Violeta Parra, madre del folclore que redefinió la música latinoamericana

Reportajes Especiales - Lifestyle

Guardar

Este artículo forma parte de Overlooked , una serie de obituarios sobre personas notables cuyas muertes, a partir de 1851, no fueron reportadas por el Times.

A los 7 años, Violeta Parra encontró algo que su padre le había intentado ocultar: su guitarra, escondida bajo llave.

La agarró y empezó a tocar.

"Aunque la guitarra era demasiado grande para mí y tenía que apoyarla en el suelo", dijo en una entrevista a la revista chilena Écran en 1954, "comencé a cantar despacito las canciones que escuchaba a los grandes. Un día que mi madre me oyó no podía creer que fuera yo".

Ese simple acto de rebeldía inauguró una trayectoria que transformaría la música folclórica latinoamericana. Las composiciones de Parra, enraizadas en rimas y ritmos tradicionales chilenos, terminaron convirtiéndose en himnos que trascendieron las fronteras culturales y nacionales.

Su canción más emblemática, "Gracias a la vida", con su característico rasgueo y su letra poética sobre la belleza y el dolor, las alegrías y las penas --todo el espectro de la experiencia humana--, ha sido reinterpretada por una infinidad de artistas, como Jennifer Lopez, la cantante country Kacey Musgraves, Shakira, el grupo canadiense de rock indie Arcade Fire y el dúo de k-pop Davichi.

En la actualidad, Parra es reconocida como la madre de la Nueva Canción Chilena, un movimiento de música folclórica y política en Sudamérica, aunque sus composiciones fueron más allá del folclore, e incluyen su serie de "Anticuecas", virajes osados del baile tradicional de la cueca chilena. Su canción "El gavilán", intensamente disonante y considerada su obra maestra musical, le valió comparaciones con compositores como Stravinsky y Beethoven. La pieza, que dura más de 10 minutos, superpone gritos vocales impregnados de angustia con crudos acordes de guitarra y abruptos cambios rítmicos.

Parra no empleaba fórmulas comerciales, como estribillos pegadizos. Podía construir una canción con un solo acorde, como hizo con "Arriba quemando el Sol", cuya repetición hipnótica recalca la pobreza sombría de los pueblos mineros de Chile. Sus melodías eran sencillas pero conmovedoras: sin solos, con mínima instrumentación, a menudo una simple guitarrilla, como en "Volver a los 17 ", su conmovedora meditación sobre el redescubrimiento del amor más tarde en la vida.

Parra tenía una "sensibilidad jazzística" y era "una virtuosa a su manera", dijo en una entrevista Ángel Parra, su nieto que también es músico. A algunos les parecía que su voz, un tanto cruda y desentrenada, era estridente; a otros les cautivaba su solemnidad en canciones como "Rin del angelito", una elegía por un niño muerto que presenta la muerte como un viaje de vuelta a la naturaleza y no como una tragedia.

A pesar de todo su reconocimiento actual, el éxito de Parra solo llegó tras su muerte por suicidio en 1967, a los 49 años, tal y como había presagiado sombríamente en una carta que le envió a un amigo en 1964: "El arte viene a dar su verdadero fruto cuando el cadáver del creador está devorado por las lombrices".

Violeta del Carmen Parra Sandoval nació el 4 de octubre de 1917 en un pequeño pueblo cercano a Chillán, en el Valle Central de Chile, una de los nueve hijos de Clarisa Sandoval, costurera, y Nicanor Parra, profesor y músico. Los padres de Violeta, recelosos del estilo de vida a menudo disoluto de los músicos, intentaron mantener la guitarra fuera de su alcance. Pero tras la muerte de su padre cuando ella tenía 13 años, ella y sus hermanos tocaban abiertamente música en la calle a cambio de monedas o comida.

Cuando su hermano Nicanor se trasladó a Santiago para estudiar, Parra lo acompañó y perfeccionó su arte actuando en bares de trabajadores.

Nicanor vio el potencial de su hermana. Estando ya en la treintena, la animó a emprender una misión monumental: encontrar y preservar las canciones tradicionales del campo chileno. Parra aceptó el encargo con fervor mesiánico, "como una Juana de Arco", dijo su nieta Javiera Parra.

Con una guitarra, un cuaderno y, más tarde, una grabadora de más de 20 kilos, Violeta empezó a viajar en coche, autobús, caballo y a pie a granjas y barriadas rurales chilenas en busca de ancianos que tocaran y cantaran canciones tradicionales para ella. A cambio, les ayudaba con tareas mundanas como pelar papas. Luego escribía lo que oía. Como nunca recibió formación musical, Parra dibujaba pentagramas "con pelotitas y ondulaciones que le indicaban la frase musical", dijo Gabriela Pizarro, una colega folclorista, en un programa de radio emitido en 1986 sobre Parra. Llegó a recopilar unas 3000 canciones, poemas, danzas, adivinanzas y refranes.

