Dice ella que la primera vez que algo le llamó la atención no recuerda bien cuándo fue ni por qué. Solo recuerda lo que sintió mientras estaba de espaldas a él: un escalofrío que le subió por la espalda, vértebra por vértebra. Elizabeth lo atribuyó a la película de suspenso que habían visto con Marcos donde un tipo aparentemente normal se convertía en un monstruo. Como en tantas otras películas que había mirado, solo que esta vez experimentó miedo. “Qué tonta que soy”, pensó, “Grande y cagona”.
Con Marcos habían salido, hasta ese momento, unas tres veces. Él era dos años mayor y vivía desde hacía años fuera del país. Un estudiante serio que estaba por terminar su carrera de Criminología en los Estados Unidos. Había venido de paseo, a visitar a unos ex compañeros de la primaria. Elizabeth, que soñaba con vivir en los Estados Unidos y había empezado justo la carrera de Medicina en la Argentina, se sintió atraída de inmediato por él. Un seductor parco, con un mismo lenguaje universitario, “un tipo que venía de un país con futuro, alguien sólido. ¡No como los típicos chamuyeros medio vagos argentinos con los que yo me topaba a diario acá!”, reconoce con humor. La cosa fluyó.
“Tenía algo que me llamaba poderosamente la atención. Era sumamente enfocado en lo que hacía y quería conseguir. Podía ser simpático por un rato, pero de pronto parecía ausentarse y se volvía ajeno. Seco. Eso me divertía. Me resultaba interesante. Ahora, si le reclamabas la atención con algo volvía a enfocarse en vos”, relata Elizabeth.
Marcos había venido con la intención de pasar aquí los dos meses de verano. En ese tiempo la relación con Elizabeth, quien vivía sola en un departamento que bancaban sus padres en el centro de la ciudad de Buenos Aires, se convirtió en algo más. Del sexo a secas pasaron a una especie de pre noviazgo.
A la familia de Elizabeth le cayó muy bien ese joven que estudiaba en una universidad de renombre y demostraba tener grandes aspiraciones.
Una visita reveladora
Pasado el lapso de vacaciones, Marcos se volvió a Filadelfia para continuar con sus estudios en la Universidad de Pensilvania. Ella decidió, a los pocos meses, que deseaba visitarlo. Sus padres la ayudaron con el pasaje y partió feliz.
Se alojó en un departamento alquilado cerca de donde vivía él con otros compañeros de facultad. La idea de Elizabeth era aprovechar para viajar con él los fines de semana. Luego de eso, sus vacaciones terminarían con la visita a una amiga que estaba estudiando en Miami.
Con 20 años estaba más que emocionada con la perspectiva de que la relación funcionara. Le gustaba cómo era él en líneas generales y le gustaba también la vida que podrían tener juntos. Soñaba con una familia enorme en una casa perfecta en los Estados Unidos. El tema de las equivalencias de su carrera era algo que todavía no tenía demasiado en cuenta. Ya vería cómo se presentaban las cosas: “Esas eran mis fantasías. Algo propio de la edad. Vivir afuera, con un argentino que le iba bien, enamorada y feliz. Ganar dinero para una vida cómoda y educar a varios hijos. Nada muy distinto de lo que podría soñar la mayoría. Estaba el tema de mi carrera, de las equivalencias que tendría que dar. No había averiguado nada, pero bueno, yo iba día a día. Recién comenzaba la cosa”, resume.
“Yo ya te conté que había sentido ese escalofrío al principio, cuando nos conocimos. Casi se me había borrado de la memoria, pero en la estadía en Estados Unidos, un comentario de él, me lo recordó. Fue una frase que parecía estúpida por lo desubicada, una broma negra propia de los que están en el mundo forense o de la criminología. Ocurrió después de una discusión por un partido de truco. Yo jugaba en pareja con un norteamericano llamado Jim que no tenía idea de nada; él hacía dúo con otro que también estaba aprendiendo. Jugamos tres partidos y con Jim los matamos. Divertida me burlé de él todo lo que pude porque la última vez durmieron afuera, en las malas… A Marcos se le desencajó la cara y cuando ellos se fueron, enojado por mis bromas, me dijo muy serio algo que me dejó dura. Te lo voy a decir textual porque de esto sí que me acuerdo con precisión: Por si algún día te volvés a portar mal conmigo… supongo que sabés que yo sabría perfectamente como disecarte para plantarte en el cantero de la facultad ¿no? Remató su esperpéntica frase con una media sonrisa, pero yo me quedé helada. Petrificada. Sentí miedo de verdad”. Fue por eso que recordó aquel escalofrío previo sin causa registrada.
