La autobiografía del Papa Francisco, Esperanza, que se publica esta semana en Europa y será editada en América Latina en febrero, sigue revelando historias desconocidas del Sumo Pontífice argentino.
Esperanza. La autobiografía
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La obra, resultado de conversaciones concretadas a lo largo de seis años con el periodista italiano Carlo Musso, solo debía publicarse después de la muerte de Francisco. Pero a petición suya, el libro llega a las librerías para coincidir con el inicio del Año Santo de la Iglesia.
Esperanza proporciona impresiones personales sobre cómo el primer papa latinoamericano de la historia interpreta su infancia en Buenos Aires y cómo ha construido sus prioridades como máxima autoridad de la iglesia católica, a través de una serie de relatos que van desde su relación como docente con Jorge Luis Borges en el Colegio de la Inmaculada Concepción en Santa Fe al cónclave que lo eligió y un recorrido por las historias tras su llegada al Vaticano.
En este caso, Infobae Cultura publica en exclusiva un capítulo de un hecho hasta el momento desconocido. Durante el viaje apostólico a Irán y el histórico encuentro con el ayatolá al-Sistani, el papa Francisco fue el objetivo de un doble intento de atentado que se saldó con la muerte de los terroristas, y que se devela por primera vez:
El atentado
La pandemia dio al traste con los planes de todos, también con los míos: hubo que saltarse algunas citas, otras se mantuvieron “a distancia”, los viajes apostólicos se pospusieron. Pero en cuanto se abrió un resquicio hubo uno al que no quise renunciar: el viaje a Irak, la tierra de los dos ríos, la patria de Abraham. Encontrarme con aquella Iglesia mártir, con aquel pueblo que tanto había sufrido. Y, con los demás líderes religiosos, dar un paso adelante en la hermandad entre creyentes.
Casi todos me desaconsejaron aquel viaje, que iba a ser el primero de un pontífice a ese país de la región de Oriente Próximo devastada por la violencia extremista y las profanaciones yihadistas: el COVID-19 todavía no había abierto la mano, el nuncio del país, monseñor Mitja Leskovar, acababa de dar positivo en coronavirus, y, sobre todo, las fuentes informaban del alto riesgo para la seguridad, hasta tal punto que una serie de sangrientos atentados habían ensombrecido la vigilia de su comienzo.
Pero yo quería llegar hasta el final. Sentía que debía hacerlo.
Decía, en tono familiar, que sentía la necesidad de visitar a nuestro abuelo Abraham, el ascendiente común de los judíos, los cristianos y los musulmanes.
Si la casa del abuelo arde, si en su país sus sucesores arriesgan la vida o la han perdido, lo suyo es dirigirse hacia allí lo antes posible.
Además, no podía defraudar de nuevo a la gente que veinte años atrás no pudo abrazar a Juan Pablo II, cuyo viaje, con el que él tanto deseaba inaugurar el Jubileo del año 2000, fue impedido por Sadam Husein tras una primera apertura.
Me acordaba muy bien de aquel sueño quebrado.
También recordaba muy bien la profecía del papa santo que, tres años más tarde, viejo y enfermo, había tratado de impedir por todos los medios, desde llamamientos a iniciativas diplomáticas, una nueva guerra que, con mentiras acerca de la existencia de armas de destrucción masiva que nunca llegaron a encontrarse, aumentaría la muerte y la destrucción y sumiría el país en el caos, transformándolo durante años en la sentina del terrorismo.
El pueblo y la Iglesia iraquíes llevaban demasiado tiempo esperando. Había que multiplicar los esfuerzos para, por lo menos, arrancar esa región de la resignación al conflicto, de la ley de la injerencia del más fuerte, de la impotencia de la diplomacia y del derecho, con mayor motivo en una coyuntura en la que el impacto de la pandemia parecía haber borrado esa crisis, y muchas otras, de la agenda del mundo. […]
Mosul fue una herida en el corazón. Ya desde el helicóptero, me golpeó como un puñetazo: una de las ciudades más antiguas del mundo, rebosante de historia y de tradiciones, testigo del sucederse de las civilizaciones y emblema de la convivencia pacífica entre diferentes culturas en un mismo país —árabe, kurda, armenia, turcomana, cristiana, siria— se presentaba ante mis ojos como una extensión de escombros tras tres años de ocupación del Estado Islámico, que la había convertido en su bastión. Mientras la sobrevolaba, desde lo alto me parecía la radiografía del odio, uno de los sentimientos más eficientes de nuestro tiempo, pues suele generar por sí solo los pretextos que lo desatan: la política, la justicia y, siempre de manera blasfema, la religión son sus motivos de fachada, hipócritas, provisionales; porque en verdad, como dice un bonito verso de la poeta polaca Wisława Szymborska, el odio “corre solo”.