Nunca dejó de actuar, y grabó una decena de elepés y epés en solitario a lo largo de su vida. Sus letras exploraban el amor y el desamor, la naturaleza y la vida rural, la muerte y la espiritualidad. También desarrolló una sensibilidad de justicia social, y dio voz a las luchas de las comunidades indígenas y a las exigencias de los trabajadores, y denunció la opresión política. "La carta", con su rasgueo de guitarra pegadizo y enérgico, se considera una de sus canciones de protesta por excelencia. Cuenta la historia de uno de los hermanos de Violeta, quien en 1962 fue encarcelado por participar en una protesta obrera para obtener mejores salarios: "Los hambrientos piden pan / Plomo les da la milicia, sí".

En 1938 se casó con Luis Cereceda, un trabajador ferroviario. La relación se resintió porque Parra prefería la música al papel tradicional de ama de casa y a menudo pasaba tiempo lejos de sus dos hijos.

Más tarde se casó con Luis Arce, con quien tuvo dos hijos más. Pero en 1955 se vio sometida a intensas críticas por no cumplir sus deberes maternales, cuando su hija de 9 meses, Rosa Clara, murió de una enfermedad mientras Parra estaba de gira por Europa.

Sus otros hijos actuaron con ella desde muy pequeños. Todos recuerdan una infancia de asistencia irregular o nula a la escuela y viajes frecuentes, pero todos parecían valorar la vocación de su madre.

"Ella tenía otra tarea que hacer", dijo en una entrevista Isabel Parra, la única hija viva de Violeta. "Si hubiera sido una madre convencional, no habría sido la Violeta Parra".

Parra no era una persona fácil de tratar. Tenía cambios de humor que podían desembocar en arrebatos violentos. Con frecuencia se refería a sí misma en tercera persona: "¡Llegó la Violeta Parra!", lo que molestaba a algunos de sus colegas.

En 1959 contrajo hepatitis. Mientras se recuperaba en la cama, empezó a pintar y esculpir. Más tarde, cosió tapices bordados hechos de arpillera, el único material que podía permitirse. Su arte mostraba colores vivos y motivos bucólicos de pájaros, árboles y flores, y representaba escenas simbólicas que celebraban tradiciones chilenas, como bailes de cueca o una huelga de campesinos.

Parra esperaba que su obra se expusiera en el Museo de Arte Moderno de París, pero fue rechazada; algunas de sus obras se expusieron finalmente en 1964 en el Museo de Artes Decorativas, en un ala del Louvre. Fue la primera exposición individual dedicada a un artista latinoamericano, según el museo.

Después de una estancia de tres años en Europa, Parra regresó a Santiago en 1965 para encontrarse con que una nueva generación de músicos folclóricos había entrado en escena, y sus hijos mayores, Ángel e Isabel, la lideraban. Habían abierto La Peña de los Parra, un club de música bohemio que se convirtió en un centro para artistas jóvenes y comprometidos políticamente, atraídos por los nuevos sonidos panamericanos e internacionales.

Parra abrió su propio centro de música, la Carpa de la Reina, tratando de reclamar un espacio para la auténtica cultura folk que ella apreciaba, pero la empresa fue un desastre.

Por aquel entonces, su salud, tanto mental como física, se estaba deteriorando mientras luchaba contra la depresión, un sarpullido y la separación de su pareja desde hacía años, Gilbert Favre. Aun así, siguió creando.

"No para nunca esta cosa que me sale de la cabeza", escribió una vez en una carta a Favre. "Si en vez de letras fuera hilo, tendría que coser todas las heridas del mundo".

En 1966 publicó su álbum de mayor repercusión, Las últimas composiciones, un tour de force de 14 canciones originales que incluía algunas de sus piezas más memorables, como "Run Run Se Fue P'al Norte". La canción combina un ritmo apresurado con versos melancólicos que describen la partida de Favre a Bolivia, viaje que sirve de metáfora de su separación definitiva.

Tres meses después, el 5 de febrero de 1967, Parra se suicidó de un disparo.

Hoy, en Santiago, su rostro adorna murales y sus canciones se enseñan en las escuelas chilenas. En el Museo Violeta Parra, los visitantes cuidan las flores de un jardín dedicado a ella. Y, en todo el mundo, su influencia perdura.

"Era un genio", dijo su nieta Javiera. "Una de esas personas que tocan una cuerda que vibra en una vibración que atraviesa tiempo, espacio, generaciones e idiomas".