirse para rebelarse contra “la presencia nefasta del hombre” en la selva: “hombre y devastación son sinónimos desde tiempo inmemorial en el Pueblo de los animales”. En “El regreso de Anaconda”, la líder se niega sin embargo a matar al mensú. En “La Patria” tiene lugar el alegato antibelicista que el soldado ciego le dirige a los animales que habían levantado un muro para delimitar su territorio. En la fábula “Paz”, el tigre alecciona a los animales sobre la hipocresía de la paz humana de posguerra. La parábola de “Los hombres hambrientos” muestra la metamorfosis de los humanos que llegan a la selva con el propósito de ser libres y terminan por convertirse en productores ferozmente competitivos y posesivos.

En un trabajo reciente, Matei Chihaia mostró agudamente cómo la experiencia traumática de la Gran Guerra y la perspectiva ecologista antiindustrial de Quiroga se anudaban en “La guerra de los yacarés”, cuando los animales buscaban restablecer el equilibrio ecológico construyendo un dique para que los barcos no pudieran remontar el río Paraná. Los humanos envían una cañonera para destruirla y es entonces que uno de los yacarés recuerda que el viejo surubí tiene consigo un torpedo sin detonar, recuerdo de una batalla naval que le tocó presenciar. Con este aliado, los yacarés logran hundir la cañonera. Los reptiles, que condecoraron al surubí con el cinturón y los cordones del oficial del buque hundido, admiten desde entonces el paso de los vapores que transportan naranjas pero “no quieren saber nada de buques de guerra”. En esta metáfora antimilitarista, a partir del contraste entre “el equilibrio ecológico de la selva y la ambición desequilibrada y técnicamente dominante de la industrialización”, Quiroga muestra que incluso en “la ley de la selva” los animales sólo matan por la imperiosa necesidad de alimentarse, mientras que “las naciones se diezman unas a otras por razones incomprensibles”.

Un “solitario y valeroso anarquista”

También en la correspondencia de Quiroga aparecen indicios elocuentes de sus afinidades anarquistas. Si alguna vez apoyó una bandera política, fue en 1911 cuando vio en el battlismo uruguayo “la convicción ardiente en cosas bellas: laicismo, obrerismo, progreso y democracia íntima”, como escribió en una carta a su primo José María Saldaña. Pero esta adhesión fue acompañada por toda una corriente del anarquismo uruguayo ante las políticas sociales del segundo gobierno de José Batlle y Ordóñez (1911-1915), los llamados anarco-batllistas.

Horacio Quiroga (1878-1937)
Horacio Quiroga (1878-1937)

Su anarquismo no se atenuó sino que se acentuó durante la primera guerra mundial y se encendió de esperanzas cuando estalló la Revolución Rusa de 1917. En el contexto de lo que en Argentina se llamó la “Semana Trágica”, Quiroga celebraba —en carta del 13 de enero de 1919 a su amigo José María Delgado— la huelga general declarada por las dos FORA, la anarquista y la sindicalista, en solidaridad con los trabajadores metalúrgicos de la fábrica Vasena. Diez días después, cuando la gran prensa de la Argentina y del mundo entero señalaba que la Revolución “maximalista” (bolchevique) ponía en riesgo la propiedad privada, se valía del humor para escribirle a su amigo: “los maximalistas—de los que formo humildísima parte— te dejarán venir y no tocarán tu dinero”. Esta inscripción en el “maximalismo” no puede tomarse en el sentido estricto de un encuadramiento organizativo en ninguna de las dos Federaciones obreras, que por entonces seguían con expectativas libertarias la Revolución Rusa, ni mucho menos en el incipiente Partido Socialista Internacional (futuro Partido Comunista). Su “anarco-bolchevismo” era una sensiblidad compartida por un amplio arco de escritores y artistas de su tiempo.