Una de las ciudades más antiguas del mundo era una extensión de escombros tras tres años de ocupación del Estado Islámico
Pero los vientos del odio no amainaban ni siquiera tras aquella devastación.
La víspera, en cuanto aterrizamos en Bagdad, me habían informado. La policía había comunicado a la Gendarmería vaticana que los servicios secretos ingleses los habían advertido de que una mujer bomba, una joven kamikaze, se dirigía a Mosul para inmolarse durante la visita papal. También de que una furgoneta había salido a toda velocidad con la misma intención.
El viaje siguió adelante.
Se celebraron encuentros con las autoridades en el palacio presidencial de Bagdad. Hubo uno con los obispos, sacerdotes, religiosos y catequistas en la catedral católica siria de Sayidat al-Nejat (Nuestra Señora de la Salvación), donde once años antes habían sido asesinados dos sacerdotes y cuarenta y seis fieles para los cuales está en curso la causa de beatificación. Hubo también un encuentro con los líderes religiosos del país en la llanura de Ur, la extensión desierta donde las ruinas de la casa de Abraham lindan con el maravilloso templo escalonado, el zigurat sumerio: cristianos de varias Iglesias, musulmanes, tanto chiíes como suníes, y yazidíes estuvieron por fin juntos bajo la misma tienda, unidos en el espíritu de Abraham, para recordar que el pecado más blasfemo es profanar el nombre Dios con el odio a los hermanos […]
Pero, antes de eso, visité la ciudad santa de Náyaf, el centro histórico y espiritual del islam chií, donde se encuentra la tumba de Alí, primo del Profeta, para un encuentro privado importantísimo para mí, pues representaría un hito en el camino del diálogo interreligioso y de la comprensión entre los pueblos. La Santa Sede llevaba años preparando el encuentro con el gran ayatolá Ali al-Sistani, y ninguno de mis predecesores había podido concretarlo.
El ayatolá al-Sistani me recibió fraternalmente en su casa, un gesto que en Oriente es más elocuente que las declaraciones y los documentos, porque significa amistad, pertenencia a la misma familia. Fue bueno para mi alma y me hizo sentir honrado: el ayatolá nunca había recibido a jefes de Estado y nunca se había puesto en pie. Sin embargo, aquel día fue muy significativo que conmigo lo hiciera varias veces y, en señal de respeto, yo le correspondí descalzándome antes de entrar en su casa. Al instante me pareció un hombre sabio, de fe, preocupado por la violencia y decidido a levantar la voz en defensa de los más débiles y los perseguidos, defensor de la sacralidad de la vida humana y de la importancia de la unidad del pueblo. Percibí su inquietud por la amalgama de religión y política, una cierta idiosincrasia que compartimos, por los “eclesiásticos de Estado”, y también una exhortación común a las grandes potencias a renunciar al lenguaje de la guerra y priorizar la razón y la sabiduría. Me acuerdo sobre todo de una frase concreta, que he conservado como el más valioso de los regalos: “Los seres humanos son hermanos por religión o iguales por creación”. La hermandad ya implica la igualdad, pero en cualquier caso la igualdad es indiscutible. Por eso, del mismo modo que el verdadero desarrollo, el camino de la paz nunca puede ser binario, nunca puede ir en contra, solo puede ser inclusivo y profundamente respetuoso.
Cuando al día siguiente le pregunté a la Gendarmería si tenían noticias de los dos terroristas, el comandante me respondió lacónicamente: “Ya no existen”. La policía iraquí los había interceptado y los había hecho explotar. Eso también me conmocionó. Era otro fruto envenenado de la guerra.
Francisco. Diez años del papa latinoamericano
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