Jorge Fernández Díaz es el primer argentino de una familia de asturianos que llega hasta la Edad Media. Sus padres llegaron jóvenes, masticando aire y desconcierto, y se conocieron acá, en un baile, en los salones del Cangas de Narcea. Creció en una casa del “Palermo pobre” donde se hablaba bable, el lenguaje asturiano. “Yo pertenezco esencialmente a la comunidad española que emigró a la Argentina. Una comunidad que España tiene bastante olvidada. Esa otra España que se formó en la Argentina, en el patio trasero, que llegó a ser multitudinaria, hoy está un poco olvidada y en vías de extinción. La mayoría de los inmigrantes españoles se fueron muriendo”, dice desde Madrid.
Lo primero que hace Fernández Díaz cuando atiende el teléfono es decir el nombre de su interlocutor. Amistoso, expeditivo, pregunta si el grabador está encendido —no la ve del otro del mundo; confía— y dice: “Empecemos”. Lleva ya varias entrevistas a cuestas y le quedan muchísimas más. “Empezó la campaña”, bromea. ¿Cómo hace para no repetirse, para no volverse un holograma, un gif, una fotocopia de sí mismo? Acaba de ganar el Premio Nadal de España. Envió un libro con seudónimo con una historia singular, la de su padre, Marcial Fernández Díaz, y partir de él, la de su familia. Se titula El secreto de Marcial. Hay crónica, hay historia, hay autobiografía, hay enigma. Hoy llega a las librerías.
En Madrid hace mucho frío: según Google, trece grados a la tarde, seis a la noche, uno a la madrugada. En las fotos se lo ve abrigado: sobretodo, bufanda, sombrero. Así recibió el Nadal a principios de enero. “Fue impresionante. Mirá que tengo 64 años, he vivido muchos momentos, y nunca sentí que todo el sistema de medios se te tiraba encima: los canales de noticias paraban la programación para dar esta noticia con movileros”. Desde entonces se produjo una repentina ola de premios españoles a autores argentinos: Leila Guerriero, Tamara Tenenbaum, Guillermo Saccomanno. “No creo que haya nada en especial. Participé muchas veces de jurados; es más una casualidad que otra cosa”, minimiza.
En paralelo a su carrera como periodista construyó un camino de literatura. La primera novela, Alguien quiere ver muerto a Emilio Malbrán, es de 1987; la última, Cora, del año pasado. Y hay un libro que está íntimamente ligado a este: Mamá, una historia íntima, del año 2002. Lo escribió luego de cincuenta horas de entrevistas con su madre. “Esta historia empezó justamente hace unos diez años, cuando mi madre murió de Alzheimer. Tuve una muerte muy penosa, muy dolorosa. Que yo no cuento Mamá, pero sí cuento en El secreto de Marcial detenidamente. Yo con mi madre saldé todo lo todas las cuentas que tenía. Pero con mi padre no: era apenas un capítulo de ese libro”, cuenta.
“Mi mamá era esa matriarca enorme, omnipotente, omnipresente. De alguna manera el hecho de que mi padre haya sido un capítulo marca que el gran personaje que era mi madre y que fue un poco eclipsando y desplazando a mi padre, que aceptó ser desplazado y vivir una vida un poco al margen nuestra. Con lo cual mi padre se convirtió en un verdadero enigma para nosotros, para nuestra familia. ¿Quién era verdaderamente? Y con él no terminé de saldar las cosas porque el fantasma literario de mi padre me persiguió durante todos estos años. Como si mi padre necesitara ser escrito de alguna manera. Aunque yo te confieso que no sabía cómo escribirlo. No sabía por dónde empezar”, sostiene.
En El secreto de Marcial, Fernández atraviesa la incerteza del procedimiento: “La ficción no suele conseguir ese soplo errático y profundo de los hechos ciertos relatados sin guion ni pudor ni maquillaje, con esas necesarias imperfecciones que logra únicamente la reproducción cruda de la honda y caótica realidad”. Ahora, del otro lado del teléfono, dice: “La mayoría de los testigos de su vida habían muerto y ya no podía entrevistarlo más largamente que lo que había hecho para Mamá. Era muy difícil con las armas del periodismo narrativo de la memoria documentada. Lo que tenía que hacer era una novela que no fuera la historia de mi padre, sino la relación de un padre que no podía comunicarse con su hijo”.
