Joy Brown, reconocida cantante de la escena del jazz neoyorquino, hará su debut en Buenos Aires con cuatro conciertos en Bebop Club, este miércoles 19 y jueves 20 a las 20 y 22.30 hs. acompañada por un sexteto de músicos argentinos, entre ellos Mariano y Sebastián Loiacono, Ramiro Penovi, Santiago Lamisovski y Bruno Varela
Discípula del pianista Barry Harris -de quien habla con detalle en este diálogo con Infobae Cultura- esta cantante nacida en New Jersey ha construido su carrera a partir de la improvisación y el estudio de los grandes del género. Creció en un hogar influenciado por el gospel y descubrió el jazz en su juventud, pese a las restricciones impuestas por su entorno familiar. Su talento emergió en 2015 cuando comenzó a cantar en sesiones en Nueva York. De allí en más, está inscribiendo su historia. “Yo era mayor cuando llegué al mundo del jazz. Tenía casi 40 años. Antes de eso, trabajaba en el sector corporativo”, cuenta en esta entrevista donde detalla su descubrimiento del jazz, la comparación con Dinah Washington, el sabor de las jams sessions y sus expectativas por esta, su primera visita a Buenos Aires.
—Creciste en un hogar donde la música secular estaba restringida. ¿Cómo fue ese primer encuentro con el jazz y qué sentiste al descubrirlo?
—Crecí en un hogar donde no se permitía la música secular. Soy hija de un pastor pentecostal y en la vieja escuela de la iglesia pentecostal no se nos permitía escuchar música secular, solo góspel. Más adelante se me permitió estudiar música clásica, así que ese era el género que escuchaba. Podía oír R & B, soul y otros estilos cuando visitaba la casa de algunos familiares, cuando estaba fuera de casa y escuchaba la radio, e incluso a veces lo hacía a escondidas.
Mi primera exposición al jazz fue a través de una emisora de radio local llamada WBAI, que aún existe. Había un activista que tenía un programa de entrevistas, Carl Lewis, quien en realidad era actor y apareció en la serie The Munsters en los años 60 y 70, un programa muy popular en Estados Unidos. Ese día en particular, creo que era el cumpleaños de Nina Simone, y él puso una canción en su honor llamada “Images”. Era una canción a capella, solo la voz de Nina. Era muy inquietante y a la vez hermosa, me atrapó por completo. Si nunca escuchaste “Images”, cuenta la historia de una joven en un entorno urbano que no tiene las mismas oportunidades que hubiera tenido en su tierra natal, en la madre patria. Me pareció preciosa, me conmovió.

Después de escuchar esa voz, quise saber más sobre Nina Simone. Fui a una librería Barnes & Noble y compré un set de CDs, una antología con sus canciones. La siguiente canción que me cautivó fue “I Loves You Porgy”. La escuché en repetición al menos mil veces, una y otra vez. En ese momento tenía veintitantos años, casi treinta. Me ponía los auriculares para que mis padres no supieran qué estaba escuchando. Su manera de interpretar la canción y de abrazar la música me conmovió profundamente. Ya había visto Porgy and Bess, pero ella hizo algo completamente distinto con esa canción.
Fue entonces cuando dije: “Necesito escuchar más de esto que llaman jazz”. El siguiente álbum que compré, y que sigue siendo uno de mis favoritos, fue Black, Brown and Beige de Duke Ellington, un disco en el que honra la lucha del hombre y la mujer afroamericanos en América del Norte. Lo hizo junto a Mahalia Jackson. Como en casa la venerábamos —cualquiera que conozca el góspel sabe que ella es la reina del género—, pensé que con ese álbum podría salirme con la mía y escucharlo sin problemas.
A partir de ahí, empecé a comprar más discos y a escucharlos a escondidas. No fue hasta años después que comencé a escuchar jazz con más dedicación. Tenía quizás tres álbumes de jazz que escuchaba en secreto. Perdí a mi padre cuando tenía 27 años y a mi madre poco antes de cumplir 30. Creo que fue alrededor de los 35 cuando realmente me sumergí en el jazz. Así fue mi exposición al género: Nina Simone me abrió la puerta. Había algo en la forma en que abrazaba la música con su voz que me resultaba absolutamente hermoso.
