
La tarde del 21 de agosto estaba marcada por la tranquilidad, el tráfico y calor mezclado con la brisa habitual en las calles de Cali. A las 2:45 p. m., el teléfono de Jhon Éder Parra sonó con la familiaridad de los pequeños encargos cotidianos.
Era una sobrina: necesitaba que la recogiera, la llamada de rigor que tantas veces había significado simplemente una carrera más. Pero ese día, marcando justamente las 2:50 p. m., un camión bomba explotó frente a la Base Aérea de Cali, sorprendiendo a dos taxistas y sellando sus destinos de manera brutalmente opuesta.
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Jhon Éder Parra, una de las víctimas mortales del atentado
El reloj aún no marcaba las 3:00 p. m. cuando Jhon Éder, de 59 años, se encontraba transitando por la carrera Octava con calle 52, a escasos metros de una base militar que todavía parecía, hasta ese instante, una fortaleza distante del terror que invade la vida civil en otras zonas del país o la ciudad por cuenta de las acciones de grupos armados al margen de la ley.

Nada presagiaba que en ese cruce rutinario aguardaba la última parada de su ruta. Vivía en el barrio San Marino, aquel enclave donde se le conocía tanto por manejar taxi como por arreglar chapas de puertas, repartiendo su jornada entre la conducción y la cerrajería. Era, para los vecinos, el hombre que sabía abrir casas y un acostumbrado conversador.
El momento de la explosión
El taxi de placas VCU 363 quedó a pocos metros del camión bomba. La explosión atravesó lo alcanzó de frente. El vehículo se convirtió en un amasijo de hierro y metralla, testimonio de una violencia dirigida al azar más cruel.
No hubo margen para el escape ni elección posible: murió de inmediato, sin tiempo de buscar refugio. La onda expansiva, según reconoce la Secretaría de Salud de Cali, dejó seis víctimas mortales —todas civiles— y 78 heridos, entre ellos niños y adultos mayores.
“Ayer (21 de agosto), la sobrina de él, que está en este momento encargada de las diligencias (de recuperar su cuerpo), lo llamó para que le prestara un servicio. Que casualidad, lo llamó para saber dónde y cómo iba, a las 2:45. Después de eso se dieron cuenta de la situación porque no aparecía. Había quedado en medio de esa acción demencial y demoníaca”, explicó Johnny Rangel, vocero de La Mancha Amarilla, el gremio de taxistas, a El Tiempo.

Jorge Iván Velasco, el taxista que lo chocó el camión bomba antes de explotar
A solo unos metros, otro taxi circulaba buscando pasajeros. Jorge Iván Velasco, de 37 años, tampoco había planeado ser noticia. Transitaba la misma carrera Octava con calle 52 en un vehículo diferente, placas GVT 002, y en su relato resuena la perplejidad de quien sobrevive por centímetros y segundos:
“Yo iba pasando el semáforo de la portería de la base. Unos pasajeros me hicieron señal y, cuando me voy a orillar, siento el golpe. El camión me arrolló. Paró más adelante”, contó Velasco en transmisión con el líder de La Mancha Amarilla, con su rostro marcado por hematomas y la voz envuelta en incredulidad: “Siempre me mantuve algo retirado. Gracias a eso, estoy vivo”.
El choque, dice el conductor, le dejó el taxi maltrecho en la parte trasera. Mientras bajaba del vehículo para reclamar al conductor del camión —sin sospechar la magnitud del desastre inminente—, la explosión lo expulsó del presente a una nueva cuenta regresiva: “La onda explosiva me tumbó. Sentí el golpe en la pelvis, algo me penetró. Comencé a sangrar y el aturdimiento fue inmediato”.

Había salido de casa en busca del sustento diario para su familia —su esposa y sus padres dependen de esos ingresos— y ahora, entre los 78 heridos, espera cirugía en la clínica Nuestra Señora de los Remedios. Antes de buscar ayuda, pensó en lo esencial: “Saqué las llaves, los papeles, lo que pude… y fui caminando hasta un puesto de salud”, dice, mientras repasa la secuencia una y otra vez, como si en el recuerdo cupiese la posibilidad de desandar el trayecto.
El destino de los dos taxistas es la línea más visible de una tragedia que dejó huellas en Cali y en la vida doméstica de decenas de familias. Uno, Jhon Éder Parra, representaba la figura del servidor público sin uniforme, el hombre que prestaba “carreras” y arreglaba cerraduras. El otro, Jorge Iván Velasco, sobrevive en la encrucijada de la recuperación física y la incertidumbre sobre el sustento. El taxi que conducía —propiedad ajena— espera una reparación improbable mientras el conductor aguarda ayuda que quizás no llegue pronto.
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