Quiroga formó parte por entonces de una curiosa hermandad literaria que a fines de la década de 1910 y a lo largo de la siguiente se reunía en torno a Leopoldo Lugones: Quiroga fue el “hermano mayor” y Ezequiel Martínez Estrada, Samuel Glusberg y Luis Franco los “hermanos menores”. A primera vista, las disparidades entre Lugones y Quiroga no podían ser más acusadas. El primero ocupaba en la década de 1920 el sitial de patriarca de la República de las Letras. Amigo del poder, su robusta talla de militar contrastaba notablemente con la delgadez y el despojo de Quiroga, ese Robinsón misionero —como lo llamó Rodríguez Monegal— que comenzaba por entonces su consagración como cuentista.

Militarismo y nacionalismo de un lado, individualismo y anarquismo romántico del otro; vida urbana y sociabilidad de una parte; vida agreste y temperamento áspero de otra, parecían responder a mundos incomunicables. Lugones había dejado muy atrás el socialismo libertario de los años juveniles, que coinciden con la primera visita que le hizo Quiroga en compañía de Brignole en 1898 a su casa de Barracas al Norte. Muy por el contrario, era por entonces el nacionalista de triste memoria que proclamaba para nuestro continente “la hora de la espada”. Los “hermanos menores”, por su parte, eran por entonces apenas tres escritores emergentes, cuyas simpatías por la experiencia soviética en curso llevaba a Lugones a dirigirse a ellos, entre condescendiente y socarrón, como “ustedes los bolchevikófilos”.

He conjeturado en Cartas de una hermandad que los jóvenes “bolchevikófilos” estaban unidos a Lugones por una misma sensiblidad antiburguesa, antiliberal y antipolítica, que Lugones declinaba por entonces hacia la aristocracia militar y los hermanos hacia una democracia directa, sin partidos ni parlamentos. Tanto el “padre” como los “hermanos” defendían, cada uno a su modo, los valores de la cultura amenzados por los intercambios mercantiles mediados por el dinero. Todos y cada uno de ellos podrían haber suscripto el sentimiento que describe Nalé Roxlo en su borrador de memorias: “Baudelaire nos había enseñado el desprecio literario al burgués, al filisteo…”.

Los “hijos” evitaron cualquier roce con el “padre”, buscando mantenerse dentro del terreno de las afinidades compartidas. Así, cuando Lugones envíaba desde Europa sus colaboraciones a La Nación anunciando la inminencia de la guerra mundial y se oponía a la reforma electoral que promovía el presidente Sáenz Peña, Quiroga le escribía: “Leo con buen interés sus anarquías epistolares en La Nación, siendo menester que en este diario le estimen a Ud. mucho —crean mucho en su nombre— para permitirle tales cosas en sus columnas”.

Como ya señalamos, el estallido de la Gran Guerra impactará en la sensibilidad libertaria de Quiroga. En una serie de notas que comentaremos enseguida hará pública sus expectativas de redención social en la Rusia que sale de la contienda bélica y busca erigir un orden social radicalmente nuevo, una democracia directa sin mediaciones políticas, unas relaciones directas entre productores libres sin la mediación del dinero. No se trataba de una adhesión al comunismo, sino la esperanza —ampliamente compartida por anarquistas de todo el globo entre 1917 y 1921— de que los bolcheviques realizaran finalmente la utopía libertaria.

Leopoldo Lugones, personaje central en
Leopoldo Lugones, personaje central en al vida de Horacio Quiroga en las primeras décadas del siglo XX (Ilustración de Carlos Alonso)

Estas expectativas se van debilitando a lo largo de la década de 1920, para concluir en un rechazo abierto del régimen estalinista en la década de 1930. Algunos de sus viejos amigos anarquistas —como Elías Castelnuovo y Álvaro Yunque— que por entonces se han aproximado al comunismo tratan de disuadirlo y le proponen como alternativa a la aventura misionera, un viaje de carácter político a la Unión Soviética. Según el testimonio de Castelnuovo:

Álvaro Yunque, que lo quería mucho, trató de impedir su regreso [a Misiones]. Aprovechando la circunstancia de mi vuelta de la Unión Soviética vino una mañana a buscarme. Su propósito consistía en que yo lo entusiasmase con la descripción del nuevo mundo a objeto de invertir su partida. Esto es: que en lugar en irse a Misiones, al cabo, Horacio Quiroga se fuese a Rusia. Almorzamos juntos. Yo hablaba con frenesí. Horacio Quiroga, en cambio, me escuchaba desdeñosamente. Se había educado tanto en la escuela de las “creencias”, que se imaginaba tal vez que también la revolución rusa era o no era una revolución profunda según se creyese o no se creyese en ella.

Con “la escuela de las ‘creencias’” —que contrapone reprobatoriamente a una presunta “escuela de las realidades”— Castelnuovo hace una referencia oblicua al anarquismo en que ambos se habían educado y en el que Quiroga aún persistía en 1932, al mostrarse escéptico respecto de la edificación del socialismo en la URSS.

En 1935 fue a visitarlo a San Ignacio Marcos Kaner, el dirigente de los mensús que también había abandonado el anarquismo de su juventud para adherir al comunismo. En carta a Martínez Estrada, Quiroga expresa su disgusto: “Por aquí anda un mozo comunista, recomendado por Yunque; excelente muchacho, agitador de mensús, ciego y sordo a dar lástima. Lo que le he oído sobre Rusia, etc., y la disciplina del partido, etc., me han ensombrecido el ánimo”. Poco tiempo después vuelve sobre el tema en carta a Glusberg: “Por aquí he tenido contacto con un compañero comunista, dirigente del litoral, excelente muchacho que se avergüenza de su pasado anárquico... ¿Ha tratado Ud. de cerca a un comunista oficial y fanático? Yo no deseo hacerlo más”. También lamenta El arte y las masas de Castelnuovo, calificándola como una “diatriba contra Tolstoi”. Y le anuncia a su amigo que se le “ha ocurrido un apólogo de gran eficacia, que no escribo por cariño a la izquierda, donde siempre me encuentro, pese a mi amigo de Posadas. Como inferirá, el apólogo versa sobre la demagogia comunista”.

En sucesivas misivas a Martínez Estrada, Quiroga se queja reiteradamente de su soledad. Extraña los tiempos de comunidad con el artista plástico Carlos Giambiagi, “inteligente como el que más, pero no nos vemos casi nunca”. El pintor y escritor de origen ácrata “ahora hace el agitador” como “delegado del Comité Comunista regional”. Quiroga, en cambio, que se rehúsa a colaborar en Columna, una revista que dirige por entonces su amigo César Tiempo, rechaza las prácticas de la “casta” de los escritores y el “negocio moral comunista”. Se quiere “un solitario y valeroso anarquista” que “no puede escribir para la cuenta de Stalin y Cía”. Su distancia respecto de la política instituida y su crítica del comunismo, siempre desde la izquierda, no le impiden rechazar con toda claridad el fascismo italiano, el golpe militar que tiene lugar en la Argentina en 1930 y el levantamiento franquista de 1936, resaltando —a pesar de ciertas “mezquindades” y “privilegios” dentro del campo que le era propio— que “de un lado está la buena causa, y del otro, la mala”.

Manifestación anarquista de la Federación
Manifestación anarquista de la Federación Obrera Regional Argentina (FORA) a principios del siglo XX

Afinidades anarco-bolcheviques

Si incluso todos estos testimonios de la sensibilidad ácrata de Quiroga podían parecer accesorios o contingentes, los textos reunidos en Políticos, extraviados y dispersos vienen a devolvernos una imagen cabal. El primero de los textos recuperados, “La cacería”, publicado en la revista porteña Mundo Argentino en 1917, no podía ser más oportuno para abrir el volumen. “Llegó un momento en mi vida en que me sentí harto de la civilización, tal como la gozamos en las ciudades”, empieza Quiroga. Se llama “civilización”, aclara, a la “vergonzosa inutilidad” del canario, “incapaz ya por un largo cautiverio de buscarse la comida al aire libre”.