Al recibir el Premio Nadal, Fernández Días recibió muchos mensajes: amigos, escritores, periodistas, editores y lectores lo felicitaron con énfasis. Y en esa marea de algarabía se repetía una idea, una duda, un problema: “Yo tampoco supe bien quién era mi padre”. Madre hay una sola, pero cada padre es un enigma”, afirma el autor. “Y es un enigma, sobre todo, de esas generaciones de padres que no venían equipados con la emocionalidad necesaria como para poder hablar cara a cara con sus hijos. Eso me pasó a mí muy claramente con Marcial, y descubrí que una de las maneras de indagarlo era con lo único que Marcial y yo compartíamos: las películas que veíamos en el viejo televisor”.
En el colegio León XIII, a Jorge Fernández Díaz le hacían bullying. Cuando un maestro salesiano le dijo a su madre que tres alumnos solían golpear a su hijo, volvió a su casa preocupada. Al llegar el sábado, vieron una de sus películas favoritas en el televisor en blanco y negro de la casa: Qué verde era mi valle, de 1941, donde un niño volvía a su casa golpeado y sus hermanos le enseñaban a boxear. “Marcial y Carmina cruzaron una discreta mirada. Más tarde, en la cocina, oí que murmuraban algo inquietante: a tres calles había una academia de yudo. Mi padre me compró un kimono. Nunca más tuve problemas en la escuela, ni en ningún otro sitio: John Ford había salvado mi vida”, se lee en el libro.
“No solo somos lo que comemos, somos también lo que vimos cuando éramos chicos con nuestros padres”, dice Fernández Díaz. Su padre era mozo —camarero, como dicen en España— y encontraba en el cine un oasis. “Veíamos cine Superacción y Hollywood en castellano. En ese momento no entendíamos quiénes eran los directores: Hitchcock, John Ford, William Wyler, Stevens. Es el cine de oro de Hollywood. Lo que él no podía decirme lo tercerizaba con las películas. Una manera de educación sentimental. Yo aprendí lo que era la infidelidad viendo películas. Entendí lo que era la amistad viendo El jardín del diablo de Gary Cooper”. Para hacer este libro volvió a verlas; eran casi 200.
A los 19 años, Fernández Díaz estaba, en sus propias palabras, “ebrio de patriotismo”: quería presentarse como voluntario para ir a pelear a Malvinas. El padre lo cita en el café donde trabajaba y le dice: “¿Te acuerdas aquella película que vimos de aquellos soldados que volvían de la guerra y uno de ellos había perdido los brazos y le pusieron dos ganchos?” Era Los mejores años de nuestra vida, de 1946, dirigida por William Wyler. “Efectivamente trabaja un mutilado de guerra haciendo de sí mismo. No podía decirme: ‘No vayas a la guerra’. Pero me lo había dicho indirectamente. Todas esas cuestiones que ocurrían entre las películas y la realidad, a veces con malentendidos, fueron formando este libro”.
Uno de los temas centrales de la novela es la inmigración. Los españoles llegan, escribe Fernández Díaz, a “la isla feliz de los desterrados”: “existencias anónimas pero apasionantes que se tragó el olvido”. Pero, ¿qué diferencias hay con los desesperados que migran a Europa desde África, a Estados Unidos desde México y América Central? ¿Cómo se trató la inmigración en esa época y cómo se aborda en esta? “Aquí en España me han preguntado muchas veces sobre el tema de la inmigración, que es una preocupación enorme. También en Estados Unidos, como vemos. Yo creo que los argentinos no le pueden enseñar nada a nadie. Nosotros somos un ejemplo de decadencia increíble, sin embargo...”
“Sin embargo —continúa—, en el tema de inmigración sí podríamos enseñar alguna cosa. Porque Argentina fue el país de la inmigración: italianos, españoles, polacos, sirios libaneses, la comunidad judía... han venido de todas partes y han construido la Argentina. Hay que reconocer que, nos gusten o no, los gobiernos del siglo XX y parte del XIX trataron a la inmigración de una manera racional y programática, no como los populismos de izquierda y derecha en Europa y en Estados Unidos que intentan sentimentalizar. A mi madre y a mi padre les pidieron una carta de recepción, había un riguroso escaneo de antecedentes penales, tenías que estar muy bien de salud porque venías a trabajar...”
“No era tan fácil emigrar a la Argentina”, dice Fernández Díaz. “Pero realmente se hizo bien eso: la Argentina del siglo XX integró a los inmigrantes de una manera tal que creó una gran fuerza laboral y luego creó una gran clase media. El problema de esos emigrantes es que fueron a la tierra prometida y de pronto la tierra prometida se convirtió en una tierra venenosa llena de pantanos con arenas movedizas que se los tragaban. La Argentina dejó de ser un país pujante y de adopción para arrojarles por la cabeza las siete plagas argentinas: las depresiones económicas, la inflación, la violencia, las dictaduras, las guerras... la decadencia en general”, concluye el ganador del Premio Nadal.