“Los que somos fuertes, somos fuertes”, me dijo Beatriz Sarlo una de las últimas veces que la vi, en una cena con mucha gente. Hacía poco, un par de meses, había muerto su compañero, el cineasta Rafael Filippelli, y yo le había hecho un “cómo estás” cargado de intención que ella respondió con esa frase, sin darme lugar para nada más. “Somos fuertes”, decía en un momento sin dudas terrible. Tengo esas palabras desde entonces en mi botiquín de primeros auxilios. Pero no fue, ni de lejos, lo primero que me enseñó. A mí y a tantos.
Beatriz Sarlo había sido una militante maoísta, había sido una de las profesoras de la “universidad de las catacumbas”, esa red de estudio clandestino que se armó de casa a casa durante la última dictadura militar. Cuando llegó la democracia, fue uno de los nombres que se incorporaron a la Facultad de Filosofía y Letras. Con sus lecturas que cruzaban lo social, lo político y lo literario.
Era uno de los nombres que se pasaban como una consigna entre quienes tuvimos la suerte de entrar a la facultad en esa transición, la camada que hizo el cursito de ingreso antes del CBC, en enero y febrero de 1984. Veníamos de un secundario con todas las censuras posibles y todavía quedaban en la universidad profesores que sostenían -lo escuché en directo- que la obra de Manuel Puig no era literatura y que no había que estudiarla en la Academia. El escudo contra eso eran los nombres de Enrique Pezzoni, Jorge Panesi, Josefina Ludmer, Beatriz Sarlo.
Con el teórico marxista inglés Raymond Williams en una mano y el sociólogo estadounidense Marshall Berman en la otra, su curso de Literatura Argentina II nos llevó a leer al Borges de los años XX pero primero nos hizo mirar los cuadros de Xul Solar: había que entender ese “paisaje fracturado”, la nueva manera de mirar una ciudad -Buenos Aires- que cambiaba a una velocidad acelerada, la velocidad del tren y del tranvía, para poder leer -digo, leer a fondo- ese momento clave de la literatura. “Buenos Aires ha crecido de manera espectacular en las dos primeras décadas del siglo XX. La ciudad nueva hace posible, literariamente verosímil y culturalmente aceptable al flaneur que arroja la mirada anónima del que no será reconocido por quienes son observados, la mirada que no supone comunicación con el otro”, escribirá en Una modernidad periférica, el libro que guio esa cursada. Entender para leer, además de leer para entender. Pero había tanto más.
Había que conocer los manifiestos de las vanguardias europeas, había que saber que la capital argentina se había vuelto una ciudad ferozmente cosmopolita y lo que eso producía. Había que entender el valor, en ese quiebre que se abría al siglo XX, de “lo nuevo”. Había que saber. Mucho.
Y mirar para adelante, entender el presente y cómo el presente inventaba el futuro, podía ser mirar al pasado. ¡Estábamos leyendo autores de la década del 20! Así, los que no veníamos de ningún lado sino de familias sin tradición intelectual y de aquella escuela amordazada, aprendimos que la modernidad es una invención y vimos cómo había sido creada. Cómo un proyecto político se cruza con un proyecto literario. Eso tenía, en la Beatriz Sarlo de la época, un nombre: “Criollismo urbano de vanguardia”. Es decir: una ensalada para paladares gourmet. Criollismo: el Martín Fierro, esas cosas. Pero... ¿urbano? ¿vanguardia? Y aquí venía a explicar:
“Toda una zona de ‘lo nuevo’ se articula con esta invención de Borges: ‘lo nuevo’ es también una relectura de la tradición, que ha sido posible porque se la cruzó con la textualidad de la vanguardia y con un sistema reformulado de las literaturas extranjeras”.
