Marcelo Larraquy recrea en clave de ficción la vida del agente parapolicial Aníbal Gordon

El periodista y escritor reconstruye la transformación de un criminal en pieza clave del aparato represivo de los 70. Este es un fragmento de “Gordon”, una novela que vincula política y delincuencia

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Marcelo Larraquy publica su primera
Marcelo Larraquy publica su primera novela, "Gordon", sobre un siniestro personaje de la historia de la violencia política en la Argentina de los años 70

El escape

Las luces del banco siguen encendidas, los papeles de los escritorios ordenados; el lapicero, los sellos de goma, la almohadilla, el aparato metálico en el que se acomodan las hojas del calendario. Ya está preparada la del día siguiente: 27 de febrero de 1971. Las tres cajas de atención al público están tapadas con pequeñas cortinas de tela, las banquetas de los empleados prolijamente dispuestas, los armarios de madera con las hojas corredizas cerradas.

En la madrugada el banco presenta un aspecto de normalidad, como si todos los elementos indispensables para su funcionamiento quedasen congelados hasta el momento en que Pérez, acompañado por un policía, abre las dos cerraduras del vidrio blindado y da inicio a una nueva jornada. El banco adquiere vida propia.

Todavía no es la hora, aunque Pérez ya está sentado en la butaca de su escritorio, atado de pies y manos, con la boca cruzada por la cinta adhesiva, los ojos que no pueden descansar ni un segundo, y el deseo de que estos tres animales se vayan, esta pesadilla termine y lo dejen en paz a él y al banco. Quiere que le devuelvan a su esposa. Ruega que no hayan tocado a su hija. Que se lleven lo que quieran, las seis bolsas, los tres bolsines, que la bestia cuelgue el teléfono y se vaya, que se escapen, que se lleven todo, que se mueran estos hijos de puta, maldice Pérez en silencio, con la mirada perdida sobre la pared.

Gordon cuelga el teléfono. Tiene un par de guantes de gamuza y como un acto reflejo limpia el aparato. Los de Mendoza están avisados, listo, nos vamos. Acosta tiene algo que decir. Se lo dice a Pérez al oído. Entienda bien, hacemos esto por la Patria, no somos delincuentes, lo hicimos una vez y lo haremos cada vez que la Patria nos lo demande. Pérez no entiende de qué habla, le queda su saliva impregnada en la oreja, qué asco, se siente ultrajado. Por la Patria, repite Acosta mientras se aleja, para dejarlo en claro. ¿Quédice este loco de mierda? Por la Patria, repite Gordon como un mantra, mientras agarra las bolsas. ¿Cuánto habría ahí adentro? No lo saben. Pero es mucho. Vaciaron el tesoro. No dejaron nada. Ni un billete de cortesía perdido en el suelo, ni una propina, nada. Se cargaron hasta el último mango y dejaron todo prolijo, ordenado, como si fueran el personal de limpieza.

El de Mendoza sale a otear a la puerta, mira a Genial, en guardia pasiva adentro del auto, y hace las luces, le da el okey, y el otro camina como un robot, arrastra las dos bolsas y las descarga en el baúl del Polara que es casi tan grande como el estómago de una ballena. Sale Gordon con otras dos y las mete adentro también. Baúl lleno. Acosta trae las últimas bolsas y las apoya sobre el respaldo del asiento de adelante, las apuntala como un poste adentro de la tierra y cubre la salida de Gordon, que saca los tres bolsines, el último sobrante, cierra la puerta, se mete en el auto y buenas noches. Escapan del banco en medio minuto, Genial los sigue. Un rato después pasarála Estanciera con los policías haciendo el rondín, verán todo normal, los locales cerrados, alguno caminando, las luces del banco encendidas, como cada fin de mes, ninguna novedad para reportar.

Los dos autos ganan las afueras de la ciudad como enajenados, al palo, como si se les escapara el avión. Salen fascinados con la que se llevan, echando polvo por la ruta, camino a la Bajada del Collón Curá, doscientos y pico de kilómetros al norte. Hacen saltar las piedras de la tierra, las manos clavadas en el volante como dos estacas, los ojos hipnóticos frente al parabrisas, tratando de aferrar el triángulo de luz que se recorta en la oscuridad. No vuelan, pero van fuerte. Rápido, pero sin matarse. Aprietan el acelerador en el llano, le dan un toque al pedal de freno en las curvas para estabilizar la nave, y meten tercera a fondo con la palanca de cambios del volante.