Las cosas volvieron casi a la normalidad al día siguiente y Elizabeth intentó olvidar el comentario.
No pudo.
Actuar a tiempo
Marcos tenía cinco días libres así que al fin de semana siguiente viajaron a Boston. La familia de él vivía en las afueras de la ciudad. Estuvieron un día y medio en su casa y después de los saludos y presentaciones pertinentes volvieron a salir de viaje. Alquilaron un auto para ir hacia Nueva York donde se alojarían en el departamento de un amigo de Marcos. Serían tres noches.
Fue en ese período que Elizabeth volvió a experimentar temor frente a su pareja. Pequeños grandes detalles. Estaban en la ruta hacia Manhattan cuando él, hablando de su propia madre, sugirió que sería mejor que ya no le estuviera tanto encima porque le daban ganas de desaparecerla del mapa. “No recuerdo como lo dijo, pero ese era el mensaje inequívoco. Casi que la prefería muerta. Me vio que me había cambiado la cara y se entró a reír a carcajadas. Sonó forzada su risa. Quedó ahí. Yo sentí que no había sido ningún chiste, lo había dicho con una medida rabia. La siguiente vez que me inspiró lo mismo fue después de una llamada telefónica de su padre en la que le contó que su abuela paterna, de noventa y tantos, estaba en las últimas en Buenos Aires, internada en un hospital. A él le salió una frase que para mí fue lapidaria: ‘bueh ¡ya es hora de que parta la vieja! ¿Hasta cuándo vamos a tener que estar corriendo con el tema de su Alzheimer? Es una pesadilla vivir tanto’. Otra vez él percibió en mis ojos el horror y dio marcha atrás. Me explicó que veía que sus padres se preocupaban demasiado y que, bueno, que su abuela ya había vivido bastante, que eso no era vida. Que no era que no la quisiera. Intentó explicar cosas obvias que todos podemos pensar, pero que él había puesto en palabras sin ningún reparo y con cero emoción. Empecé a darme cuenta de que sus reacciones a mis caras no eran espontáneas, eran como aprendidas. La empatía no le salía con naturalidad. O, no la tenía en absoluto”.
A Elizabeth no le salía pasar por alto esas actitudes. Al irse de Nueva York para visitar por un día los Hamptons las cosas escalaron. Habían tomado un hotel de madera, cerca del mar. Ella se había comprado unos collares largos hippies, de piedras muy coloridas, y unas barras en crema para tapar manchas en el cutis. Luego del check in dejó sus adquisiciones apoyadas sobre su mesa de luz. Se fueron a la playa. A la noche Marcos y ella discutieron acerca de dónde ir a comer. Él quería carne, ella pasta. Al final cedió ella al observar que el fastidio de él estaba por fuera de lo previsible. Marcos quedó molesto. Lo demostró con su indiferencia y distancia. Elizabeth lo etiquetó como malcriado y procuró no darle importancia al asunto.
Al día siguiente, después de una mañana de playa anodina, pensó en ponerle onda al asunto. Se pondría sus collares, se maquillaría y lo invitaría a almorzar algo con carne como tanto le gustaba a Marcos a un sitio que había visto que daba al mar. Buscó sus collares, pero no estaban en ningún sitio. Él, como si nada, dijo que podría haber sido la mucama. Podía ser, admitió Elizabeth, que también notó que tampoco aparecían sus correctores faciales. Marcos salió de la habitación y le anunció que la esperaba en la recepción tomando algo. Elizabeth terminó de maquillarse y revisó el ropero. ¿Cómo alguien podía mancharse robando unos tontos collares? Al mover su carry on escuchó un tintineo y vio deslizarse unas cuentas de colores por el piso del placard. Ahí estaban. Y el hilo estaba por ahí también, parecía cortado a tijera por la mitad. Era absurdo. ¿En qué momento había pasado el collar a estar en otro sitio y roto? Todas las pequeñas cosas vividas con Marcos, sus frases que tanto le habían molestado le vinieron a la memoria juntas. Siguió revisando como loca mientras el collage se armaba en su cabeza. Debajo del mueble donde estaba la bacha del baño había algo más… Era el otro collar también despanzurrado. Ahora, sus rodillas temblaban, se entrechocaban del miedo. Nada de un robo de una mucama. Esto era algo de él. Tenía que haber sido él. ¿Y las barras de make up? ¿Qué las habría hecho? ¿Las habría tirado por el inodoro? Elizabeth creía estar inmersa en una película de terror. Intentó calmarse: “Me dije: tranquila, estás haciendo una montaña de una tontería”.
