No lo pudo decir de manera más bella Martín Caparrós: “No saber de qué vas a morirte se traduce fácil por no saber que vas a morirte. Saberlo es la jauría”. Lo dijo en noviembre en una entrevista por la salida de su libro Antes que nada. Que es una autobiografía y es, también -no sólo pero también- una crónica de la enfermedad que seguramente lo llevará a la muerte. Por esos días, también, el escritor había hecho público que tiene esclerosis lateral amiotrófica, ELA. Algo que algún médico le describió como un “envejecimiento acelerado”.
Antes que nada
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Entonces, repaso: frente a ese “envejecimiento acelerado”, Caparrós piensa su vida y piensa su enfermedad y dice que ahora, que sabe -no hay certezas- de qué va a morir, no le quedó otra que reconocer que va a morir. Como todos, pero sin poder mirar hacia otro lado.
Ese cuándo, cuándo, cuándo voy a morir es lo que tortura a Bruna Husky, la replicante que creó la española Rosa Montero y que, se sabe, es su alter ego. Bruna “nació” sabiendo que iba a vivir 10 años, como todos los replicantes de los Estados Unidos de la Tierra. Durante los tres primeros libros de la saga -Lágrimas en la lluvia, El peso del corazón y Los tiempos del odio- Bruna es una fuerte y esbelta replicante de combate -una máquina de matar, si hace falta- que no puede dejar de contar cuántos días le faltan. El tic tac de la bomba que va a estallar, sonando todo el tiempo.
Bruna ha sido diseñada para ser igual -perfecta, precisa, fuerte, lúcida, una máquina- hasta el día en que el TTT (tumor total tecno) la liquide. Pero Rosa Montero le dio otra vuelta a la cosa en la cuarta entrega -Animales difíciles- que acaba de salir en algunos países y está llegando en otros. Cuando le quedaban pocos años, la hizo asesinar, la cambió de cuerpo y le dio una vida más. Pero, ah, ese otro cuerpo que le consiguió no es el de una poderosa “rep de combate” sino el de una “rep de cálculo”, mucho más chiquita y frágil. La Bruna temible había pasado a ser una Bruna mucho más indefensa, por lo menos ante la brutalidad física.
Es decir, lo que Montero le consiguió a Bruna es una vejez. “Ese cuerpo decepcionante, ligero y diminuto. Antes ella era una pantera y ahora era una ardilla”, dice la voz narradora. Y también: “Nunca había experimentado antes algo así: la fragilidad física. Sí la emocional, la sentimental. Pero ¿la física? (...) Odiaba ese cuerpo ajeno y débil en el que se sentía secuestrada”.
Sin embargo, además de fragilidad la rep de cálculo tiene un cerebro poderoso. Entonces no corre tanto, no pega fuerte, pero sabe cosas que ni sabe que sabe. Y como las sabe puede resolver en segundos cuestiones que a la de combate -la joven- se le hubieran complicado.
Claro, una rep de combate no lo sabe pero los humanos que rondamos los 60 años conocemos eso que alguien llamó “la traición del cuerpo”. Esa que se trepaba a la mesada y bajaba de un salto y que era yo ¿qué tiene que ver con esta que acomoda prudentemente el banquito, pide que le sostengan una mano, baja con suavidad tanteando la superficie con el pie? Esa que corría escaleras abajo ¿es la misma que agarra fuerte la baranda no sea que la rodilla ceda... como la otra vez?
Pero si la rep nació con la cuenta regresiva de sus días incorporada, nosotros precisamos esas señales para ver que la muerte está acá nomás. Hace unos días me encontré, por primera vez, haciendo esa cuenta: ¿treinta años me quedan? Improbable. ¿Veinte? Tal vez. ¿Negociamos quince?
Yo fui una rep de combate -una rep de combate bajita- y un día el cáncer me avisó que era mortal, pero la ciencia me dio una vida más y en esa vida soy más frágil. No de golpe, como Bruna, sino mes a mes, como los humanos.
Se trata de muchas cosas Animales invisibles pero creo que en lo existencial -lo que hace a Bruna, lo que hace a Rosa, lo que hace a todos los lectores- se trata de esto. Cómo reconocemos que vamos a morir, cómo lidiamos con la fragilidad.
Tu tormento
Y, finalmente, me crucé en estos días con Cuál es tu tormento, la hermosa novela de Sigrid Nunez en la que se basa La habitación de al lado, la última película de Pedro Almodóvar.