El Polara es un auto de familias consolidadas, de vidas apacibles, serenas. Llega como un gusto personal (o un premio) que suele darse un industrial o un empleado jerárquico. Es un auto amplio, cómodo, noble, pero es siempre un sedán, no un deportivo. Se lo puede fajar un rato, pero hay que cuidarlo. No estáhabituado a que se lo cague a palos. Además, en la noche, en la ruta, siempre está el fantasma de cruzarse con algún animal que se detiene ante la luz, petrificado, con los ojos así, o el riesgo de enfrentarse con algún loco que se bandea desde la mano contraria, aunque este camino ya está casi en desuso. La otra ruta, la asfaltada, que se inauguró el año pasado, se llevó el tráfico, y por esta tierra solo andan chatas tuertas de baqueanos, o algún pillo que no quiere toparse con un retén, con ningún milico, por lo que puta fuera.

Titular periodístico de la detención
Titular periodístico de la detención de Aníbal Gordon, enero de 1984

Genial solo ve el paisaje que deja Gordon, una nebulosa de polvo que resplandece bajo los efectos de los focos de iodo de su delantera, aunque tiene paño de sobra para dejarlo atrás, si quiere. Tiene más auto, más experiencia de ruta, otra muñeca, pero va regulando, le suelta la cuerda y lo vuelve a amarrar como a un perro; no lo ahoga ni lo deja escapar.

Detrás de Genial se suma el otro auto, el que salió de lo de Gainza. Los de Mendoza dejaron la casa con la amenaza de que nadie se moviera. Hay uno en el jardín que va a doblar en dos al primero que se asome, avisaron. Pero los rehenes ahora están asustados por el presente griego que les quedó, un tipo al que nadie conoce: el sereno. ¿Lo dejaron de señuelo? No lo saben. Solo esperan un milagro en la madrugada, que alguien abra la puerta y los libere. La esposa de Romero, en cambio, acompañada por el tedio de un televisor blanco y negro con la programación fuera de aire, aspira a que su marido la rescate como a una cenicienta. Pérez, atado en su escritorio, imagina que su hija dará la alerta apenas abra un ojo, pero a esa hora su hija duerme como duermen los turistas del hotel, como se duerme en las vacaciones de verano, a pata ancha, mientras los forajidos avanzan casi ciegos en el polvo de la ruta, dejan el desastre atrás, lejos, en la retaguardia. Ganan tiempo. Ya tienen las bolsas, las tienen encima, cargadas, desbordadas de guita, tienen la que fueron a buscar. Pero corren en silencio, incómodos, no pueden festejar ni gritar ¡Nos llevamos la nuestra! Escapan tensos, como si estuvieran en una entrevista de trabajo, haciendo buena letra por culpa del de Mendoza, la crucecita de Genial, su comodín, su robotito, el acompañante silencioso que estásentado como si no estuviera, como si no acabara de afanar un banco.

Acosta quiere hacerlo hablar al jueputa este, tirarle la lengua.

—Sos cana vos, ¿no? —pregunta desde el asiento de atrás.

No es una pregunta, es un pronóstico. Una sentencia de muerte. El de Mendoza ni pestañea. La cosa podría parecer un chiste pesado, si terminara ahí. Pero Acosta vuelve al ataque un minuto más tarde.

—Es cana este, ¿sabías, no? —le informa a Gordon.

Marcelo Larraquy es historiador, escritor
Marcelo Larraquy es historiador, escritor y periodista, premio Konex de los períodos 1997-2007 y 2007-2017

Quiere seguir con el tema. ¿Pero hasta dónde? Es un camino corto, acaba rápido. Podría matarlo de un tiro en la nuca y no pasaría nada. El de Mendoza seguiría sentado, quieto, sin decir nada. Las cosas no se complicarían demasiado. Estacionarían, levantarían el capó, simularían un problema mecánico y se sacarían de encima al moscardón de atrás, terminarían de partirle el labio en el momento que le avisaran de la avería. Ni tendría tiempo de bajarse del auto, Genial. Y sus dos sirvientes que llegarían después, tampoco; apenas se detendrían, pum, pum. Se podría resolver todo con tres tiros en un minuto y los dejarían acostados en la ruta, los cuatro acomodados en fila, como en una exposición, la exposición de la banda de Mendoza, del corredor de la sonrisa inconclusa y sus tres payasitos a cuerda. O dejarían la escena como está, sin alterarla, con los muertos a la vista, tal como fueron presentados, como en un western, para no ensuciarles el trabajo a los peritos forenses. Hay mil películas así, mil historias: roban juntos y se matan cuando escapan; se disuelven con ácido, se entierran en el bosque, se prenden fuego, el espantoso ajuste de cuentas de una banda de malhechores, escribirán los diarios. Esta sería apenas una historia más, ambientada en el sur, en el desierto patagónico. Y después llegarían a la Bajada, saludarían al otro de Mendoza con un tiro (el que tenía pinta da cana) y cargarían las bolsas en el avión, toda para ellos. Y listo. Asunto terminado. A volar.