La recuerdo sentada, el aula magna llena, con pantalones de corderoy, sobre el escritorio. Fumando. Desde ahí, con ese cuerpito menudo, nos tenía en el aire a los cientos que éramos sus alumnos y que anotábamos nombres que nunca habíamos escuchado, pero sobre todo maneras de razonar que no se conseguían en todas partes.
Por esos días hacíamos un programa en una radio “trucha”: pequeñas emisoras que salíamos al aire “de prepo”, con una antena cualquiera, en este caso desde el garage de una casa en Olivos. Me tocó un programa de Literatura que hacíamos con Laura Leibiker -hoy, directora de la colección infantil de la editorial Siglo XXI- y un día se nos ocurrió invitar a Beatriz Sarlo, que ya era un prócer pero que aceptó.
La pasamos a buscar en un Citroen 2CV viejísimo que yo manejaba y cuyas puertas se abrían solas si doblabas fuerte. “¿No podían venir con un auto?”, preguntó. Y se lanzó a contarnos un viaje por el norte, mucho tiempo atrás, en el que andaba con un vehículo tan flojito que lo empujaban cuesta arriba.
Se sentó, cigarrillo en mano, en el mínimo estudio de la radio y hablamos de literatura. Al final, sin avisarle, le preguntamos si cualquier texto podía ser analizado y, como dijo que sí -sabíamos que iba a decir que sí- le dijimos que tenía que hacer “crítica instantánea” con un texto que le íbamos a leer ahí nomás al aire. Y le leímos... el recorrido del 29: de Olivos a La Boca. ¿Nos pegó un cachetazo? Nooo arrancó como si no esperara otra cosa: “Es el recorrido de La Maga, de Cortázar”... y ay, no tengo en la cabeza el análisis completo, sí que duró varios minutos y que era en serio. En broma, se entiende, pero en serio.
Por ese contacto, y otros por fuera de la Universidad -en el Club Socialista, que ella integraba- se negó a tomarme examen cuando tuve que rendir su materia. No le parecía ético y me derivó.
Después, sus exalumnos la seguimos con sus libros, con su incursión cada vez más decidida en el análisis político. Si la política le había servido para mirar la cultura ahora la cultura le servía para destripar la política.
La última vez que la entrevisté fue en 2023, cuando se reeditó La pasión y la excepción, un libro donde busca entender por qué Eva Perón fue excepcional y por qué la ejecución de Aramburu fue vivida por miles como una reparación, pero donde también analiza un cuento de Borges, Emma Zunz, como un cuento de venganza. “No condené el asesinato de Aramburu en su momento, ahora lo repudio”, me dijo entonces y ese fue el título de la nota. “No se trató de un acto que pudiera repetirse, porque había muchos dirigentes burócratas pero solo un ex presidente de la revolución que había derrocado a Perón condenándolo al ostracismo (que se reflejaba en la represión de su pueblo) y robado el cuerpo místico del movimiento nacional, encarnado en el cadáver de Eva”, escribió Sarlo en ese libro. Otra vez nos enseñaba a pensar cruzando datos, pero sobre todo cruzando disciplinas.
Hablamos de los 70. Esa generación creía, me dijo, ”que al poder ÍBAMOS a llegar. Que eso era indefectible y que no era un plazo larguísimo. Que le iba a tocar a esta generación. Teníamos una idea del instante político como un instante lleno de promesas revolucionarias. Esa idea no es ni mala ni buena pero abre el camino a la radicalización de la política”.
Estábamos en un departamentito en el centro que usaba de oficina. Hacía frío, me dijo que leía sentada, con los libros sobre la mesa, anotando, que de otra manera... no le parecía posible, por lo menos no para lo que ella hacía.
Hablamos de política y cultura, entonces, cruzados. Me dijo que Montoneros unía Estado y religión, que tenía una visión donde esas cosas no se separaban. “Eso le da un carácter trascendente a la política”, propuse. Y me habló de la muerte:
“A la lucha y a tu propia muerte. Le da a tu muerte un carácter trascendente”.