Infobae Cultura vuelve a publicar, en exclusiva, una fragmento de la autobiografía del Papa Francisco: en este caso recorre su relación con el deporte más popular del mundo.
Esperanza. La autobiografía
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Esperanza. La autobiografía
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La autobiografía de Francisco, Esperanza, que se publica esta semana en Europa y será editada en América Latina en febrero, vuelve a revelar aspectos desconocidos de los orígenes del primer Sumo Pontífice latinoamericano.
A priori la obra, resultado de conversaciones concretadas a lo largo de seis años con el periodista italiano Carlo Musso, solo debía publicarse después de la muerte de Francisco. Pero a petición suya, el libro llega a las librerías para coincidir con el inicio del Año Santo de la Iglesia.
Esperanza proporciona impresiones personales sobre cómo el papa argentino interpreta su infancia en Buenos Aires y cómo ha construido sus prioridades como máxima autoridad de la iglesia católica, a través de una serie de relatos que van desde su relación con Jorge Luis Borges, cuando el escritor fue docente en el Colegio de la Inmaculada Concepción en Santa Fe, al cónclave que lo eligió y un recorrido por las historias tras su llegada al Vaticano.
Tras la publicación de un adelanto, en el que el papa relata cómo fue objetivo de dos ataques terroristas en Irak en 2021, ahora indaga en su parentesco con Omar Sívori, uno de los jugadores más emblemáticos de la historia del fútbol, el primer “Pibe de oro” (el apodo que más tarde se ganó Maradona); comparte su afición por el San Lorenzo y relata un legendario partido de su infancia. En otro momento de la autobiografía recuerda cómo afectó a los emigrantes italianos de Buenos Aires el trágico accidente aéreo de Superga, en el que perecieron los jugadores del Torino.
“La música popular siempre sería un nexo entre dos mundos, también en los años futuros, como una cuerda tendida de un lado a otro del océano; más adelante nos conquistarían Parole parole de Mina y Zingara de Iva Zanicchi.
Motivo de luto fue, al contrario, y no solo para la comunidad piamontesa de Buenos Aires, la noticia de la tragedia de Superga, ocurrida en mayo de 1949, cuando se supo que el avión en que viajaba el equipo del Torino, uno de los mejores del mundo, el pilar de la selección de fútbol de Italia, se había estrellado contra el muro de contención de la parte posterior de la basílica y no había habido supervivientes. Muchos años más tarde, iría en persona a visitar esa basílica y me detendría emocionado bajo la lápida con los nombres de las treinta y una víctimas. La cuerda no se rompió, el dolor popular fortaleció los lazos”.
El papa y el fútbol
Siempre me gustó jugar al fútbol, daba igual que no fuera muy bueno. En Buenos Aires, a los que eran como yo los llamaban “pata dura”. Algo así como tener dos pies izquierdos. Pero jugaba. A menudo hacía de portero, una buena posición que le entrena a uno a encarar la realidad, a enfrentarse a los problemas; puede que no sepas de donde viene exactamente la pelota, pero eso no importa, tienes que tratar de detenerla. Como en la vida. […]
“Jugaba con la bola de la Tierra”, dice la Sabiduría en el Libro de los Proverbios (Pr 8, 31). Antes de todo. Antes de que cualquier otra cosa fuera creada.
Millones de niños y niñas de todo el mundo se imaginan que jugaba a la pelota. Un gran escritor latinoamericano, Eduardo Galeano, cuenta que un día un periodista le preguntó a la teóloga protestante Dorothee Sölle: “¿Cómo le explicaría a un niño qué es la felicidad?”. “No se lo explicaría —respondió ella—, le daría una pelota para que jugara”.
No hay mejor manera de explicar a alguien qué es la felicidad que hacerlo feliz.
Y jugar hace feliz, porque a través del juego puede expresarse la propia libertad, competir de manera divertida o, simplemente, vivir la afición… Porque puede perseguirse un sueño sin que uno deba convertirse forzosamente en campeón.
Te hace feliz aunque seas un pata dura.
No obstante, mi madre, que era una Sivori, contaba que por nuestras venas también corría sangre de campeones: el abuelo de Omar Sívori, que se convertiría en uno de los más grandes delanteros de la historia del fútbol, era originario de la misma zona de Lavagna, en el interior de Liguria, de la que provenían todos. Omar, que fue el primero en ser apodado el Pibe de Oro, cuando Maradona aún era un proyecto de Dios, nació en Argentina un año antes que yo, y, tras ganar el campeonato con el River Plate, se trasladó a Italia para jugar primero en la Juventus y luego en el Nápoles. Cuando nuestra familia hablaba de los “Sivoris” y de Argentina, y a veces se sacaba a colación al futbolista, mi madre contaba que, en efecto, todos estábamos emparentados, aunque fuera de lejos, y que a lo largo de los años nos habíamos repartido entre varios puntos del país. Omar Sívori vestiría las camisetas de las dos selecciones y a principios de los años sesenta sería premiado con el Balón de Oro. Éramos casi coetáneos y parientes lejanos, pero desde luego a él no le habían tocado dos pies izquierdos…
A pesar de ser un campeón, Sívori no podía ser mi “ídolo” cuando yo era niño; los dos éramos pequeños y, además, por aquel entonces ¡yo era de San Lorenzo! En el barrio de Boedo, no muy lejos de la casa de mis abuelos maternos, el azulgrana del San Lorenzo de Almagro era la tonalidad más familiar: sus colores tenían las calles, ondeaban en los balcones, enmarcaban las ventanas. En la sociedad polideportiva fundada a principios de siglo por un sacerdote salesiano que también tenía orígenes piamonteses, el padre Lorenzo Massa, cuyos colores eran el rojo y el azul del velo de María Auxiliadora, jugaba al baloncesto mi padre, Mario, que era un hombretón. […]
Pero, entre todos los deportes, el fútbol se llevaba la parte del león en el polideportivo. Y, si como futbolista o jugador de baloncesto dejaba que desear, como simpatizante era imbatible. Siempre iba con mi padre y mis hermanos Óscar y Alberto a ver jugar al San Lorenzo en el Viejo Gasómetro, el estadio cuna de los “cuervos”, como nos apodaban los aficionados rivales a causa de la sotana negra de los salesianos. Mi madre nos acompañaba a menudo. Era un fútbol romántico, para familias, las peores palabras que podían oírse en las gradas eran “vendido”, “desgraciado” y poco más. Antes de que empezara el partido, nos encaminábamos hacia el estadio con dos grandes recipientes de cristal, y en el trayecto mi padre entraba en una pizzería para hacer un encargo. A la vuelta, recogíamos los recipientes, que habían llenado de caracoles con salsa picante, acompañados de una humeante pizza a la piedra. Fuera cual fuese el resultado, después del partido nos esperaba una fiesta.
