
Hace dos años, Bruno Rodríguez y Eyal Weintraub, recién habían terminado el colegio secundario. Observaron lo que los movimientos que las huelgas organizadas, cada viernes, por Greta Thunberg en Suecia estaban generando a nivel global y entendieron que era hora de hacer algo.
Luego de varios contactos, se dieron cuenta de que había muchos chicos como ellos, buscando respuestas y haciendo reclamos. Fundaron Jóvenes por el Clima, una agrupación que ya suena fuerte en el movimiento ambiental argentino. Su última aventura se llama Una generación despierta, un libro editado por Penguin Random House, en el que los autores cuentan su breve pero sustanciosa historia en la lucha contra el cambio climático. El título está escrito en presente, porque queda claro a través de sus páginas, que el movimiento juvenil llegó para quedarse y para empezar a poner claridad y justicia en el reclamo. Y que, en definitiva, se trata nada más ni nada menos que del planeta que les dejaremos en el futuro.
Aquí, un adelanto exclusivo para Infobae Cultura:
La gravedad de la crisis climática y ecológica ha sido, y sigue siendo, cubierta con un velo que nos engaña y que asegura su permanente postergación en el tiempo. La idea predominante en el imaginario colectivo es que se trata de un problema del futuro. Escuchamos que el nivel del mar podría aumentar hasta casi un metro para 2100 y nos preocupamos momentáneamente, pero después volvemos a chequear e-mails, a prepararnos un café, y entonces nos consumen los conflictos del ahora. Lo urgente eclipsa la importancia del problema del siglo y perpetúa un estado de procrastinación eterna.
Pero la alarma no deja de sonar. Como dicen Greta y el movimiento climático juvenil en todo el mundo, exigimos a los máximos dirigentes mundiales “que actúen como si su casa estuviera en llamas, porque lo está”.
Una de las paradojas del ambientalismo global es que muchas veces existe mayor concientización en aquellos lugares que están más lejos de la primera línea, donde la violencia ambiental se siente en el día a día. El movimiento socioambiental cuenta con gran parte de su fortaleza y de sus adherentes en la clase media de los países del Norte global, principalmente, en Europa y en Estados Unidos. Y a la vez, para quienes habitan esas sociedades, en efecto la crisis climática es un problema del futuro. Por eso se refuerza la necesidad de fortalecer la preocupación y el interés acerca de los conflictos socioambientales en los países del Sur global.
Los síntomas de nuestra época ponen de relieve esta necesidad, para proteger a los desposeídos de los desastres que ocasionaron quienes más tienen.

Por suerte, en los últimos dos años, la marea de conciencia colectiva en materia ambiental, desatada gracias a la militancia, el trabajo y la construcción de un movimiento, nos está ayudando a entender que las catástrofes generadas por el cambio climático ya están golpeando nuestra puerta. El problema es que esta conciencia no se traduce en una apuesta política y en un accionar concreto por parte de la dirigencia política y ni hablar de la empresarial. En el año de la pandemia, la respuesta de las autoridades en distintas partes del mundo fue reducir las regulaciones ambientales y despojar de cualquier estructura de protección a la naturaleza para embarcarnos en procesos de recuperación económica tras la feroz sacudida del coronavirus y de las medidas que los diferentes gobiernos se vieron obligados a adoptar en vista de evitar su propagación.
En Brasil se escucha al ministro de Ambiente hablar sobre la oportunidad que presenta la pandemia —ya que los medios de comunicación y la sociedad están distraídos— de “simplificar” la regulación ambiental. Estados Unidos y China decidieron reducir el alcance de sus leyes de protección ambiental para incentivar la industria, y acá en la Argentina estamos apostando a un nuevo consenso de las commodities, mayor agricultura industrial, régimen hidrocarburífero en Vaca Muerta y megaminería a cielo abierto a lo largo del territorio nacional.
Frente a esto, los pibes y las pibas de todo el mundo estamos cada vez más despiertos. Ya sabemos muy bien que un cóctel de destrucción ambiental no va solucionar la pobreza y la desigualdad en nuestro país ni en ningún lado. Y que ante la falta de propuestas innovadoras volveremos a repetir la historia, en un ciclo que pareciera ser infinito.
A cada generación le tocan sus desafíos.
Nuestros bisabuelos vivieron el calvario de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial; nuestros abuelos sufrieron las atrocidades de la última dictadura cívico-militar y de todas las que vinieron antes; nuestros padres atravesaron el salvajismo neoliberal de los años noventa y el infierno del estallido social en 2001. ¿A nosotros qué nos toca?
Esto nos toca.
Nuestro desafío consiste en hacerle frente a la crisis climática y ecológica. ¿Qué podemos hacer para evitar el colapso? Nos encantaría contar con un manual que nos indique detalladamente los pasos a seguir, pero la verdad es que no existe una receta. Lo único que sabemos con certeza es que si encaramos esta lucha desde la individualidad vamos a perder. La historia de las grandes transformaciones de la humanidad es una crónica de grupos, de movimientos, de mareas. El acto individual más importante que cualquiera de nosotros y de nosotras puede hacer es el de involucrarse en la construcción de un proyecto colectivo.
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