
Se cumplen 40 años de la toma del Palacio de Justicia, uno de los episodios más determinantes y dolorosos del conflicto armado colombiano. Durante dos días de noviembre de 1985, el país asistió, atónito, a un enfrentamiento sin precedentes entre la guerrilla del M-19 y la fuerza pública en pleno corazón de Bogotá. Las imágenes del histórico edificio envuelto en llamas, los magistrados atrapados entre el fuego cruzado y la incertidumbre de las familias que seguían la tragedia desde las calles y los televisores, marcaron para siempre la memoria nacional.
El saldo fue devastador, decenas de muertos, múltiples desaparecidos y una profunda fractura institucional cuyas consecuencias aún se analizan. Incluso cuatro décadas después, lo ocurrido sigue siendo objeto de controversia. Persisten los debates judiciales sobre la responsabilidad de los actores involucrados, las versiones enfrentadas acerca de lo que sucedió dentro del recinto y la búsqueda insistente de las familias que reclaman verdad, justicia y reparación.
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En ese entonces, Belisario Betancur Cuartas era el presidente de la República. Líder conservador, había llegado al poder en 1982 con una propuesta inédita, abrir caminos de diálogo con las guerrillas, apostarle a la paz y reducir la violencia política que desangraba al país. Tres años después, esa apuesta se ponía a prueba.
La mañana del 6 de noviembre de 1985, el Palacio de Justicia —símbolo del Estado de derecho— se convirtió en un campo de batalla. Mientras un comando del M-19 irrumpía con la llamada “Operación Antonio Nariño por los Derechos del Hombre”, el Gobierno activaba su respuesta militar bajo la conducción del ministro de Defensa, general Miguel Vega Uribe, y el comandante de las Fuerzas Militares, general Augusto Moreno Guerrero.
Aunque Betancur defendió su decisión de no negociar con los insurgentes durante la toma, las consecuencias políticas y judiciales lo persiguieron por años. Sectores de la sociedad y familiares de las víctimas lo señalaron de omisión y responsabilidad indirecta en la tragedia.
Desde el alto mando, las órdenes se multiplicaron, el Comandante del Ejército, general Rafael Samudio Molina, coordinaba la ofensiva con la Brigada 13, bajo el mando del general Jesús Armando Arias Cabrales, y unidades del Batallón Guardia Presidencial, la Escuela de Caballería y el Batallón de Reacción (BR-1 y BR-7). En las calles, los tanques y tropas rodeaban la Plaza de Bolívar mientras el humo emergía desde los ventanales del Palacio.

El director del DAS, general Miguel Alfredo Maza Márquez, y el director de la Policía Nacional, general Víctor Alberto Delgado Mallarino, también jugaron un papel central en la retoma. A ellos se sumaban oficiales como el coronel Alfonso Plazas Vega, encargado de las operaciones con blindados; el general Iván Ramírez Quintero, el coronel Edilberto Sánchez, y otros mandos que luego serían investigados por violaciones a los derechos humanos durante la operación.
En medio de esa estructura de poder, figuras civiles como Noemí Sanín, entonces ministra de Comunicaciones, y Jaime Castro, ministro de Gobierno, enfrentaban la crisis política más dura del mandato de Betancur. Sanín, en medio del caos informativo, dio la orden de mantener al aire la transmisión del partido Millonarios vs. Unión Magdalena, una decisión que, con el paso de los años, fue señalada por muchos como un acto de censura encubierta para evitar que el país viera en directo la magnitud de la tragedia. Mientras en televisión se transmitían imágenes confusas, el país se preguntaba quién tenía el control, si el Estado o la guerra.

La insurgencia y su desafío al poder
Del otro lado, el M-19 —Movimiento 19 de Abril— buscaba juzgar simbólicamente al presidente Betancur por lo que consideraba el incumplimiento de los acuerdos de paz. El comando insurgente que tomó el Palacio estuvo liderado por Luis Otero Cifuentes, Andrés Almarales, Alfonso Jacquín, Ariel Sánchez, Guillermo Elvecio Ruiz y Diógenes Benavides, entre otros. La guerrilla actuó bajo las órdenes del entonces comandante nacional Álvaro Fayad, que no participó directamente en el asalto, pero fue su principal estratega.
En el grupo también estaban Irma Franco, Clara Helena Enciso, Dora Jiménez y Marcela Sosa, algunas de ellas desaparecidas o asesinadas durante la retoma. El M-19 había planeado la operación como un acto político para exigir al Gobierno una respuesta por los acuerdos rotos y denunciar los abusos del Estado. Sin embargo, lo que pretendía ser una acción simbólica terminó en una tragedia de magnitudes impensables.
Las fuerzas en acción
La respuesta militar fue inmediata y contundente. Tropas del Ejército Nacional, apoyadas por unidades del Batallón Guardia Presidencial, el Copes (Comando de Operaciones Especiales de la Policía), y agentes del DAS, rodearon el edificio. Los tanques irrumpieron por la entrada principal del Palacio en una escena transmitida en directo a todo el país.
Las órdenes se ejecutaron desde la Escuela de Caballería, a cargo del coronel Alfonso Plazas Vega, mientras el general Arias Cabrales coordinaba la ofensiva desde el Comando de la Brigada 13. La comunicación con la Casa de Nariño era constante. Betancur, según registros históricos y testimonios posteriores, decidió no intervenir directamente en las decisiones tácticas, confiando en el mando militar.

Durante las más de 28 horas de combate, magistrados, empleados judiciales y civiles quedaron atrapados. Muchos murieron en el fuego cruzado; otros fueron rescatados con vida, y varios desaparecieron sin dejar rastro, entre ellos la guerrillera Irma Franco y trabajadores de la cafetería.
La fractura institucional
Cuando el humo se disipó, el Palacio de Justicia era una ruina. Más de un centenar de personas murieron, entre ellas once magistrados de la Corte Suprema. La justicia colombiana perdió a sus principales intérpretes y el país se sumió en un duelo prolongado.
La tragedia también reveló las fisuras del poder. Mientras el Ejército celebraba la “recuperación del orden”, las denuncias por desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales comenzaban a aflorar. El gobierno, la Fuerza Pública y los tribunales entraron en una disputa histórica por la verdad.
Décadas después, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado colombiano por los abusos cometidos durante la retoma, señalando responsabilidades institucionales en la violación de derechos humanos.
Cuarenta años después
A cuatro décadas del horror, la toma del Palacio de Justicia sigue siendo una herida abierta que atraviesa el poder político, militar y judicial del país. El episodio no solo puso a prueba la autoridad presidencial de Belisario Betancur, también expuso los límites de un Estado acorralado entre su deber de defender las instituciones y su incapacidad para protegerlas sin destruirlas.

Las voces de los sobrevivientes y de las familias de los desaparecidos siguen reclamando lo mismo que el país no ha logrado responder del todo: ¿quién dio las órdenes? ¿quién decidió la ofensiva final? ¿dónde están los desaparecidos? En el fondo, el Palacio de Justicia arde todavía en la memoria nacional, como símbolo de la fragilidad del poder, de los excesos de la guerra y de la deuda pendiente con la verdad.
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