El narrador nos relata su llegada a un obraje misionero, cuyo patrón lo invita enseguida a participar de una cacería nocturna, sin aclararle nunca qué clase de “bichos” iban a abatir. La “cacería” no era finalmente otra cosa que una matanza de guaycurúes, miembros de la etnia Aché (Quiroga los llama “guayaquíes”), que incursionaban en el obraje durante la noche para robar maíz. Concluye Quiroga, para darle verosimilitud a su relato: “Y esto no pasó en un país lejano, sin embargo. Esto pasó el 25 de noviembre de 1911, a media hora de la línea del ferrocarril internacional que corre de Buenos Aires a la Asunción”.

Paradojas de la publicidad, en la misma página de Mundo Argentino en que se publicaba esta nota aparecía un aviso de cartuchos Winchester, los mismos con que se había acribillado a la comunidad de los guaycurúes. Anotemos de paso que esa “cacería” acontenció apenas quince años después de la masacre de 1896 ocurrida en Sandoa, próxima a Encarnación, de la que apenas sobrevivió una niña bautizada por sus captores como Damiana, cuyos restos fueron exhibidos durante un siglo en el Museo Nacional de La Plata y que fueron restituidos en fecha reciente a la comunidad Aché.

“Cacería” y “Cuadros” constituían verdaderos apólogos que venían a desafiar la confianza contemporánea en la modernización y el progreso. El “salvajismo” era inherente a la propia civilización. Estas paradojas son reelaboradas en los artículos aparecidos en la revista porteña El Hogar, reveladores de su momento anarco-bolchevique. En “Lo que no puede decirse”, aparecido en marzo de 1920, Quiroga protestaba ante la imposibilidad de hablar siquiera en la prensa argentina acerca de la experiencia en curso del país de los soviets. “La sociedad actual —escribe—. la actual organización social es, pues, un dogma intocable, como una cualquiera religión de caníbales”.

En el número de mayo publicaba “Ante la hora presente”, un alegato contra la mecanización y deshumanización del trabajo moderno: “la civilización contemporánea —léase industrial— está establecida sobre el trabajo hambriento y sin descanso de una inmensa mayoría de hombres que hacen dicha civilización y que no gozan de ella”. Y recuerda aquí su lectura de La conquista del pan: “El que escribe estas líneas conserva muy vivo el recuerdo de la impresión sufrida un día por Kropotkine al ver en una fábrica de tejidos a un obrero de cabeza blanca que anudaba los hilos de un telar. Los hilos corren a gran velocidad, y es menester una gran destreza para anudar a tiempo. Tan fuerte es la atención solicitada, que el cuerpo del hombre se sacude de la cabeza a los pies en un temblor convulsivo. Así cuatro, seis, ocho horas seguidas, atando vertiginosamente las puntas de los hilos. Si no lo hace así, los hilos se rompen, la máquina se para y la industria sufre”. En el número de agosto reseñaba Hombres de guerra, un relato del pacifista húngaro Andreas Latzko que aprovechaba para hacer oír su alegato antibelicista.

El escritor en su casa
El escritor en su casa de San Ignacio.

“El despertar” (1920) y “La propaganda post-guerra” (1921) son dos de los tres textos que Quiroga escribió para Insurrexit, una revista que durante esos años editaba el grupo universitario del mismo hombre. Los jóvenes revolucionarios de Insurrexit, nacidos en los albores del nuevo siglo, eran entonces unos perfectos desconocidos: se llamaban Hipólito Etchebéhère, Micaela Feldman, Alberto Astudillo, Carlos Machiavello, Armando Gervaso, José Paniale, Carlos Lamberti, Francisco Bulnes, Julio A. Barrera. La mayor parte de ellos iba a destacarse en los años siguientes en sus carreras profesionales, aunque algunos lo hicieron en el campo de las letras, como el poeta y crítico Eduardo González Lanuza, el lingüista Ángel Rosenblat, el poeta y dramaturgo Conrado Nalé Roxlo, y en cierto modo Francisco Piñero, el poeta ultraísta y maximalista amigo de Borges que murió en plena juventud.