Después de Nina, se abrió una compuerta y descubrí a otras vocalistas: Billie Holiday, Sarah Vaughan, que es mi favorita absoluta. De hecho, somos de la misma ciudad natal y fuimos a la misma secundaria. No al mismo tiempo, claro. Más tarde, cuando comencé a estudiar con el Dr. Barry Harris, me expuse a muchos de los grandes músicos e instrumentistas. Bird (N. de la R: Charlie Parker), Coleman Hawkins, y la lista sigue. Me sentí como una niña en una tienda de dulces. Fue algo maravilloso.
—Tu carrera comenzó casi por casualidad en 2015. ¿Cuándo sentiste que realmente pertenecías a la escena del jazz en Nueva York?
—No fue casi por casualidad, fue completamente por casualidad. No sé si puedo responder esa pregunta. No sé si hubo un momento. Hasta el día de hoy, todavía no sé si pertenezco a la escena del jazz en Nueva York. Siempre le digo a la gente que renuncio a la música al menos tres veces al día.

Cualquier músico sabe que esto no es fácil, especialmente en Nueva York, donde estamos saturados de grandes músicos. Siempre les digo a los jóvenes, especialmente en el jazz, que tienen que estar enamorados de este arte, porque no recibimos los aplausos que recibe Beyoncé. No tenemos conciertos multimillonarios ni todo ese reconocimiento. Es la música lo que nos sostiene.
Yo era mayor cuando llegué al mundo del jazz. Tenía casi 40 años. Antes de eso, trabajaba en el sector corporativo. Cuando decidí dedicarme a la música a tiempo completo, aún tenía dos trabajos de medio tiempo: por la mañana trabajaba en una organización sin fines de lucro y por la tarde tenía mi propia empresa de consultoría. Si tenía conciertos, me arreglaba, iba a tocar y al día siguiente volvía a empezar. Era agotador.
Muchas veces pensé en dejarlo todo y volver al sector corporativo. Pero en esos días difíciles, iba a Smalls o Mezzrow, en el Village. Que en paz descanse Roy Hargrove... Había noches en las que simplemente me sentaba en un rincón, cerraba los ojos y escuchaba una jam session. O escuchaba a músicos increíbles después de sus conciertos. Y en esos momentos me decía a mí misma: “No puedo dejar esto. Esto es mi vida”.
Había una jam de bebop en un bar irlandés en Alphabet City, el 11th Street Bar. Ahí podías escuchar a Joe Magnarelli. A veces, Barry Harris se sentaba a tocar. Murray Wall, que en paz descanse. Grandes músicos pasaban por ahí. Y eran esos momentos los que me hacían decir: “No puedo alejarme de esto”.
Nunca había sentido ese tipo de placer, esa belleza, ese sentido de pertenencia. Esa palabra me gusta. Sentí que tenía un lugar en el mundo cuando estaba rodeada de grandes músicos y de música increíble. Así que creo que todos los músicos lidian con esto en algún momento. Se preguntan: “¿Realmente pertenezco aquí?”. Yo todavía lucho con eso. Pero lo que no cuestiono es la música. Sé que la música es mi vida. No sé si podría existir sin ella. Es el aire que respiro, la vida que vivo, la sangre que corre por mis venas.
—Barry Harris fue una figura clave en tu formación. ¿Qué lecciones de él llevas siempre contigo al escenario?
—Cuando la gente me pregunta por Barry Harris, la mejor manera en que puedo describirlo es que Barry era música envuelta en carne. Tenía una forma de enseñarte sin realmente enseñarte. No sé si eso tiene sentido, pero la música era tan real para él, era una parte tan fundamental de su vida.
Había cosas que decía con una naturalidad absoluta. Recuerdo que estudié música en la universidad. De hecho, fue mi especialización cuando volví a estudiar. Y había ciertos conceptos que simplemente no lograba entender. Cuando mis profesores me los explicaban, no tenían sentido para mí. Uno de ellos era el de los tritonos, el “diablo en la música”, como lo llaman desde una perspectiva clásica.

