Mi perro Wilson murió hace unos meses, después de más de once años de habitar un espacio enorme en mi vida y en la vida de mi familia. Enorme por su tamaño (era un golden dorado robusto, pura energía majestuosa) y también por la fuerza del amor que creció entre él y nosotros.
Una noche enfermó gravemente —creemos que fue una noche— y murió dos días después, dando cierre a un ciclo vital en el que siempre entregó belleza y felicidad. Podría decir que pasó por nuestras vidas en amorosas puntas de pie, pese a sus dimensiones. Podría decir que fue elegante y sobrio incluso para morir.
Aún desvío la vista hacia la puerta de la cocina cada vez que cae comida al piso. O cuando abro la heladera. O si estoy picando algo en la tabla. Lo busco cuando vuelvo de la calle. Lo sigo esperando. No importa el tiempo que haya pasado desde su muerte, el dolor revive siempre que alguien entra a casa y pregunta por él o ante el comentario de algún vecino o amigo al pasar. Alguien que me conoce, digo, que nos conoce.
Que lo conocía.
Wilson llegó a casa cuando mis hijos comenzaban a convertirse en adolescentes y no hay forma de saber quién de nosotros lo quiso más o a quién quería más él: la competencia es inútil. Lo amábamos de manera incondicional y, en respuesta a eso, lo suyo era pura ofrenda. O tal vez fue al revés, y fueron su lealtad y su compañerismo insobornable lo que encendió ese amor que hoy nos tiene como almas en pena. Cómo saberlo.
Fue un miembro más de la familia. Su presencia y su ausencia no se diferencian de las de un humano para quienes lo sobrevivimos.
Me gusta saber que llegó conmigo. Lo traje horas antes de una Nochebuena, después de vencer un temor prehistórico y que pensaba definitivo. Mi hermana y yo habíamos crecido con miedo a los perros, un miedo heredado de mi madre, que vivía aterrorizada por ellos, aunque nunca conseguimos que nos explicara el origen de su pánico.
Por qué cambié de opinión
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Mi hermana consiguió aplastar su miedo antes que yo; incluso convivió con un perro callejero que la acompañó durante unos años, cuando vivía en la Patagonia. Por mi parte, como toda fobia, mi miedo era irracional y vivía avergonzada porque, cada vez que iba a una casa en la que había perro, me veía en la obligación de solicitar de todas las maneras posibles que lo alejaran del lugar en el que me encontraba, más allá de su tamaño, raza o carácter. Había aprendido a ser delicada con el pedido, a endulzar las palabras, a buscar empatía en aquellos que, seguramente, no entendían mi espanto. Me sentía mal por no poder superar lo que a cierta altura ya era un trauma.
Una vez fingí adaptarme —me engañé a mí misma, sobre todo— y tuve durante un tiempo una perrita que, me avergüenza confesar, traje a mi casa como prueba de amor para mi amor, fan absoluto de los perros. No hubo caso: el miedo no se fue ni aprendí a quererla de verdad, como se quiere cuando advertís que tu vida no sería la misma sin el otro y que su presencia te enriquece y te potencia.
No me daba lo mismo, siempre supe que me perdía algo; el tiempo pasaba y era una frustración enorme. Percibía de qué manera quienes quieren a los perros disfrutaban de esa compañía y esa convivencia, era consciente de que me veía privada de una experiencia clave, pero no era algo que pudiera dominar con las herramientas habituales. No era voluntad lo que faltaba, no había manera de insistirle a la razón. La fobia no entiende de razones.
Por momentos pienso que lo que me llevó a cambiar y a superar el terror fue una necesidad interna. Que fue el crecimiento de mis hijos, como final irreversible de una etapa, lo que me impulsó a ir en busca de un cachorro. Tal vez suena algo ingenuo y hasta de manual de autoayuda, pero la independencia en progreso de los chicos no solo me dejó sin rutinas, también había liberado un espacio por cubrir para mi ansiedad sobreprotectora y para el arsenal de cariño y mimos que comenzaba a derramarse en la nada.
Soy de las que hablan para que no se note el silencio; fui de las que se buscó un perro para que no quedara en evidencia la soledad materna, ese vacío que se produce cuando se termina el ir y venir de los cuidados extremos; cuando los chicos se manejan solos y ya no tenés que ocuparte y, además, empezás a convertirte en un plomazo. Molestás.
Elizabeth von Arnim (1866-1941) fue una escritora nacida en Australia y educada en Gran Bretaña, muy leída en su tiempo. Era prima de Katherine Mansfield y se asomó a la vida aristocrática junto a su primer marido, el conde Von Arnim, de quien tomó el apellido y con quien tuvo cuatro hijas y un hijo. Su relación con el noble fue mediocre, aunque le sirvió para confirmar cuánto amaba la buena vida, el lujo y los placeres.
Muerto su marido, tuvo más matrimonios y varios amantes. Todo indica que la frustración en el amor no fue tan traumática o bien que la infelicidad amorosa le dejó espacio para la escritura: fue autora de más de veinte libros.
Tenía 70 años cuando escribió sus originales y divertidas memorias, en las que decidió contar su vida a partir de los perros que la habían acompañado a lo largo del tiempo.
El libro se llama Todos los perros de mi vida y arranca así:
“Para empezar, les diré que aun apreciando mucho a mis padres, mis maridos, mis hijos, mis amantes y mis amigos, ninguno de ellos es capaz de ofrecer el amor de un perro. Como yo también he sido madre, hija, esposa, amante y amiga, sé muy bien cuán tornadizos son los amores humanos. Los perros, en cambio, están libres de esos vaivenes del sentimiento. Cuando un perro te ama, eso es para siempre, hasta su último ladrido. Así es como me gusta ser amada, y por eso os hablaré de perros.”