Unos pocos llevarán el espíritu revolucionario hasta el final. Hipólito Etchebéhère, que estuvo a punto de filmar una película basada en un argumento de Quiroga que iba a llamarse La jangada florida, morirá en Sigüenza, cerca de Madrid, combatiendo en las filas del POUM en los comienzos de la Guerra Civil Española, mientras que su compañera Micaela Feldman, ahora devenida Mika Etchebéhère, combatirá hasta el derrumbe de la República, habiendo alcanzado el grado de capitana.

“Recuerdo perfectamente la impresión que sufrí al tener una tarde por delante las frentes despejadas y la mirada de fuego de cuatro muchachos que anunciaban la aparición de un nuevo órgano universitario —sumamente curioso esta vez: Insurrexit” —escribe Quiroga en el primero de estos textos. Insurrexit era el vocero del ala izquierdista, anarco-bolchevique, de la Reforma Universitaria. En un contexto mundial de grandes huelgas obreras del que la Argentina no fue la excepción, estos jóvenes anarquistas que habían repudiado la guerra y que se empeñaban en leer en clave libertaria el proceso abierto en Rusia con la Revolución de 1917, eran el brazo estudiantil de un momento anarco-bolchevique mucho más vasto, que involucró amplias capas del movimiento obrero organizado y a sectores emergentes de la intelectualidad argentina, interpelando a figuras como Jorge Luis Borges, Carlos Astrada, Saúl Taborda, Luis Juan Guerrero, Elías Castelnuovo, Herminia Brumana, Ernesto Palacio, Ramón Doll, José Gabriel, Juan Emiliano Carulla, Julio R. Barcos y Emilio Troise, entre muchísimos otros. Momento breve, si se quiere (alcanza su cenit entre 1919 y 1923), lo que explica en parte la escasa atención que le prestó hasta hoy la historiografía social y cultural, pero intenso y productivo si se considera la profunda reconfiguración que significó en el campo de las izquierdas, del movimiento obrero, del reformismo universitario y de la intelectualidad.

Los textos de El Hogar junto con los de Insurrexit dan cuenta de las afinidades electivas de Horacio Quiroga con el momento anarco-bolchevique. Todos estos motivos de denuncia moral de la modernidad capitalista están presentes en ellos, destacándose sobre todo en los de Insurrexit la crítica del indiferentismo individualista de los jóvenes universitarios frente a la degradación humana que había significado la guerra y ante la “miseria social” que padecía el mundo del trabajo en los años de posguerra. El Grupo Insurrexit, con su revista, apareció ante los ojos de Quiroga como una esperanza de redención de esa juventud hundida en su vanidad narcisista, y a ellos confió los dos textos incluidos en la presente obra más un tercero, “La fiera de lujo”, aparecido en un número no localizado de Insurrexit. Según Samuel Glusberg, narraba la “indignada historia de un perro ciudadano”.

En sus colaboraciones publicadas en La Nación a fines de la década de 1920 aquella esperanza libertaria depositada en la Unión Soviética se había atenuado. Es posible que la emergencia del fascismo haya favorecido una revalorización de la democracia. Notemos que permanecía intacta su visión crítica del “progreso material, la aceleración creciente de la vida, la procura a toda costa de riquezas” como “el presente y el fin de la civilización oficial de Occidente”. Esa concepción de “la vida transmutada en presa de lobos” es la que había “lanzado al Occidente al choque de 1914, y lo que volverá a lanzarlo indefectiblemente a nuevos tumultos, mientras se considere a las riquezas el más noble blasón de un pueblo, mientras se recurra a la violencia para aumentarlas, y se convierta a los hombres en lobos, para desearlas”. “El Occidente—añadía Quiroga en ‘La Santa Democracia’— no tiene cómo evitar una nueva guerra y todas las que sobrevendrán, porque está organizado sobre la guerra, porque sus fines de expansión llevan la guerra a donde va, y porque su ideal de triunfo no se puede obtener sino con la guerra”.

