
La profesora Sarlo ha muerto.
Ayer, muy temprano, quise corroborar si eso era verdad y entonces le escribí a mi compañera de esos años Laura Estrin y a quien fue su doctoranda, mi amiga Jimena Néspolo. Después me escribió Patricia Kolesnicov Gordon y así toda la mañana.
En un aula de Marcelo T., cuando entré a la carrera de Letras en 1986, tuve suerte, mucha suerte, nadie me lo contó, estuve ahí, tuve a Viñas y tuve a Sarlo. Y di mi final con Sarlo hablando sobre Borges, me tocó La loteria de Babilonia y Funes, el memorioso, que intenté analizar pasmado ante su rostro adusto y un cigarrito. Aprobé. Y al final, mientras me firmaba la libreta, Sarlo me sonrió. Nunca más le hablé.

Fui alumno de profesoras con carácter, todas muñecas bravas: la Zanetti fue dura conmigo cuando le hice una pregunta en clase que mucho después entendí como una corrección alucinante sobre mi lectura de Martí, la Gramuglio, en cambio, era rígida, pero fue paciente, la Ludmer supo decirme waltercito con un diminutivo que entendí tarde que suavizaba mis nobles torpezas de engreído chico de letras, con la Sarlo nunca pude, siempre le temí. De esas mujeres con disciplina, de esas profesoras de literatura vengo. Tuve suerte. No nos perdonaron una.
Soy de esa generación pre Puán en que estudiar literatura todavía no era como es hoy, esa cosa tan cool. Estudiar literatura significaba toparte con estas señoras: la Juárroz, la Lavandera, la Kovacci. Eran bravas. Era eso estudiar letras. Que estas señoras te despabilaran. Y a los golpes. Todavía no era la literatura esa “cosa con plumas” que hoy todos quieren estudiar. Tuve suerte.
La Sarlo ha muerto.
Toda una época baja su telón.
*El autor es titular de literatura francesa en la UBA y cantante de tangos
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