El narcotráfico y el contrabando en la frontera norte de Argentina fueron históricamente un desafío para las autoridades. Regiones como Salvador Mazza y Aguas Blancas, en Salta, funcionaron durante décadas como puntos estratégicos para el comercio ilegal y el paso de droga proveniente de Bolivia.
Fronteras
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Ahora, el Gobierno Nacional, encabezado por la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, anunció la construcción de un alambrado perimetral de 200 metros en Aguas Blancas, como parte del Plan Güemes, con el objetivo de “taponar la zona” y restringir los cruces ilegales. La medida generó tanto apoyos como críticas, incluyendo un pronunciamiento del Gobierno boliviano, que advirtió sobre los riesgos de tomar decisiones unilaterales en una región históricamente marcada por la integración y el comercio informal.
Este entramado se reconstruyó en el libro ―que se puede descargar la versión digital gratis desde Bajalibros―, documental y podcast Fronteras, de la periodista Lucía Salinas, donde se describe la vida cotidiana en esa frontera difusa, atravesada por redes criminales, pasos clandestinos y asesinatos vinculados al tráfico de estupefacientes. El comunicado de la implementación del Plan Güemes, define el cruce fronterizo en Aguas Blancas y Orán como “tierra de nadie: narcotráfico, sicariato, muertes y descontrol”. Salinas caminó el terreno y
En Fronteras, Salinas muestra que la frontera entre Salta y Bolivia no es solo un punto de paso, sino un ecosistema en sí mismo, donde la falta de control estatal permitió la consolidación de redes criminales que se adaptan a cada cambio de estrategia de las autoridades. Ahora, con la construcción del alambrado en Aguas Blancas, el Gobierno busca cambiar las reglas del juego. Pero, ¿será suficiente para desmantelar un sistema que lleva décadas operando en la sombra?
Las historias que se construyen en ese territorio de países separados por pocos pasos no conocen de divisiones, son cotidianas, familiares y, a la vez, alarmantes.
Una frontera en disputa: entre la seguridad y la vida cotidiana
Salvador Mazza es una de las ciudades más conflictivas del norte argentino. Situada en la frontera con Bolivia, convive con Pocitos, su ciudad espejo del otro lado del límite. En la práctica, ambas funcionan como una sola: el comercio, el transporte y el tránsito de personas se dan de manera constante y sin restricciones claras.
Desde primeras horas de la mañana, camiones, galpones y pequeños comercios empiezan a moverse en Salvador Mazza. No importa si es lunes o domingo, si es feriado o día laborable. Mercadería de todo tipo —ropa, electrodomésticos, alimentos— cruza de un país a otro en un circuito informal que fue la base económica de la región durante años. Hay autos cargados hasta el techo, camionetas que apenas pueden avanzar con su peso y carros improvisados que zigzaguean entre los peatones, trasladando todo tipo de bienes de un país al otro. En las calles, cajas apiladas, regateo de precios y bullicio marcan el ritmo cotidiano de un pueblo que se sostiene en la frontera como forma de vida.
¿Y la frontera? Una formalidad. En la práctica, Argentina y Bolivia se superponen, en un territorio donde el comercio informal marca el pulso de la vida cotidiana. Fronteras describe esta realidad en detalle. El arroyo Pocitos, que en teoría debería marcar una frontera natural entre Argentina y Bolivia, es una grieta seca en la tierra, un surco que no detiene el paso de quienes transitan a diario entre Salvador Mazza y Yacuiba. Un simple alambrado improvisado intenta dibujar un límite en uno de los 78 pasos clandestinos que cruzan la frontera, pero en la práctica, esa barrera es apenas simbólica.
El dinero cambia de manos rápido, las bolsas negras repletas de productos pasan de un lado a otro, los billetes se cuentan en fajos. No hay precios fijos: todo es cuestión de regateo, de contactos, de saber moverse. El contrabando es la base de la economía local, pero aquí nadie lo llama contrabando, sino simplemente trabajo.
¿Cómo trazar una separación clara cuando todo ocurre a pocos pasos de distancia? La pregunta podría repetirse indefinidamente, pero en Salvador Mazza simplemente no tiene respuesta. En esta ciudad fronteriza, el concepto de división es una cuestión ajena, un dilema que nunca formó parte de la vida cotidiana de sus habitantes.
Desde sus inicios, esta región ha sido un territorio de límites difusos. Para los habitantes locales, el ir y venir entre un país y otro es parte de la rutina, un hábito que no requiere permisos ni trámites. El paso fronterizo oficial opera las 24 horas, pero la realidad es que la mayoría prefiere usar rutas alternativas, senderos no habilitados que han sido asimilados por el paisaje y que funcionan con la misma naturalidad que cualquier calle del pueblo.
Aquí, la frontera se cruza por el patio de una casa. Algunos vecinos abrieron sus terrenos para facilitar el tránsito, cobrando una tarifa mínima —cincuenta pesos— por señalar con la mano el camino correcto. La ruta es sencilla: una quebrada estrecha conduce a la huella seca del río Pocitos, que ya no existe, pero cuya marca en la tierra separa lo que, en teoría, son dos países distintos.
Pero no hay dos países en la percepción de quienes viven aquí. Salvador Mazza y Pocitos boliviana no son ciudades separadas, sino una extensión una de la otra. En palabras de sus propios habitantes, “vivimos pegados a Yacuiba”, en una convivencia sin restricciones visibles. La frontera es apenas una formalidad burocrática, un límite que la vida diaria desafía a cada instante.
El “Patrón del Norte”: el dueño invisible de la frontera
En Salvador Mazza, la frontera no solo separa países, también dibuja territorios de poder. Durante años, mientras la Gendarmería patrullaba los caminos oficiales, otros senderos, más ocultos, pero igual de transitados, pertenecían a una sola persona: Delfín Castedo, conocido como el “Patrón del Norte”.
Su influencia se extendió más allá del tráfico de drogas; su control sobre la tierra, los caminos y las personas convirtió a la frontera en un territorio sin ley, donde él decidía quién podía pasar, quién podía comerciar y quién se atrevía a desafiarlo.
Fronteras reconstruye el imperio criminal que Castedo edificó en el norte argentino. No peleaba por el aire, sino por la tierra, porque allí estaba el verdadero poder. Con dinero proveniente del tráfico de cocaína, compró grandes extensiones de campo en la frontera, diseñando un pasillo seguro para el ingreso de droga desde Bolivia. Adquirió terrenos estratégicos y cerró caminos rurales, impidiendo que los vecinos pudieran transitar por áreas clave que él necesitaba para su operación.
Desde esos campos, la cocaína ingresaba oculta en vehículos y paquetes de distintos tamaños, siempre dentro de su propiedad privada. Durante años, nadie controló este circuito, que funcionaba con absoluta impunidad. Según documenta Salinas, las cargas entraban desde Bolivia, pasaban por sus tierras y, gracias a la corrupción, cruzaban los retenes sin inconvenientes.
Sin embargo, no bastaba con el dinero y el control territorial: para sostener su imperio, Castedo impuso el miedo. Cuando Liliana “La Negra” Ledesma, una comerciante de Salvador Mazza, lo denunció públicamente, su destino quedó sellado. En 2006, la asesinaron brutalmente en una pasarela de la ciudad.
La justicia tardó años en desmantelar la red de Castedo. En 2022, finalmente fue condenado por narcotráfico y otros delitos, pero su historia dejó en claro que, durante mucho tiempo, el verdadero poder en la frontera no estaba en las fuerzas de seguridad ni en las autoridades, sino en los capos que manejaban el negocio desde las sombras.
[Fotos: Lihueel Althabe]