Quiroga (de pie, el primero
Quiroga (de pie, el primero de la izquierda), su amigo Leopoldo Lugones (con brazos cruzados), Baldomero Fernández Moreno (sentado, a la izquierda) y Alberto Gerchunoff (sentado, al centro)

En el mismo diario, trazaba en otro artículo — sin nombrar expresamente a Lugones— la párabola que lo había llevado desde el nacionalismo cultural de El Payador al nacionalismo imperial de “la hora de la espada”. “Sé también que este nacionalismo no es casi nunca el soplo de un alma helada sino una posición dialéctica. Pero subleva el alma que sea a veces un alto intelectual —un amigo— quien se expresa de esta atroz manera” (“Nacionalismo imperial”).

Cierran el presente volumen las colaboraciones que Quiroga escribió para La Vida Literaria (1928-1932), el mensuario cultural que su amigo Samuel Glusberg editaba en Buenos Aires. Vuelve una y otra vez sobre sus obsesiones, aunque su devoción por la literatura rusa de preguerra, por el relato crudo y realista de Bret Harte o el drama antibélico de Robert Cedric Sherriff no le impidan apreciar, más allá de la presentación, el “arte de imaginación” de Xul Solar. Asimismo, las reservas que Quiroga mantenía con el comunismo no lo cegaban ante “el temple, la solidez, la nobleza y la buena fe de una vida como la de este hombre que acaba de morir”: José Carlos Mariátegui.

En enero de 1931, meses después del golpe militar del General Uriburu, Quiroga equiparaba en un apólogo a la “chusma” radical, la de “la demagogia y el electorado”, la de los “arribistas”, los “aduladores”, los “matones” y los “mentecatos de las primeras letras”, con la “chusma aristocrática” que componían los nacionalistas que venían a desplazarlos. Pocos meses después mostraba en otro apólogo el estupor de los que participaban del velorio de la Libertad a la que Mussolini había declarado un “cadáver putrefacto”, cuando advirtieron finalmente que el hedor insportable en realidad venía de otra parte.

Pero quizás el mayor hallazgo de esta recuperación de textos extraviados lo constituya “Una noche de Edén”. Aquí el escritor Horacio Quiroga asume en primera persona la voz del narrador para explicarnos que son sus poderes demiúrgicos —aliados a las tecnologías modernas: el teléfono y la cámara fotográfica— los que le permitieron una noche traer a su presente a la mismísima Eva del Edén. Quiroga la lleva consigo a una fiesta mundana porque la primera mujer quería saber cómo habían evolucionado, seis mil años después, las relaciones entre hombres y mujeres. Grande es su decepción cuando comprueba que sus hijas seguían seduciendo a los varones con los mismos recursos del pasado.

En este diálogo sorprendente aparecen otra vez, ahora en labios de la primera mujer, las paradojas de la civilización: “Ustedes se dejan engañar a sabiendas, con su devoción feminista; pero salvo uno que otro detalle, la dama original y elegante de hoy debe recurrir fatalmente para su adorno a los miserables elementos del oscuro mundo primitivo: las pieles, las plumas, las piedritas que brillan”. Una vez más, el “salvajismo” persistía en el corazón mismo de la civilización. Y a pesar del pregonado feminismo, el juego de roles entre la mujer y el varón permanecía inalterado, incluso con una desventaja respecto del pasado remoto: los hombres primitivos, le espeta Eva al escritor civilizado, tenían el valor de vestir a sus mujeres con las pieles de las fieras que ellos mismos habían tenido el coraje de cazar, los modernos compran por dinero aquellos adornos que de otro modo serían incapaces de conquistar.