Recuerdo estar en un taller de Barry, que duraba seis horas. No sé cómo hacía para sostenerlo. Pero incluso bien entrado en sus 90, o en sus 80 cuando lo conocí, se sentaba durante seis horas seguidas, quizás se levantaba una vez para ir al baño, y enseñaba. Y recuerdo cuando explicó los tritonos, lo hizo de una manera tan simple. Después de la clase, que creo que era de seis de la tarde a medianoche, porque había dos horas de piano, dos horas de voz y dos horas de improvisación instrumental, me fui caminando a mi departamento hablándome a mí misma, porque no podía creer que algo con lo que había luchado durante años ahora tenía sentido en menos de un minuto.
Él era la personificación de la música. Realmente lo era. Y si hay algo que llevo conmigo de él, es su amor por la música y su capacidad de hacer que la música no fuera solo una parte de él, sino que fuera una sola cosa con él. No era algo separado. Es como un músico con su instrumento favorito, su saxofón o su guitarra, que se convierte en una extensión de sí mismo. Eso era la música para Barry.
—Tu voz ha sido comparada con la de grandes cantantes como Dinah Washington. ¿Cuáles son las influencias que más han moldeado tu estilo?
—Gracias. Eso es realmente un halago. Crecí en la iglesia, y mis padres eran mayores cuando me tuvieron. Así que escuché mucho gospel tradicional, tanto en formato de cuarteto como de otros estilos. No supe de Dinah Washington hasta que entré en el mundo del jazz.
Y seguía escuchando: “Oh, suenas como Dinah Washington...”. Y yo pensaba: “OK”, porque no crecí escuchándola. Ahora, aquí viene lo curioso, y es increíble cómo la vida te conecta con ciertas cosas en determinados momentos. Crecí escuchando a una de mis cantantes favoritas, una mujer llamada Gloria Griffin. Muy pocas personas saben quién es. Cantaba con un grupo de gospel muy famoso, creo que de los años 40, 50 y 60, llamado los Roberta Martin Singers. Eran de Chicago.
Los Roberta Martin Singers estuvieron activos en la misma época en que Sam Cooke y su familia se mudaron a Chicago. Hubo muchas grandes figuras en esa escena: James Cleveland, Mahalia Jackson… Cualquiera que conozca el mundo del gospel reconocerá esos nombres. En ese momento, Chicago era como la Meca del gospel.
Adoraba la voz de Gloria Griffin. Lo que más me gustaba de ella era su capacidad de alternar entre lo áspero y lo suave. Podía sonar tan ruda como la lana de acero o el papel de lija, pero también tan delicada como la seda. Me encantaba cómo jugaba con la dinámica de su voz.

Otra gran influencia fue una joven Aretha Franklin. Ella fue otro pilar en mi formación. Me encantaba escucharla. Había muchas otras voces increíbles, aunque tal vez no tan conocidas. Por ejemplo, el grupo The Davis Sisters, de Filadelfia, Pensilvania. Eran hermanas biológicas y su cantante principal, Ruth Davis, tenía una voz impresionante. También jugaba mucho con las dinámicas, y eso siempre me atrajo.
Siempre me sentí especialmente atraída por las cantantes femeninas que podían hacer eso: llevar la voz a lo más alto y luego bajarla a lo más íntimo, hacerla suave y luego ruda, pulida y luego áspera. Admiraba mucho esa capacidad, porque era algo que se veía más en los hombres, especialmente en los cuartetos de gospel, que en las mujeres. Así que siempre sentí una admiración especial por las mujeres que podían imponerse en el gospel con ese estilo.
La conexión con Dinah Washington es interesante. Ella era hija de un predicador, una evangelista. Creció en la iglesia en Chicago. Así que muchas de las personas que yo escuchaba de niña eran amigas de Dinah, cantaban con ella y la conocían muy bien. Así que cuando empecé a escuchar que me comparaban con ella, todo empezó a tener sentido. Porque yo no había estado expuesta a su música hasta que tenía, diría, finales de mis 20 o principios de mis 30. Pero sus contemporáneos en el mundo del gospel fueron los mismos que yo escuché mientras crecía.
