
En plena pandemia, con cinco amigas escritoras improvisamos un taller. La excusa era leernos, pero la verdadera razón era no enloquecer durante el encierro. Prendíamos las camaritas religiosamente todos los domingos durante tres horas y nos escuchábamos. Al principio llevábamos nuestros diarios de esos días raros. Cientos de páginas de puro presente se reproducían semana a semana en nuestras pantallas. Sentíamos la necesidad imperiosa de dejar un registro de tanta locura. Después nos acostumbramos a esa nueva vida y todas empezaron a llevar otro tipo de textos. Yo me aburrí de narrar ese presente absurdo y pasé varios encuentros en silencio, sin ningún material nuevo para mostrar. En paralelo, varias amigas se embarazaron, tuvieron bebés y empezaron a criar desde ese adentro eterno. En ese caldo de cultivo que fue el confinamiento, el ahogo de una familia encerrada, me puse a pensar en todos los tipos de madres: las oprimidas, las deprimidas, las luminosas, las frustradas, las inútiles, y los vínculos que derivan de tener esas madres. Imaginé quiénes serían sus hijas, las que no podrían evitar preguntarse si ellas mismas querían o no ser madres. Así se empezaron a gestar los cuentos de Meditación madre.
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Pero antes de escribir el primer cuento, esto. Puse una lupa sobre el acercamiento forzado a los espacios domésticos y a los vínculos familiares que estábamos atravesando en el encierro. Empecé a leer todos los libros que encontré relacionados con el clima enrarecido y siniestro que invade cualquier cosa cotidiana que se observa mucho.
Algunos que me marcaron:
Siempre hemos vivido en el castillo, de Shirley Jackson
El cielo de los animales, de David James Poissant
Siete casas vacías, de Samanta Schweblin
Seres queridos, de Vera Giaconi
El matrimonio de los peces rojos, de Guadalupe Nettel
Nadie es más de aquí que tú, de Miranda July
Mi año de descanso y relajación, de Ottessa Moshfegh

Después pinté. Pinté muchísimas mujeres tiradas en sillones con la mirada perdida, atrapadas en sus casas. Siempre es así: cuando me obsesiono con algo entra en mi pintura y en mi escritura, a la vez.
Entonces, desde mis cuatro paredes primero y desde las cortísimas salidas a la calle que vinieron después, afiné la escucha. Así como en mi libro anterior partí de un episodio traumático de mi vida para escribir una novela, en este libro de cuentos me entregué a las bondades de la ficción. Me propuse alimentarla de todo un universo de historias de mujeres que venía almacenando en mi cabeza esperando el momento justo para salir: una anécdota de mi infancia, una frase robada a una amiga en un café muy triste, una historia que leí en un diario íntimo ajeno, una confesión que me hizo la mamá de otra amiga mientras la esperábamos en el estacionamiento de Ezeiza, un personaje de una película que me cautivó, una pintora con la que estoy obsesionada desde hace años. Un ejemplo concreto: Estaba en un café cuando una mujer me felicitó por animarme a usar jeans estando embarazada. Pero yo no estaba, ni estoy, embarazada y mientras caminaba por las calles del centro aterrorizada por su confusión, empecé a escribir en mi cabeza “Truco de magia”, un cuento donde, a partir de ese mismo comentario, una mujer transita un embarazo psicológico terrorífico.
Leyendo un libro de Laurie Anderson me crucé con la Meditación madre, un ejercicio budista que consiste en encontrar un momento en el que tu madre realmente te amó sin reservas y enfocarse en ese momento para aplicarlo a toda la gente, para darle tu propio amor sin reservas al mundo como si fueras su madre. De ese concepto surgió el último cuento del libro, que fue el primero que escribí, que es el que da título al conjunto y el que inauguró el pulso del que resultarían los otros diez cuentos que son algo así como un ensayo, como una larga meditación trunca sobre el encierro, el deseo, la maternidad y la vida doméstica.
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