![“Los nombres” (Obloshka) de Flavio](https://www.infobae.com/resizer/v2/QIU4XEJWGVEYNEHOQPRS3PX4L4.png?auth=b19029f2bf5c1debd7d8a63cbb735abbb747435f77ba5177addce7a7df99011c&smart=true&width=350&height=197&quality=85)
La literatura siempre ha sido, para mí, un registro de la incomodidad. ¿Por qué en el Whatsapp la oficina festejan el cumpleaños de todo el mundo y no el mío? ¿Me mira mal la moza del bar al que voy regularmente? Pero en el camino, escribiendo una columna autobiográfica que se transformó en mis primeros dos libros, desvié un poco el rumbo y era difícil desprender ese registro de lo incómodo de mi propia persona. Me transformé en un clown autobiográfico, y con mi primer libro de cuentos (Los veranos, 17 grises) profundicé la sensación de ser parte de una denostada literatura del yo de la que solo me han llegado partes aislados, pero nunca un libro: una literatura en la que los autores cuentan cómo hacen las compras en el súper, discuten con sus parejas, hacen largas pausas sin siquiera el adorno de la vieja reflexión existencialista, cercenada para siempre por talleres de cuentistas carverianos.
Mis cuentos, en realidad, tenían a mi padre mentalista que, maldecido por Tusam en un pueblo serrano, había intentado vender sus poderes para que Talleres ascienda a primera, o había fingido ser húngaro para sacar una opaca ventaja de la relación con un abogado patricio de mi ciudad; fetos en frascos, tías locas que invadían mi casa, sapos muertos que significaban epifanías crueles, en fin, pocas compras en el super y pocos momentos “aburridos”. Pero si había seguido un poco la receta cuentística yanqui que analizó muy bien Piglia en Respiración artificial: esa fantasía de contar los hechos reales, que no es otra cosa que contarlos como Hemingway. La pirotecnia verbal que aparecía naturalmente en mis columnas cedió a una prosa un poco más informativa, y pensé que en mi siguiente libro de cuentos intentarían que desaparezcan las dos: por un lado, la ilusión de contar “hechos reales”, ese prolijo inventario de acciones concretas que nos legó una manera de entender la literatura yanqui; por otro, yo. Yo mismo.
Pero yo no desparecí del todo. El primer cuento que imaginé para Los nombres, publicado por Obloshka, fue un sueño en el que Alberto Giordano, un crítico literario rosarino, académico, miembro sempiterno del Conicet, se excusaba en una terminal de colectivos por no haberse dedicado a mis libros, y me decía que no me preocupara porque César Aira era fanático de mis libros. En el sueño, yo iba a buscar a Aira para que me diga el secreto del sentido de mi vida: ¿cómo libros que no terminaban de dejarme conforme, y en los que había puesto toda mi esperanza, eran del gusto de la esfinge viva de la literatura argentina contemporánea? Me desperté de ese sueño y escribí el cuento de un tirón, explorando la incomodidad de ese hombre parecido a mí que padecía un trabajo odiado (no era del todo yo), una familia (esposa, prole) impuesta por mandato social y economía (no era yo), una paternidad oprobiosa (no era yo para nada, ni siquiera tengo hijos) y no ahorre un fuego artificial a la hora de elegir las frases que lo conducían a la casa de César Aira en un afantasmado Coronel Pringles.
Con ese principio rector fui escribiendo cuentos en los que todas las incomodidades que produce el roce con otros fueran exploradas en historias que tenían como centro un nombre propio, en el marco de un escenario propicio. Del lado de la vida, un hombre que sufre dismorfia corporal (nunca se ha visto en un espejo) es invitado por una pareja de amigos “élficos” en las sierras y la muerte de una mascota lo somete a un estrés brutal; un estudiante pobre de psicología vive una historia sentimental en espejo con una chica torturada por el parecido con una madre devoradora de hijos; un hombre que le tiene un súbito miedo a la muerte descubre que a su mujer no le importa y empieza a “militar ese miedo” con acciones escabrosas. Del lado de la literatura, un escritor que odia dar taller tiene un alumno violento y mitómano al que no puede sacarse de encima; un escritor “exitoso” no es reconocido por sus compañeros de trabajo y eso no lo deja vivir; un escritor que “se vende” a una corporación informativa es testigo del deterioro de un escritor genial al que envidia; y finalmente, un escritor que dejó la literatura visita al gran César en su tierra natal con un propósito casi vengativo.
Hace poco pensé que en nombre de Borges se han cometido atrocidades. Borges era un escritor al que no era ajena cierta noción “popular” de entretenimiento, por más que la enciclopedia que reclama su lectura es muy exigente. Pensaba esto en la ducha para justificar la vocación de escribir estos cuentos procurando que sean un genuino entretenimiento, aunque espero haber logrado eso, que no es poco.
Para engrosar un libro futuro sobre mi extravagante padre está el único cuento en el que yo soy casi yo: uno de sus avatares biográficos conduce como remis clandestino el auto de una tiránica bioquímica jubilada con secuelas de una grave poliomielitis, en la Córdoba devastada del post 2001.
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