Samanta Schweblin: “Es todo tan acelerado que una injusticia enciende la rabia y nos despabila”

“Estos cuentos van al corazón de este estado de alarma” dice, desde Alemania, la autora argentina. Está por salir “El buen mal”, un nuevo libro del género que más le gusta

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La escritora argentina Samanta Schweblin
La escritora argentina Samanta Schweblin vuelve al cuento, del que nunca se fue (Alejandra López)

La contratapa del nuevo libro de Samanta Schweblin -que sale en marzo- está tapizada de estrellas. La escritora argentina fue finalista del Premio Booker Internacional dos veces -por sus novelas Distancia de rescate y Kentukis- y ya tiene brillo propio la literatura contemporánea, pero desde esa contratapa la acompañan ahora, la reciben, la miman, nombres como los de las autoras estadounidenses Lorrie Moore y Siri Hustvedt, el del chileno Raúl Zurita, el del español Enrique Vila Matas o el de la también argentina Leila Guerriero.

Entonces, antes de entrar a los cuentos de El buen mal, quien se acerque al libro podrá ver que Lorrie Moore dice que “Nadie escribe como Samanta Schweblin. Sus historias son únicas… maravillosamente impredecibles y cautivadoramente extrañas”. O que Vila Matas cuenta su experiencia: “El asombro nos deja desarmados ante algo que creíamos familiar y que en un instante se nos muestra como absolutamente nuevo”.

Aunque ella diga que nunca lo dejó, que nunca se fue, con El buen mal Samanta Schweblin vuelve al cuento, el género con el que deslumbró con libros como Pájaros en la boca o Siete casas. Su especialidad es caminar por el borde del espanto, asustar con cosas que todavía no pasaron -o tal vez no pasen nunca pero quién te quita lo temido- o seguir contando hechos horribles tranquilamente, hasta que no queda otra que abandonar la indignación -ese sentimiento tan de la época- y pensar todo de nuevo. Por algo El buen mal empieza con una cita de Silvina Ocampo: “Lo raro siempre es más cierto”.

"El buen mal" estará en
"El buen mal" estará en librerías físicas y virtuales en los primeros días de marzo.

El libro trae seis cuentos, nada más que seis cuentos, que te dejan con la sensación de haberte asomado, de poder asomarte, a dolores de fondo, a deseos profundos. No es que te vayas a encontrar todos los días con un personaje como el de la mujer que trató de hundirse en el lago pero salió y ahora tiene que vivir con ese intento y un vecino le recuerda que no puede hacerlo como si nada y la pone a hacer crueldades límite para que la culpa la ate a la vida. Ni que se te aparezca un caballo que ¿es tu hijo muerto? O una mujer que se cae de borracha y de frágil y termina siendo peligrosa para quienes la ayudan. Pero justamente, lo raro siempre es más cierto y en los cuentos se ve un hilito de la verdad.

Para este lanzamiento global, Schweblin -que vive en Alemania- eligió comunicarse con la prensa por escrito. Aquí, las respuestas que brindó a Infobae.

-¿El buen mal es una vuelta al cuento? ¿Cuándo los escribiste?

-Siempre estoy escribiendo cuentos, en mi caso es la novela la que es la excepción. Estas historias en particular las escribí entre finales de 2021 y principios de 2024, entre Berlín, Barcelona y Lago Puelo. Todo empezó con Bienvenida a la comunidad, el cuento que abre el libro, y avancé cuento a cuento casi en el orden en el que terminaron ordenándose, hasta llegar a La mujer de Atlántida, donde me quedé trabada casi más de un año. Es el cuento que trabajo me dio. En un momento estuve incluso a punto de abandonarlo, hasta que al fin encontré el problema que me trababa y logré atraparlo del todo. Recuerdo que me pasó algo parecido con La respiración cavernaria de Siete casas vacías, que también fue el último que escribí de todo el conjunto. Hay algo del último cuento que juega un poco como esa ficha que completa el todo, que carga quizá con demasiadas exigencias. O por ahí es simplemente que me cuesta soltar los manuscritos. Supongo que estas intenciones de los libros perfectos son batallas perdidas que igual luchamos hasta el final.

-Pienso en el libro como un todo y me queda una sensación de desasosiego. Lo que me hace pensar en el primer cuento. Ahí la culpa se propone como un sentimiento para seguir vivos: ¿el malestar o el desasosiego cumplen esa función? En épocas de virtualidad y donde los cuerpos y las emociones parecen alejarse... ¿es preciso el malestar para sentir?

-Bueno, si la culpa se propone como un sentimiento para seguir vivos, habría que pensarse bien a qué costo, es un veneno bastante peligroso. Pero la tenemos tan metida adentro. Creo que hay algo de duermevela en esta manera que tenemos de surfear el presente. Quizá justamente porque es tan brutal, lo sobrevolamos sin detenernos demasiado. Todo es tan rápido, acelerado, virtual, simplificado, que son estas fuerzas las que de pronto nos despabilan. Un malestar que enciende la rabia, un dolor punzante por una injusticia innecesaria, algo ocurre de pronto y nos pone en guardia, nos obliga a detener la vorágine y prestar verdadera atención. Los cuentos de este libro van directo al corazón de este estado de alarma, a qué podríamos ver cuando finalmente nos detendremos a mirar.

