Eva Perón miraba al país desde su altar de cristal, inmortalizada en su belleza, en su audacia y en el fervor de los “grasitas” que la convirtieron en heroína. Décadas después, el secuestro y asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu sacudió los cimientos políticos de Argentina, en un acto que muchos vivieron como justicia y otros como tragedia. Y Jorge Luis Borges llevaba décadas indagando sobre esos temas y la memoria y, dos meses después de ese secuestro, publica uno de sus cuentos más sangrientos.
La pasión y la excepción
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Entre esos extremos, Beatriz Sarlo encontró el hilo conductor de La pasión y la excepción. Publicado por primera vez en 2003 y reeditado por Siglo XXI en 2022, se trata de un libro que desentraña las conexiones entre el poder, la venganza y las pasiones que definieron la historia del país. Tras su fallecimiento, el pasado 18 de diciembre, el mundo cultural la recuerda por esa lucidez que ahora se extraña profundamente, pero que destaca en este ensayo.
Sarlo, en diálogo con Infobae, confesaba su relación personal con aquel hecho: “Me pareció una muerte justa en su momento. No condené el asesinato. Hoy lo repudio, fue un error político y ético”. En el libro, describe el episodio como “capítulo de una historia cultural de la política revolucionaria en Argentina”, un momento que sacudió al país y que convirtió a la violencia política en el centro del debate social. También dijo que “el secuestro de Aramburu fue vivido por miles como un acto de justicia y reparación”.
En esa entrevista, Sarlo siguió sobre el tema: “Yo era peronista, pero no era para nada de esa fracción. Pero me pareció que esa era una muerte… justa, para decirlo de algún modo. No condené el asesinato. Obviamente, hoy no pienso eso, hoy estoy en contra de cualquiera asesinato político. Y de cualquier otro asesinato. Pero me pareció que decirlo en el momento que lo dije, en 2003, era dar un elemento más para que la historia pudiera armarse de verdad, para no decir que todos fuimos bienpensantes siempre, sino que muchas veces pensamos mal, pensamos de manera equivocada, pensamos de manera equivocada no solo en la política sino de manera equivocada desde una perspectiva ética. Me pareció que era un acto de sinceridad intelectual decir “estuve equivocada no solo políticamente sino éticamente”.
Con su habitual agudeza, Sarlo no se limita a los hechos; los analiza en su dimensión simbólica, y da cuenta cócomose acontecimiento histórico no solo marcó el inicio de Montoneros, sino que reconfiguró las ideas de poder y legitimidad en una Argentina convulsionada.
Aquí, un fragmento de lo que Sarlo escribe sobre el caso de Aramburu en La pasión y la excepción:
El asesinato de Aramburu
La Argentina no iba a ser la misma a partir de los hechos de mayo y junio de 1970. Muchos creyeron que se iniciaba el desenlace de una época que concluiría con una victoria revolucionaria. Sobre todo, se creyó que había sonado la hora de la justicia. Quienes se movían por estas convicciones no se preguntaron entonces si la justicia que se había ejercido sobre Aramburu podía reclamar ese nombre.
Tampoco se preocuparon por que otros pensaran que esa justicia tenía la forma de una venganza. Sustancialmente, lo que se había hecho estaba bien por razones históricas y políticas. Por eso, la muerte de Aramburu no obligaba a resolver ningún dilema moral, sobre todo porque la idea misma de un problema moral parecía inadecuada para entender cualquier acto político.
Cientos de militantes pensaban que solo la hipocresía de los poderosos o las debilidades ideológicas de los pequeño burgueses introducían el argumento moral en los hechos de la vida política, como una máscara que escondía el verdadero carácter de la lucha. Las masas oprimidas (se argumentaba) no podían darse ese lujo y quienes habían actuado en nombre del movimiento que las identificaba, el peronismo, con toda razón, no se habían colocado en una perspectiva que hubiera falseado el acto de justicia que acababan de realizar.
Había muchas cuentas para saldar desde 1955 porque la Argentina nacional y popular era un país irredento y quienes lo habían convertido en ese desierto hostil a los intereses populares eran, sencillamente, enemigos con los que no debía conciliarse. Si alguna duda emergía no tocaba a los móviles ni a las causas, sino a los protagonistas del secuestro: ¿quiénes eran los Montoneros? Un año después, la pregunta todavía encontraba respuestas más o menos variadas en el periodismo, pero la militancia revolucionaria ya sabía de qué se trataba.
Lo que no fue un problema en 1970 hoy necesita explicaciones: entender el caso Aramburu como capítulo de una historia cultural de la política revolucionaria en Argentina. ¿Por qué el caso Aramburu y no otro, por qué un solo asesinato y no una serie, como la de los dirigentes sindicales que le siguieron? ¿Por qué el caso Aramburu y no el atentado en el que murió Augusto Vandor en 1969?
