
En plena Guerra Fría, la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos (CIA, por sus siglas en inglés) desplegó un arma inesperada contra los regímenes comunistas: los libros. Durante 35 años, la CIA financió y organizó el contrabando de literatura prohibida en los países del bloque soviético, con el objetivo de minar la hegemonía ideológica del socialismo. Entre las obras que cruzaron clandestinamente la Cortina de Hierro se encontraban 1984 de George Orwell, ensayos de Hannah Arendt y Albert Camus, y copias del Manchester Guardian Weekly. La operación, que costaba entre dos y cuatro millones de dólares anuales, se convirtió en una de las estrategias de propaganda más efectivas de la época, al punto de ser considerada un factor que contribuyó al colapso de varios regímenes de Europa del Este.

1984
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Charlie English, en su libro The CIA Book Club: The Best-Kept Secret of the Cold War (El Club de Lectura de la CIA: El secreto mejor guardado de la Guerra Fría), reconstruye esta red secreta de distribución literaria y su impacto en la resistencia polaca contra el comunismo. Su investigación detalla cómo los envíos de libros y material de impresión ayudaron a Solidarnosc, el movimiento sindical y opositor que desafió el dominio soviético en Polonia.
Leer los libros, lejos de ser un acto de disidencia intelectual, se convirtieron en herramientas de lucha política. “Después de leer, tu columna vertebral se enderezaba”, dijo Adam Michnik, uno de los líderes del movimiento, quien pasó buena parte de los años 80 en prisión por su activismo.
Un contrabando literario sofisticado

El tráfico de libros impulsado por la CIA adoptó múltiples métodos para burlar los controles comunistas. Los ejemplares eran ocultados en valijas de turistas, lanzados en globos aerostáticos o escondidos en compartimentos secretos de camiones. Incluso un pañal de bebé sirvió para ingresar clandestinamente Archipiélago Gulag, la obra de Aleksandr Solzhenitsyn que denunciaba el sistema de prisiones soviético.
Uno de los episodios más reveladores ocurrió en marzo de 1984, cuando la aduana polaca detuvo un camión que había llegado en un ferry nocturno desde Copenhague hasta el puerto de Świnoujście. Al inspeccionarlo, los oficiales descubrieron que su interior era más pequeño de lo que parecía. Rompieron una pared falsa y encontraron 800 libros, imprentas clandestinas y transmisores de radio. “¡Mierda! ¡Propaganda reaccionaria!”, exclamó uno de los agentes al ver el contenido.

El destinatario de ese cargamento era Solidarnosc, el movimiento que había sido proscrito por el general Wojciech Jaruzelski en 1981. La represión del gobierno polaco no impidió que la organización continuara operando en la clandestinidad, apoyada por una red de editores, periodistas y activistas que se jugaron la vida para mantener viva la circulación de ideas prohibidas.
Solidarnosc y la lucha por la palabra escrita
El editor polaco Mirosław Chojecki, a quien English describe como “el ministro de contrabando de Solidarnosc”, fue una de las figuras clave en la red de distribución de libros. Detenido más de 40 veces por la policía secreta, logró escapar a Francia en 1981, desde donde continuó editando material para el movimiento. Organizó rutas de contrabando desde Estocolmo, París y Turín para abastecer a la oposición polaca con literatura crítica del régimen.
Cuando en 1980 estallaron las huelgas en el astillero Lenin de Gdańsk, las autoridades cortaron las líneas telefónicas para aislar a los trabajadores. Chojecki, desde la clandestinidad, publicó boletines informativos que permitieron coordinar la protesta. El gobierno cedió y reconoció legalmente a Solidarnosc. Sin embargo, la presión de Moscú forzó a Jaruzelski a decretar la ley marcial en diciembre de 1981. Miles de dirigentes opositores fueron encarcelados, pero la red de distribución de libros siguió funcionando.

El rol de las mujeres en la prensa clandestina fue crucial. Helena Łuczywo, periodista y editora, lanzó en 1982 el semanario Mazovia Weekly, una publicación que informaba sobre la represión y la resistencia. Junto a sus colegas, operaba desde casas seguras, usaba documentos falsos y conseguía prensas ocultas para imprimir ejemplares. La seguridad del régimen subestimó el papel de las mujeres en estas actividades, lo que permitió que muchas lograran evitar la persecución.
Un arma cultural eficaz y barata
Comparado con otras iniciativas de la CIA durante la Guerra Fría, el programa de distribución de libros fue notablemente económico. Mientras Estados Unidos gastaba 700 millones de dólares anuales en apoyar a los muyahidines en Afganistán, el costo de esta campaña oscilaba entre los dos y cuatro millones de dólares por año.
Sin embargo, sus resultados fueron significativos: solo en su último año de operación, en 1989, se enviaron 316.020 libros a los países del bloque soviético. En total, se estima que casi 10 millones de ejemplares fueron introducidos en el Este.

El proyecto tenía un nombre en clave: QRHELPFUL. Los registros oficiales de la CIA sobre esta operación aún permanecen clasificados, pero algunas figuras políticas de la época expresaron su respaldo. El expresidente Jimmy Carter y su asesor de seguridad nacional, Zbigniew Brzezinski, de origen polaco, apoyaron el esfuerzo clandestino.
El impacto de la circulación de ideas fue profundo. Los lectores clandestinos de Orwell y Camus comenzaron a cuestionar las narrativas oficiales de sus gobiernos. Los libros no solo informaban, sino que generaban un sentido de pertenencia a una tradición intelectual más amplia, reforzando la idea de que la disidencia no era un acto aislado, sino parte de una lucha global por los derechos humanos y la libertad.
El fin de una era
Para mediados de los años 80, la situación en Europa del Este comenzó a cambiar. A pesar de la represión, Solidarnosc sobrevivió y en 1989 logró negociar elecciones libres en Polonia, lo que marcó el inicio del fin del régimen comunista. Lo que había comenzado como una operación de contrabando literario se convirtió en un factor que contribuyó a la caída de los regímenes de Rumania, Bulgaria, Checoslovaquia y Hungría.
English, en The CIA Book Club, ofrece una visión fascinante de este episodio poco conocido de la Guerra Fría. Sin embargo, deja algunas preguntas sin respuesta. ¿Quién decidió incluir ciertos libros en la lista de títulos a distribuir? ¿Cómo reaccionaban los lectores clandestinos al encontrarse con una novela de Virginia Woolf o un policial de Agatha Christie?
Más allá de estos interrogantes, la historia es clara en un punto: en una época de censura y represión, los libros fueron más que simples objetos de papel y tinta. Fueron armas silenciosas que ayudaron a cambiar el curso de la historia.
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