
HABÍA PERDIDO LA FE EN EL UNIVERSO HASTA QUE SE ME APARECIÓ SONRIENTE MI DIFUNTO EXNOVIO DE 16 AÑOS.
Mi marido no se inmutó cuando le comenté que el fantasma de mi primer amor venía a visitarme a nuestro lecho conyugal.
"¿Ah, sí?", dijo Adam. "¿Cómo está Sandy?".
"¿No te sorprende?" Le dije. Mi novio de la preparatoria, Sandy, había muerto de manera inesperada el año anterior a los 29 años. Esta era la primera vez que su fantasma me visitaba.
"La verdad es que no", respondió.
"¿Por qué?", pregunté.
"Porque tú eres tú", contestó.
Por aquel entonces, yo era el tipo de chica que tomaba decisiones basándose en la órbita de un planeta alrededor del sol. Adam me había enseñado las listas de pros y contras, los seguros de viaje y la sensación tranquilizadora de saltar a un lago helado.
Yo le había enseñado que encontrar una moneda de diez centavos en la acera es un mensaje de alguien en el cielo y a evitar firmar documentos importantes en Mercurio retrógrado (difícil con mi trabajo de abogada).
Años después, ya no leo las estrellas ni pinto mis sueños ni intento manifestar las cosas que quiero en la vida simplemente creyendo que ocurrirán.
Dejé de confiar en el universo en un sauna cochambroso y desvencijado del sótano de la primera casa que Adam y yo tuvimos en Toronto. Estaba escondida, escribiendo una carta para convencer a Adam de que me dejara. A principios de esa semana, durante una ecografía rutinaria de embarazo, el técnico salió bruscamente de la sala.
La optimista que había en mí pensó que la máquina se había descompuesto. Pronto, un radiólogo se situó al lado de mi vientre lleno de gel de ultrasonido, pronunciando términos médicos indiscernibles antes de por fin decir una palabra que entendí: "mortinato".
No lloré, sobre todo porque no le creí. Nos enviaron a casa porque el hospital estaba muy ocupado y dar a luz a un mortinato de cinco meses y medio no se consideraba una urgencia. En casa, seguí mis rutinas de embarazo: Tomé mis vitaminas, evité las carnes procesadas y dormí con mi almohada gigante. Al fin y al cabo, seguía embarazada. No se lo conté a mis amigos íntimos ni a mi familia porque no quería preocupar a nadie, pues sabía que nuestro bebé iba a estar bien. Esperé una llamada del médico en la que se disculparía por el tremendo error.
Incluso cuando volvimos al hospital cinco días después, confié en que todo saldría bien. Yo era de las que creía en los finales felices, aunque no pudiera ver cómo. Nos acompañaron a una habitación oscura apartada de la sala de partos. Me puse una bata de hospital y me tumbé en la cama, donde el personal médico empezó a conectarme a máquinas.
Cuando el anestesista me enseñó a pulsar el botón para liberar analgésicos, me sentí confundida. ¿No deberían ponerme la epidural? Cuando das a luz a un bebé sin vida, me explicó el anestesista, puedes tomar fármacos normales porque ya no hay preocupación de dañar al feto. No pulsé ese botón durante mucho tiempo, incluso después de que empezara el dolor de las contracciones. Pero después sí lo pulsé.
El parto fue casi como me lo había imaginado. Tomé la mano de Adam, respiré hondo y pujé. Pero cuando nació mi niña, la habitación quedó en silencio. Una enfermera envolvió su cuerpo inmóvil en una manta y nos preguntó si queríamos tomarla en brazos.
Yo dije que sí y Adam dijo que no.
La arrullé en mis brazos y le canté canciones de cuna que ni siquiera sabía que conocía. Era pesada, sólida. Había un bebé en esas mantas. Olía a bebé. Memoricé su cara perfecta y tomé con suavidad sus deditos. Me sentía bien. Yo era su madre. No fue hasta que la enfermera volvió 45 minutos después y me la quitó de los brazos que acepté que no habría milagro ni final feliz.
Ese día dejé a mi bebé y a la persona que yo era en ese hospital. Dejé de leer el horóscopo. Sustituí las manifestaciones y las cartas del tarot por listas detalladas y planes de emergencia. Y el fantasma de Sandy dejó de visitarme.
Cuando volví a quedar embarazada, me preparé para lo peor. No pensé en nombres para el bebé ni compré ningún artículo para recién nacido.
Cuando mi hijo y mi hija eran bebés, llamaba a diario al pediatra con preguntas y preocupaciones. Y cuando empezaron a comer alimentos sólidos, me obsesioné con la reanimación cardiopulmonar y los protocolos de atragantamiento. Tenía pensamientos intrusivos: mi hijo que se caía de la cuna, mi hija que se daba un portazo en la mano, mi marido que se resbalaba en el hielo.