∞
A Wilson fui a buscarlo a una veterinaria de la calle Bartolomé Mitre, en Almagro. Tenía 45 días y estaba en una misma jaula con cuatro de sus hermanos. El chico que me atendió esa tarde me pidió que eligiera a uno de los cachorros. Me bajó la presión: yo no podía elegir a ninguno, todos me daban impresión, una manifestación del miedo. En cuanto abrió la puerta de rejas, una bola de pelos y nervios se abalanzó por sobre los demás y se me echó encima. Por primera vez un peluche palpitaba sobre mi pecho. Siempre supe que no fui yo la que lo eligió, fue él quien me eligió a mí.
El nombre lo puso mi hijo menor, en homenaje a la pelota compañera del personaje de Tom Hanks en Náufrago, una película que amamos y que forma parte del diccionario de códigos familiares.
En un comienzo, cuando era mínimo, era tan lindo que me fascinaba verlo en acción, aunque el temor seguía ahí, ahogado. Lo mío con Wilson no era recelo, era miedo. Admiraba su belleza, me hacía reír porque disfrutaba sus gracias, pero seguía con miedo cada vez que se me venía encima. Ni hablar cuando, al crecer, comenzó a pararse en dos patas y con las delanteras sobre mi pecho conseguía llegar cerca de mi cara. Aunque ya lo amaba, me explotaba el corazón de miedo. Era pura adrenalina.
Nos fuimos acostumbrando el uno al otro; sé que él se daba cuenta de que yo no le brindaba el trato de amor físico que le daban los demás integrantes de la familia. A cambio, me ocupaba con verdadero cariño de cuestiones básicas de su supervivencia como la comida, la limpieza, los chiches o estar atenta a las vacunas. Me gustaba mirarlo, detenerme en la forma de sus músculos, en el color de su pelaje. Me cautivaba la plasticidad de sus movimientos pero, así y todo, mi acercamiento era cuidadoso, desconfiado.
No tengo dudas de que lo quise desde el vamos, pero mi vínculo con él era el de una advenediza; no podía todavía abrazarlo y apenas le hacía unas caricias frías, casi palmaditas, diría, que con los años y el hábito se fueron convirtiendo en mimos. Terminado su tiempo de cachorro, fue un perro obediente que respondía a cualquier orden dentro y fuera de la casa. Estaba siempre a nuestro lado, no nos perdía nunca de vista en la calle y en casa estaba pegado a nosotros salvo durante la noche, que se quedaba a la manera de un guardián, junto a la puerta de calle.
Nos hacía reír cuando estábamos a la mesa y se colocaba sentado, cual efigie, en plan mendicidad discreta, a la espera de cualquier mendrugo o cuando nos veía acomodarnos en el sillón y, en segundos, se echaba en el espacio que quedaba entre nuestras piernas y la mesa ratona, lo que nos forzaba a hacer piruetas de sitcom para no despertar a esa masa compacta de 40 kilos cada vez que precisábamos levantarnos para buscar algo.
Si cierro los ojos, aún puedo sentir el peso de su cuerpo sobre mis pies. No pasa un día sin que vea en la calle o en las redes algún golden que me lo recuerde. Su mirada atenta y adoratriz me hacía sentir menos sola. Sus ojos viven en mí y extraño su mirada enamorada más de lo que extrañé cualquier otra, incluso las de mis padres, y no me avergüenza decirlo.
∞
Unos días después de la muerte de Wilson, acompañé al escritor español Andrés Barba en la presentación de El último día de la vida anterior, su nueva novela, en la Feria del Libro. Se trata de una novela de fantasmas, pero por el momento que estaba pasando me detuve en un episodio muy secundario, en el que hay un perro mayor y moribundo. Muy apesadumbrada, se me hacía difícil salir de mi monotema, y le pregunté al novelista por el asunto.
“Todos los que tienen animales saben que una de las cosas más fascinantes de tener un animal en casa es que uno se está relacionando con una inteligencia no humana, pero que es una inteligencia coherente. Entonces, es enriquecedor tener un animal porque amplía tu conciencia del mundo, te hace percibir el mundo a través de una conciencia que no es humana. Pero hay momentos en los que uno se queda mirando a un animal, respondiendo a su mirada, que son vertiginosos. Quedarse mirando a un animal fijamente y ser absorbidos por esa mirada, que es una mirada neutralizante, que se apodera de ti, que te absorbe, que te devora y te hace ingresar en un mundo a veces aterrador. [...] Ver fallecer a tu perro es como ver fallecer a un humano. Literalmente. Yo creo que casi no hay apenas diferencia, es como ver fallecer a un compañero. Es dolorosísimo”, me dijo Andrés, y yo recordé la cantidad de veces que, durante todos esos años en que tuvimos a Wilson, cuando nuestras miradas se encontraban, yo no podía dejar de pensar en qué estaría pensando él.
Mi perro acababa de morir y lo que me abrumaba no era solo el desconsuelo por su ausencia. Al dolor por el final de una vida querida había que sumarle una tristeza agradecida e infinita: ese ser que se había ido era el que me había habilitado las puertas de un universo al que nunca antes había conseguido entrar. Él me hizo acceder a una forma de la inteligencia, el cuidado y el amor desconocida, que me estaba vedada. Después de escuchar a Andrés supe que el día que mi perro se arrojó a mis brazos desde la jaula maloliente de la veterinaria fue el último día de mi vida anterior.
Wilson fue mi cachorro, mi cuidador y mi gurú.
*Fragmento del libro Por qué cambié de opinión, publicado por editorial Godot