“Cada vez veo más peligrosas estas ideas sobre los buenos y los malos, los cuerdos y los locos, hay una idea demasiado radical de esa división que es bastante infantil

-Me parece ver una insistencia en gente aparentemente desvalida o inofensiva que se vuelve peligrosa. Como la señora Pitis o la anciana del geriátrico. ¿Hay alguna advertencia sobre los aparentemente desvalidos?

-No sabemos qué es lo bueno o lo malo.

-Veo otra vez el tema de la maternidad, querer o no querer ser madre, perder un hijo. ¿Te convoca ese tema? ¿Cómo?

-Sigo sintiéndolo como un tema sonando fuerte alrededor, un espacio que todavía necesita pensarse. Y a la vez me pregunto por qué siguen sorprendiéndonos que estos temas estén tan presentes en la literatura contemporánea, cuando lo que es raro es que antes no escribiéramos ni pensáramos más sobre esto en el espacio de la ficción. Si hay algo que todos somos en este mundo, sin excepción, es hijos o hijas de alguien, y quien sea que hayan sido, o se hayan negado a ser nuestros padres, nos ha tocado para siempre y de una manera irreversible.

La escritora Samanta Schweblin, lejos
La escritora Samanta Schweblin, lejos de "casa". (Télam)

-También sobre cuidar, qué es cuidar, cuánta atención precisa, hasta dónde es posible, hasta dónde se vuelve un ejercicio de poder...

-Sí, hay algo en este libro con el cuidado fallido, con ese intentar proteger o rescatar que termina lastimando más, y también a la inversa, esos otros que quizá no tienen la intención de ayudar, a veces incluso llegan con malas intenciones, pero hay algo en ese intercambio que de todas formas funciona a favor. Quizá por el mundo que estamos viviendo estos días, cada vez veo más peligrosas estas ideas sobre los buenos y los malos, los cuerdos y los locos, los que construyen y los que destruyen. Hay una idea demasiado radical de esa división que es bastante infantil y reduccionista.

-William en la ventana es un hermoso cuento sobre el amor. Y, a la vez, muestra el miedo a perder al otro y, un poco, cierta “normalidad artificial” de los congresos y residencias de escritores. Algo como “me estoy entreteniendo con esto que es un simulacro de vida mientras te morís lejos”. ¿El amor es miedo también?

-Reconozco absolutamente todo esto que decís sobre el cuento, me refiero a mi parte personal. Casi me impresiona a veces cuánto de lo personal, que yo creo bien escondidito en la ficción, queda a la vista para algunos lectores. Por supuesto que vivir en Alemania, sobre todo en este momento, no es habitar un espacio ideal, pero hay mucho de la culpa, de mi propio sentimiento de culpa, que habita abiertamente este espacio que sigue siendo un poco de “residencias y congresos de escritura”. Mi familia vive en Chubut. Dos meses al año el chat común se trata solo de a cuántos kilómetros ya está el fuego de sus casas y a cuántas familias ayudaron a evacuar esa semana. Literal. Fuegos que se provocan adrede para emprendimientos inmobiliarios, amparados por gobiernos que se ocupan, adrede también, de que los brigadistas no cuenten ni con una manguera en buen estado. En Buenos Aires, mis amigos más cercanos pasaron de tener un trabajo a tener cuatro para pagar más o menos el mismo alquiler, si es que aún tienen trabajo. Algunos, muy talentosos, ya no escriben, ya no hay tiempo para escribir. Trato de estar lo más presente que puedo, pero la realidad es que vivo a doce mil kilómetros de casa. Así lo siento, “casa”, sigue quedando en Argentina, y yo vivo en la otra punta del mundo, con mi mirada siempre hacia allá. Es un estado de disociación que a veces me enferma y a veces me salva. Es como si ese gato de William en la ventana viniera por mí varias veces al día y se sentara en silencio cerca solo para decirme “tranquila, estás y no estás, como todo el mundo”. Pero qué saben los fantasmas.

“Casa”, sigue quedando en Argentina, y yo vivo en la otra punta del mundo, con mi mirada siempre hacia allá.

-Imposible no pensar en aquella frase que se atribuye a Hobbes... “La única pasión de mi vida ha sido el miedo?” ¿Sigue siendo el miedo la pasión contemporánea? ¿Tenés miedo? ¿Escribir da miedo? ¿Y felicidad?

-El miedo es un poco como la fiebre, se supone que está ahí para salvarnos, una alarma que se enciende y pone al cuerpo en guardia. Pero un cuerpo confundido también podría morir de fiebre. Tengo la sensación de que a veces, sobre todo pensando en este mundo tan radical que estamos intentando surfear, cuanto más asustados estamos más nos confundimos y más mordemos sin que hubiera necesidad. Parece que el miedo, en lugar de despabilarnos, nos sumiera en un estado en el que sentimos todavía más miedo. Me gustaría entender un poco más cómo funciona, qué hace en mi cuerpo, cómo condiciona mis decisiones y mis ideas sobre las cosas. La escritura me parece un espacio ideal para hacerme estas preguntas y testear cómo podría contestarlas. Ensayar una y otra vez cómo escapar, y cuánto dolería, dónde exactamente, y con quién, y para qué.

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