Y, sin embargo, encontraba consuelo en estos pensamientos. Creo que era la forma que tenía mi mente de protegerme. Claro que había perdido la capacidad de ver la magia en el mundo, pero si podía anticiparme a todos los posibles escenarios horribles, siempre estaría preparada.
Y entonces, un domingo cualquiera, unos cinco años después de perder a nuestro primer bebé, Adam y yo llevamos a nuestros hijos a dar un paseo por los Everglades de Florida. Como era de esperar, Adam había leído información sobre la zona y nos estaba dando una lección de historia, pero yo no estaba escuchando. Estaba concentrada en la oxidada camioneta roja que estaba a punto de pasar por donde estábamos en el carril de al lado.
Con horripilante detalle, imaginé que la camioneta chocaba contra nuestro auto. Cristales rotos. Bolsas de aire. Sangre. Hasta que algo me sacó de mis pensamientos. No algo, alguien.
Sandy. El fantasma de Sandy había vuelto. Un sonriente Sandy de 16 años y ojos azules estaba sentado a mi lado, con la misma apariencia que cuando nos conocimos en el servicio de guardarropa del baile de la preparatoria. Antes de que pudiera reaccionar, Adam susurró casualmente: "Hola, Sandy", y luego continuó con su explicación sobre los pantanos. Sandy solo se quedó con nosotros unos minutos mientras atravesábamos aquel interminable tramo verde y frondoso.
"No puedo creer que tú también lo sintieras", dije cuando Sandy ya se había marchado.
"No lo sentí", dijo. "Solo supe que tú sí".
"¿Cómo?", le pregunté.
"Porque tú eres tú", dijo.
Cuando somos jóvenes, el amor se siente prospectivo, centrado en el futuro. Pero en algún momento cambia, ¿no? En algún momento, aferrarse también se convierte en parte del amor. Para Adam, yo seguía siendo la chica que cree en fantasmas. Él se había aferrado a ella. Se había aferrado a mí.
En el poema "San Francisco y la cerda", Galway Kinnell escribe:
a veces es necesario
volver a enseñarle a una cosa su belleza
Esto es lo que Adam y Sandy hicieron por mí en los Everglades. Me enseñaron que en algún lugar, en lo más profundo de mi ser, aún vivía esa versión de mí, encantadora, intrépida y creyente en fantasmas. Tal vez, en cierto modo, esto es también lo que he hecho por Sandy.
Cuando el fantasma de Sandy viene a mí, lo veo en toda su belleza. La estrella de fútbol de la preparatoria. El ecologista apasionado. El chico sensible y con alma que me dio mi primer beso. Me aferro a todo él. Incluso las partes de sí mismo que dejó de ver hacia el final, cuando sucumbió a los problemas de salud mental contra los que había luchado con valentía, que también coincidió con el día en que Adam y yo nos comprometimos.
Quizá el mayor acto de amor sea simplemente aguantar. Aferrarse a la plenitud de la persona que amas, incluso cuando ella no puede, incluso cuando siente que ha perdido una parte elemental de sí misma.
Me senté en el auto, suumergida en los interminables Everglades color esmeralda. Miré a Adam y pensé en darle las gracias. Gracias por sostenerme cuando yo no podía. Pero me pareció inadecuado y demasiado cursi para nosotros. En lugar de eso, saqué a colación lo peor que le había hecho, algo que ocurrió después de que llamaran del hospital y nos preguntaran qué queríamos hacer con los restos de nuestro bebé.
"Ad, ¿todavía tienes la carta que te escribí el día que me escondí en el sauna?", le pregunté.
"Sí. Está con el resto de las cosas de B", dijo. B es como llamamos a la bebé que perdimos.
"¿Qué cosas?".
Adam había guardado una caja para B. Durante cinco años, no tuve ni idea de que mi estoico e impasible marido había guardado una caja de zapatos con tres objetos para la niña que perdimos.
Dentro había un perro de peluche que Adam ganó en una feria a la que fuimos cuando yo estaba embarazada, un libro de pingüinos que yo ni siquiera sabía que él había comprado y la carta que yo le había escrito. La carta era una disculpa, no por la muerte de B, sino por haberme convertido en una persona diferente el día de su muerte, una disculpa por el "yo" que creía que habíamos perdido.
Adam había guardado mi carta. Se había aferrado a las partes de mí que yo había perdido. Pero Adam nunca tomó a B en sus brazos.
Mi marido valiente, fuerte y siempre firme no pudo hacerlo. No soy la única en nuestro matrimonio que ha perdido partes de mí misma. Puedo aferrarme, por él. Y, cuando esté preparado, volveré a enseñarle su belleza.
(Si tienes pensamientos suicidas, llama o envía un mensaje de texto al 988 para ponerte en contacto con la National Suicide Prevention Lifeline o visita SpeakingOfSuicide.com/resources para obtener una lista de recursos adicionales).
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