
Adquirir conocimiento es uno de los grandes placeres de leer no ficción, una experiencia que solo se vuelve un poco menos placentera cuando es correctiva. Tras leer dos páginas de Clay: A Human History (“Arcilla: una historia humana”) de Jennifer Lucy Allan, me quedé paralizada. Resulta que los pequeños fragmentos de cerámica rota no son cascos, como siempre había creído; son tiestos. Sabía que los caballos muerden, no mastican, y creía haber aprendido esas lecciones. Pero, una vez más, un libro me recordó que hay infinitas cosas por saber y reaprender, tantas como tiestos hay en el universo.
Los tiestos (“fragmentos ensamblados e inspeccionados”) son un principio rector del entusiasta estudio de Allan sobre todo lo relacionado con la cerámica. Allan escribe que, al igual que su libro, “los tiestos no forman un recipiente completo que contenga la historia humana; en cambio, nos revelan algo sobre cómo creamos, vivimos y morimos, sobre lo esotérico y lo universal; lo íntimo y lo global; lo prosaico y lo profundo”.
La historia humana de la arcilla es tan antigua como cualquier otra historia. Allan escribe sobre la pieza de cerámica más antigua conocida, de 27.000 años de antigüedad, una pequeña figura de mujer. Señala que la arcilla ocupa un lugar destacado en muchos mitos sobre el origen humano (de tierras mesopotámicas, japonesas y chinas; en historias de las tradiciones yoruba, hindú, grecorromana, judeocristiana y musulmana). Presenta algunas teorías de biofísicos y químicos orgánicos —no probadas, pero hermosas de considerar— que sostienen que la arcilla podría haber sido el lugar de los inicios primordiales de los humanos. Y no teme socavar la magia de todo esto con un poco de análisis: la prevalencia de la arcilla en todas estas narrativas, escribe, podría ser simplemente una consecuencia de lo común que es la arcilla en la Tierra.

La prevalencia de la arcilla es uno de los problemas con los que Clay debe lidiar; cada jarrón en un museo, cada teja de arcilla en un tejado, cada maceta improvisada en una clase de arte podría ser una historia potencial para contar. Allan aborda esto explorando la amplitud, la rareza y la versatilidad. Comienza explicando exactamente qué es la arcilla (“tierra atrapada en un ciclo con agua y aire que solo se rompe cuando la entregamos al fuego”). Y a continuación, demuestra una verdadera mirada de curadora para seleccionar ejemplos inusuales e intrigantes. En su capítulo sobre la porcelana, un material conocido por su sonido metálico al chocar, describe a Tomoko Sauvage, una artista sonora japonesa residente en París, que crea música colocando micrófonos en agua dentro de cuencos de porcelana. (El álbum de Sauvage de 2017, Musique Hydromantique, es una experiencia cautivadora y evocadora).
Allan tiene una propensión a idealizar lo cotidiano. Es una cualidad encantadora, aunque su mejor análisis surge cuando cuestiona esa predisposición. Visita un pueblo alfarero llamado Ráquira en Colombia, donde pensó que vería vasijas de estilo tradicional y, en cambio, encuentra una procesión de figuras de Disney y maceteros de Marvel. Pero transforma su decepción en algo más al reinterpretar la tradición alfarera del pueblo como algo más que una técnica; es la capacidad de ganarse la vida con las obras de arcilla.

Allan es una viajera curiosa que siempre tiene que meter la mano en el barro, una tendencia que evidencia su verdadero amor por su tema y todo lo que está hecho de él. También es valiente en su búsqueda de todo lo relacionado con la arcilla, interactuando con ella como si fuera un ser vivo. En uno de los momentos más encantadores del libro, roba arcilla de una obra en construcción al otro lado de la calle, se da cuenta de que explota al cocerse y regresa sigilosamente para devolver los kilos de tierra que había tomado. En otra ocasión, intenta trabajar con porcelana, lo que suena angustiosamente complicado. “Tiene carácter”, escribe, “la porcelana no se lleva bien con todos”. Su estrategia: “No muestres miedo. Le gusta el control; le gusta que estés seguro”. Se da por vencida, pero el lector tiene la sensación de que no le importa fracasar, lo que da lugar a anécdotas propulsivas y reflexiones conmovedoras.
Allan evoca con frecuencia la intimidad de tocar diferentes partes de la Tierra. Desde que empezó a trabajar con arcilla hace casi una década, ha comenzado a reemplazar la vajilla de su casa hecha en serie con sus propios utensilios. No le importa romperla porque sabe que puede reemplazarla: «Esto significa que lo que como es un testimonio vivo de cómo mi estilo está cambiando y mis habilidades están mejorando».

Este libro de urracas es, de igual manera, una colección de textos intrigantes. Allan no nos promete una unidad cohesiva, fluida y contenida, y sus ensayos podrían brillar con más fuerza si se leen con cierto espacio entre ellos. No se pueden usar todas las tazas a la vez: es una auténtica colección, ideal para leer y dejar.
Afortunadamente, posee una gran habilidad para ensamblar e inspeccionar fragmentos memorables. Recopila teorías sobre cómo la arcilla moldeó literalmente nuestra escritura, señalando que la gente probablemente trabajaba con formas de letras que eran más fáciles o elegantes de tallar en tablillas de arcilla. En su viaje a una fábrica de esmaltado, descubre que el fucsia intenso es un color de esmaltado imposible de lograr. Entrevista a un estilista culinario que posee una codiciada colección de vajilla pequeña porque la cámara hace que los platos normales parezcan demasiado grandes. Estos son solo algunos fragmentos fascinantes; hay muchos más dispersos por las páginas de este libro.
Fuente: The Washington Post
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