Es como ese juego de los “seis grados de separación”. Todo encaja perfectamente. Y siempre aprecio cuando la gente hace esa comparación, porque admiro mucho a Dinah. Admiro lo que logró y su maestría musical.
—El jazz tiene una fuerte tradición de improvisación y comunidad. ¿Cómo ha influido en tu crecimiento como artista el formar parte de las legendarias jam sessions de Nueva York?
—Cuando llegué a Nueva York y decidí que quería ser música a tiempo completo, uno de los primeros lugares a los que fui fueron las jam sessions. Siempre digo que allí escuchas lo bueno, lo malo, lo feo, lo hermoso y lo no tan hermoso. Puedes observar a los demás y darte cuenta de lo que no quieres hacer, de lo que sí quieres hacer, de lo que es bueno para ti y lo que no.
Creo que la jam session es una experiencia muy íntima, porque no es un show. No estás haciendo un set de 45 a 70 minutos, tomando un respiro y volviendo al escenario. Hay un nivel de comunión allí. Hablas, intercambias historias, das consejos, recibes consejos. Y a veces ni siquiera se trata de la música. A veces hablas de tu familia, de cómo creciste.
Hablar con músicos que realmente encarnan la música, que viven para esto, es algo muy especial. Yo lo llamo un “llamado”, no una “carrera”, porque no sé si muchos músicos podrían sobrevivir sin la música. Es algo que necesitamos tocar, sentir, hacer. En esas conversaciones te llevas cosas que se quedan contigo, cosas que te hacen preguntarte: ¿Cómo puedo ser mejor músico? ¿Cómo puedo hacer esto mejor? ¿Cómo puedo servir mejor a la comunidad musical?

—Este es tu debut en Argentina. ¿Cuáles son tus expectativas para estos conciertos y qué encontraste en los músicos con los que vas a tocar?
—He escuchado a algunos de ellos por Internet, y eso está muy bien, pero no veo la hora de tener ese primer encuentro en persona. Para mí, la música tiene que ver con la química. Así que estoy realmente emocionada por ese primer día en el que nos reunamos y toquemos el primer acorde juntos. Para mí, ahí es donde ocurre la verdadera magia: cuando los músicos se encuentran y mi energía se mezcla con la tuya, y la tuya con la del siguiente, y se genera una sinergia que da lugar a algo hermoso. Eso es lo que más espero.
En cuanto a mis expectativas, estoy estudiando español, aunque aún no lo hablo con fluidez. Pero mis expectativas no son diferentes de las que tengo cuando me subo al escenario en Nueva York, en Estados Unidos o en cualquier parte del mundo. Cuando me paro frente al público, siento que mi misión es conectar. Si no logro esa conexión, entonces no hice bien mi trabajo.
Siempre digo que no necesito que el público me escuche, necesito que el público me sienta. Me doy cuenta de que la mayoría de las personas, cuando van a un concierto, en el fondo no vienen solo a entretenerse, aunque no lo sepan. Vienen en busca de algo más profundo. Vienen a olvidar sus problemas, a encontrar respuestas, vienen por muchas razones. Y cuando subimos al escenario, no sabemos cuáles son esas razones.
Por eso es tan importante canalizar la esencia de la música. Porque si uno es un verdadero canal, la música hará lo que tiene que hacer. Y eso trasciende cualquier barrera del idioma. Esa es mi única expectativa: conectar con cada persona que esté ahí, sin importar cuál sea la razón por la que vino.
Estoy emocionada por ir a Argentina, realmente lo espero con ansias, y también por conectarme con los músicos de allí. Me parece algo hermoso poder viajar y compartir con músicos locales. Mucha gente viaja con su propia banda, y eso está muy bien. Pero creo que hay algo especial en mezclarse con los músicos de cada cultura. Es la mejor manera de disfrutar una experiencia completa. Es como visitar un país nuevo y quedarte todo el día en el hotel: nunca vas a entender realmente lo que ese lugar y su cultura representan hasta que te mezcles con su gente. Hasta que realmente vivas ese lugar.
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