—Este es cana. A la cana la tengo junada, le saco la ficha de lejos.

No para Acosta. Llega a un punto sin retorno, no hay más margen. O lo mata desde atrás o el de Mendoza, perdido por perdido, mata primero a Gordon y que sea lo que Dios quiera. El tiro del final. Gordon aprieta stop:

—¡Basta! No es cana... —grita, como si la imagen le estallara en la cabeza.

Cargarse a la banda de Mendoza sería regalarse, hacer saltar la pista en tres días. Lo obligaría a desmontar la cobertura de Colón, y él quiere ser un señor de buenos modales en el pueblo, mostrarse con sus hijos, darles educación, que estudien con los curas en la escuela agrícola, comprar un campo, tener un hangar propio, dos, tres aviones, explorar nuevos negocios, chorear lejos, jugar en las ligas mayores del delito. Además, esto estásaliendo bien. No quiere improvisar.

Foto de Aníbal Gordon en
Foto de Aníbal Gordon en el expediente judicial, febrero de 1984

—Dejalo tranquilo, es un buen chico —le ordena.

Le palmea la pierna al de Mendoza. Tranquilo, le dice. El de Mendoza no responde, ni lo mira. Acaricia a un robot, Gordon. ¿Protección o beso de Judas? Acosta no lo sabe.

Después siguen en silencio, un silencio tenso, como el prólogo de una masacre que estalla de repente por un malentendido o un plan determinado, una masacre que los investigadores nunca podrían establecer cómo se inició; soltarían hipótesis imposibles de comprobar. Así escapan, como fieras salvajes a punto de matarse entre sí, que maquinan su plan en la oscuridad de un auto que atraviesa una ruta casi abandonada de la Patagonia. Hasta que un ruido sordo, violento, abajo, sobre la rueda derecha, los desconcierta, los estremece. Como si un tiburón hubiese tirado un tarascón.

El Polara no se desestabiliza, mantiene la adherencia (Gordon apenas siente un cimbronazo en el volante), pero el golpe sigue resonando en sus cabezas como un triste presagio.

El de Mendoza rompe el silencio.

—Pegóen el cárter —apunta.

Es un diagnóstico, también un pésame. El motor del Polara continúa rugiendo como un rey en la selva, pero estáherido de muerte. Un flechazo imperceptible le atravesó el cuerpo, y aunque se mantiene erguido, con su andar elegante, sus

prestaciones intactas, pronto se desplomará. Un aire de tristeza cubre el interior del vehículo. Cambia el clima, ¿cambia la historia? La aguja roja del lubricante se desplaza en forma leve hacia la izquierda, un milímetro o dos: la primera evidencia de la debacle que se avecina. Gordon mira el tablero y continúa acelerando, no dice nada. Fue por el cargoseo de Acosta, piensa. Su pedido oblicuo de una orden lo llevóa imaginar quépodría suceder, cómo sería; por curiosidad, innecesariamente, porque no estaba en sus planes. Se perdió en esa idea. La mente lo fue llevando. La mente es todo. Se distrajo. Fue su culpa.

Arriba, el Polara se mantiene intacto. Abajo estáel drama. El motor despide gotas de aceite que desaparecen en la tierra, gotas cada vez más gruesas que harán pesar su ausencia; provocan la fricción entre los anillos de los pistones, un chillido inaudible pero agudo que los altera. Es la señal que transmite desde el futuro, la que avisa que no habrá salvación, que el animal sucumbirá.

—No debe faltar mucho —dice Acosta, algo apagado, con el tono de voz de una esperanza vana. Quizá sienta culpa también.

—Sí, no falta mucho, una hora, quizá menos, pero no creo que lleguemos —responde Gordon.

Acosta empieza a sospechar que todo es un ardid, que el viejo montóla escena, agarróla piedra a propósito, quiere liquidar al jueputa. Es inteligente, piensa. Aunque no está seguro, se alegra con la idea porque los de Mendoza no le caen bien. La posibilidad de barrerlos lo mantiene atento, con las antenas paradas, a la espera de una señal.

Genial hace luces. Pasa algo raro adelante, la marcha del Polara es discontinua, hasta que finalmente la nave reduce su velocidad crucero y luego de una curva se echa a un costado, se mece sobre la hierba.

—Bajemos —ordena Gordon.

Todo sucede como lo había imaginado.

[Fotos Marcelo Larraquy: Alejandra López]