Los asesinatos de Vandor, primero, y de José Alonso y Rogelio Coria después, son ajustes de cuentas ejemplarizadores que se agrupan en una serie abierta (la consigna que se cantaba en las manifestaciones los incluían como amenaza a cualquier otro “burócrata sindical”: Rucci, traidor, a vos te va a pasar lo mismo que a Vandor); el secuestro de Aramburu, en cambio, es un hecho único.
No se trató de un acto que pudiera repetirse, porque había muchos dirigentes burócratas, pero solo un ex presidente de la revolución que había derrocado a Perón condenándolo al ostracismo (que se reflejaba en la represión de su pueblo) y robado el cuerpo místico del movimiento nacional, encarnado en el cadáver de Eva.
La singularidad de Aramburu (general y presidente como Perón) hizo de su muerte un mito mayor de la política argentina. En las manifestaciones de los años siguientes, la organización que lo había asesinado se presentaba en la plaza con el grito: “Duro, duro, duro, estos son los Montoneros que mataron a Aramburu”.
La consigna que incluía el nombre de Vandor no era una consigna de identidad, sino una amenaza. La consigna que nombraba a Aramburu fue siempre, en cambio, una autodefinición que Montoneros no compartía con otros grupos guerrilleros. Si ambas eran gritos de guerra, el que mencionaba a Aramburu no estaba referido al futuro, como lo está cualquier amenaza, sino al pasado donde se funda la identidad. Era un hecho que se había completado, una mónada de sentido político alrededor de la cual giraba una cultura.
El simbolismo no podía ser más fuerte. Tres nombres: Perón, Evita, Aramburu se establecían como hitos inamovibles y los tres eran condensaciones intensamente simbólicas. Ningún argumento moral podía tocarlos. En la izquierda peronista se debatió la oportunidad de matar dirigentes sindicales y no todos estuvieron de acuerdo con la elección de esos blancos, pero no quedan muchos rastros de que el asesinato de Aramburu haya suscitado dudas.
La admisión satisfecha de los hechos producidos en aquel invierno de 1970 plantea preguntas. Por eso vale la pena tratar, una vez más, de entenderlos como manifestación de una sensibilidad colectiva (¿hegemónica en la franja radicalizada de la política argentina?).
Los términos son los siguientes: primero, el caso Aramburu es un hecho excepcional que no puede ser asimilado a la serie de muertes que siguieron, aunque está en el origen de la organización que fue responsable de muchas de esas muertes; segundo, el caso Aramburu es un hecho pasional, organizado simbólicamente sobre el eje de una pasión clásica, la de la venganza; la excepcionalidad pasional del caso pone de manifiesto una sensibilidad que hoy puede considerarse histórica (es decir, que ha cumplido un ciclo y ha desaparecido o solo se manifiesta, disimulada por las denegaciones y subterfugios de la mala conciencia, entre quienes mantienen lazos subjetivos con esa sensibilidad de época).
Están las condiciones, entonces, para interpretar los hechos y los discursos en el terreno de su cultura.
No se trata de una reconstrucción etnográfica basada en lo que los protagonistas hoy recuerdan de aquellos años, sino de una interrogación a lo que dijeron e hicieron en aquel momento: los hechos de 1970 y su narración en los tres o cuatro años siguientes. ¿Por qué este camino?
Porque interesa saber, si esto es posible (aunque muy difícil), la versión del acontecimiento en el momento de su suceder, más que su rearticulación en una red de recuerdos y de introspecciones que han sido ineludiblemente tocados por los años de la dictadura, las diversas críticas a la violencia de la transición democrática y los saberes historiográficos que quienes recuerdan los años de comienzos de la década del setenta no pueden ocluir cuando piensan y hablan.
Cuando sucedió el secuestro de Aramburu, todos los que hoy recuerdan esa época eran muy jóvenes; lo que recuerdan está atravesado por la nostalgia de una edad especialmente apta para la idealización. Se recuerda el momento en que la política era tan joven como los militantes.
Una reconstrucción memorialística no carece de interés. Sin embargo, ella no está en el centro de las preguntas porque aquí no se tratará de ver qué se recuerda, sino eso que fue, en su momento, un presente.
Es interesante el modo en que la memoria produce su pasado como una intersección entre lo que se recuerda, lo que se permite recordar, lo que se olvida, lo que se pasa en silencio, lo que cambia de registro y de tono, incluso de género narrativo. Lo que la memoria ofrece tiene la complejidad de una ucronía, en el sentido de un tiempo bifronte, hecho de dos temporalidades: la del presente del relato y la del pasado de lo narrado, que se actualizan en el presente de la lectura. Discriminar entre esas temporalidades es una empresa crítica y reconstructiva.