El título de la novela viene de una frase de Simone Veil con la que abre el libro: “La plenitud del amor al prójimo estriba simplemente en ser capaz de preguntar: ‘¿Cuál es tu tormento?’”. Y la novela va a recorrer tormentos varios aunque se centre en el que a esta altura todo el mundo conoce: una mujer llama a una amiga para que la acompañe porque se está muriendo.
Cuál es tu tormento
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Se está muriendo de cáncer, se va a morir y tiene que tomar algunas decisiones para las que es mejor tener a alguien querido cerca. Para eso la llama, sin piedad. Y la amiga va. Es a través de ella, de la amiga, que nos acercamos a esa escalofriante lucidez que da la cercanía con la muerte.
“Nunca debí haber sucumbido a las falsas esperanzas. Nunca podré perdonármelo”, dice la enferma en un momento. Por esas esperanzas se sometió a tratamientos dolorosos que tenían pocas posibilidades de resultar. Quedó débil, sin ganas de comer, la pasó mal. Ella sabía que sería así y por eso primero dijo que no, pero el corazón, bueno, el corazón quiere seguir latiendo. “Mi primer impulso era correcto, dijo. Debería haberlo seguido. No debería haberme sometido jamás a toda esa tortura, los vómitos, la diarrea, el cansancio –horrible, horrible–, y al final...”
No se trata -como enseñó en sus últimos meses la poeta chilena Malú Urriola- de desechar tratamientos por estoicismo o por hippismo. Se trata -eso decía ella, también enferma de cáncer- de haber entendido que no había cura y tomar una decisión crudamente racional. Cuando las entrañas tiran para el otro lado.
“Estoy intentando no dejarme llevar por el pánico” -dice la mujer enferma de Cuál es tu tormento- “Estoy tratando de mantenerme en mis cabales. No quiero salir pataleando y gritando. ¡Ay no, yo no! ¡Yo no! Despotricando con rabia, hundiéndome en la autocompasión. ¿Quién quiere morir así? Medio demente y con miedo”.
Y, sobre todo, la proximidad de la muerte no parece admitir la hipocresía, la mermelada, los voladitos para adornar una realidad horrible. Los que te dicen que si hacés esto o aquello, si “pensás positivo”, si creés tal o cual cuento, entonces te va a ir bien. En la novela de Nunez hay un grupo de contención en el que una enferma cuenta que su marido se ha puesto más cariñoso, amable, solícito, desde que se supo que el mal de ella no tenía remedio. Que hacía mil años se llevaban mal y que, bueno, él sabe que falta poco para el alivio. Y que cuando ella se dio cuenta... bueno, decidió que así, de buen humor y buenas maneras, era un buen cuidador.
Algunos se espantan con el relato. Le dicen que piensa mal, que no ven el amor. La enferma aplaude a la mujer: “Había contemplado la verdad y no se había encogido ante ella. Había contado lo inenarrable. Había dado nombres. Y aquí estaba toda esa gente haciéndole luz de gas. No estaban siendo sinceros, ni con ella ni con ellos mismos. Como no podían aceptar la verdad, tuvieron que enterrarla bajo toneladas de sandeces”.
Toneladas de sandeces, por favor, estar contándole las pestañas a la muerte y tener que escuchar tonterías. Dice el personaje de Nunez: “Siempre los mismos vanos consejos, los mismos lugares comunes acerca del poder del pensamiento positivo y de los milagros que sucedían y de no rendirse y dejar que el cáncer ganara”.
A ella, que estaba enferma, esto “lo único que eso hizo fue recordarle lo difícil que era para la gente aceptar la realidad” Es decir: “Nuestra abrumadora necesidad o de esconder la cabeza en la arena”.
Biografía de mi cáncer
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¿Podemos hablar de la muerte, concebir nuestra nada? En 1975 el historiador francés Philippe Aries publicaba La muerte en Occidente, un libro en el que daba cuenta de cómo había cambiado la actitud tradicional frente a la muerte había cambiado. Cómo había dejado de ser algo familiar, que ocurría en casa, presente, para volverse algo técnico, hospitalario y tabú.
Una emoción, decía, demasiado fea. Había que evitar “la mera irrupción de la muerte en plena felicidad de la vida, puesto que ya se admite que la vida es siempre dichosa, o debe siempre parecerlo”.
Porque no saber de qué vas a morirte es parecido a ignorar que vas a morirte. Saberlo, eso dice Caparrós, es la jauría.