Si Elizabeth había creído antes estar enamorándose, con estas sospechas había retrocedido todos los casilleros hasta el inicio. Se sentó y pensó con frialdad que le quedaban dos días, que ya se volvía: “Tendría que remarla durante ese tiempo, solo tenía que hacer eso para después irme”.
Esa noche fue la última estocada contra el amor que ya había languidecido: mientras veían en la tele un suceso guerrillero sangriento en la otra punta del planeta Marcos sacó a relucir su opinión: el mundo estaba superpoblado y, después de todo, esas cosas que pasaban venían a equilibrar la presión demográfica.
A pesar de sus temores, Elizabeth no pudo evitar saltarle al cuello y pedirle que se retractara de tanta insensibilidad, que algún día él tendría hijos y que no querría que fueran considerados como un porcentaje descartable de la población mundial.
Marcos la miró con absoluta frialdad y le espetó sin bajar su mirada: “Bueno, será por ahí que yo trabajo demasiado con la muerte como para andar tan sensible. Las cosas como son y el mundo cada tanto tiene que regular su población. El planeta va hacia su destrucción por los excesos del hombre. Las guerras, te guste o no, son necesarias”. Después de esa conversación, terminó su trago y la tomó del brazo y la llevó al cuarto. Como emulando un tratado de paz hicieron el amor, o el desamor diría ella después, de una manera distinta: “Fue rarísimo. Era como impersonal y distante y al mismo tiempo demasiado fogoso. Estaba aterrada, pero lo disimulé bien. Solo pensé que me faltaba muy poco para irme. Pero había violencia en el aire”.
Elizabeth esa tarde supo que jamás sería Marcos el padre de sus hijos. De ninguna manera. Ni quería verlo de nuevo. Marcos era una bomba de tiempo. Y ella no quería estar ahí cuando todo saltara por los aires.
Dos días después “me subí agradecida de estar viva al avión. Con gran alivio. Le había empezado a tener un miedo terrible”.
Se despidió simulando, como pudo, y un Marcos gélido le anunció que en dos meses podría viajar a Buenos Aires a verla.
Apenas aterrizó en Buenos Aires Elizabeth pidió turno con su antigua psicóloga. Le contó lo ocurrido al detalle y la profesional le advirtió que sería prudente terminar la relación ya, no esperar a la nueva visita de Marcos para hacerlo en persona.
“Decidí inventarme una crisis vocacional, una depresión existencial y hacerme la víctima. Le dije que no quería seguir, que no podía, que no quería perturbar sus estudios. Él insistió un poco y dijo algunas cosas fuera de lugar sobre la psiquis femenina, pero por suerte logré distanciarme. Tanto pavor le tomé que me apuré a alquilar otro departamento en otro barrio, Núñez, y me cuidé bien de que nadie le pudiera decir dónde vivía. A mis padres solo les dije que no había funcionado y que necesitaba la mudanza. Me entendieron. Por suerte, no teníamos gente en común, casi nadie. Lo fui bloqueando de a poco en mis redes hasta que lo volví transparente”.
Nunca más vio a Marcos y de esto ya pasaron como seis años. Todavía, cuando se le aparece en su mente, siente el mismo escalofrío inicial: “No sé bien qué me llevó a salir con él, quizá esa vida lejana que parecía tan maravillosa. Menos mal que estuve atenta y que me borré antes de que avanzáramos. No sé si él tendrá alguna patología realmente, pero estoy segura de que podría ser capaz de cualquier cosa. De maltratar y hasta de matar. No creo que sienta las cosas como las sentimos los demás. A veces pienso en la pobre mina que se enganche con él, ¿cómo puede terminar?, ¿en un macetero siendo abono de las rosas como me amenazó a mí? Creo que las mujeres tenemos que estar atentas, jamás distraídas. Menos mal que me avivé y salí a tiempo de una relación potencialmente peligrosa. Creo que son muchas las personas que boicotean las sensaciones de alerta que alguien puede generarte. Hay que escucharse. Esa es para mí la clave de la supervivencia y lo que me llevó a contarte mi historia”.
Si los miedos de Elizabeth reflejaron la realidad, vaya uno a saber, pero siempre prevenir resulta mejor que curar. Después de todo, amores puede haber muchos y vida solo hay una.
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* Amores Reales es una serie de historias verdaderas, contadas por sus protagonistas. En algunas de ellas, los nombres de los protagonistas serán cambiados para proteger su identidad y las fotos, ilustrativas