Tengo la sensación de percibir aún el olor de aquella pizza, puede que sea mi magdalena de Proust. A decir verdad, salir a comer una pizza es una de las pequeñas cosas que más echo de menos. Siempre me ha gustado caminar. Cuando era cardenal me encantaba recorrer las calles a pie y coger el metro. A algunos les extrañaba e insistían en acompañarme, o en que fuera en coche, pero a veces la realidad es muy sencilla: me gusta caminar. La calle me cuenta muchas cosas, en la calle aprendo. Y me gusta la ciudad, por encima y por debajo: las calles, las plazas, las tabernas, la pizza que se consume en las mesitas al aire libre y que sabe muy diferente de la que entregan a domicilio… Dentro de mi alma me considero un hombre de ciudad.
El Viejo Gasómetro del San Lorenzo ya no existe. En 1979, la dictadura militar obligó al club a jugar el último partido en ese estadio, que fue derribado para especular. El San Lorenzo fue expulsado de su barrio, Boedo. El equipo deambuló unos quince años por los campos de la ciudad, hasta que se construyó el nuevo estadio. Pero el deseo de volver a Boedo siempre ha pervivido en el corazón de los cuervos. En 2019, el Club Atlético San Lorenzo de Almagro anunció que había recuperado los terrenos del viejo estadio y que tenía la intención de reconstruir allí el Gasómetro. Me han dicho que el nuevo estadio debería de llamarse Papa Francisco; la idea no me entusiasma.
Vi casi todos los partidos en casa del campeonato de 1946, que ganaríamos pocos días antes de que yo cumpliera diez años, y, más de setenta años después, tengo presente a aquel equipo como si fuera ayer: Blazina, Vanzini, Basso, Zubieta, Greco, Colombo, Imbelloni, Farro, Martino, Silva… Los diez magníficos. Y luego… Luego estaba Pontoni. René Alejandro Pontoni, el delantero centro, el goleador del San Lorenzo, el que arrastraba el Ciclón, mi preferido. Él no tenía dos pies izquierdos. Chutaba con el derecho y con el izquierdo casi indistintamente, era hábil en los regates, creativo, potente en los cabezazos, acrobático en las chilenas. Podía marcar goles de todas las maneras, y de todas las maneras se los vi marcar.
“A ver si hacen un gol como Pontoni…”, dije en el encuentro con las selecciones de Argentina e Italia, capitaneadas por Messi y Buffon, con ocasión de un partido amistoso que se jugó al poco de que me nombraran papa. Los muchachos sonrieron algo perplejos, probablemente no sabían a quién me refería, pero yo tenía aquel tanto —aquel tac, tac, tac, gol— grabado en la mente, como muchas otras cosas que capta la mirada de un niño, cuando los ojos son una esponja, y permanecen para siempre. Octubre de 1946, el campeonato toca a su fin y el San Lorenzo juega contra el Racing de Avellaneda: pase cruzado por la izquierda, Pontoni recibe de espaldas en el área de la portería, controla el balón con el pecho y lo sostiene con el empeine derecho, sin dejar caer la pelota; tras amagar con irse por la derecha y zafarse del defensa contrario con una rápida media vuelta, chuta cruzado de volea y mete la pelota en la portería por la derecha del portero. ¡Gooooooooool! Porque, si cada gol en Sudamérica tiene muchas más oes que en Europa, si cada tanto, incluso cuando es un gol corriente, se convierte en un golazo, imaginémonos ese. Abrazo a mi padre, abrazo a mis hermanos, todos se abrazan. Cuando era niño, Pontoni era para mí el emblema de aquel juego, de aquel fútbol, del estar juntos, del amor por un deporte que no era solo una cuenta corriente, hasta tal punto que prefirió su club, su familia, sus amigos y sus seres queridos a las sirenas millonarias que querían atraerlo a Europa. Era un grande y siempre lo sería, incluso tras la grave lesión en un partido que dos años más tarde asestó un duro golpe a su carrera. Deambuló por un tiempo por Sudamérica, Colombia y Brasil, luego volvió al San Lorenzo antes de colgar las botas y abrir una trattoria. Tuvo una buena vida.
Su hijo, que se llama René, como su padre, vino a verme al Vaticano un par de años después de mi nombramiento.