Paddington y la esperanza ante el duelo

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En medio del luto, una hija encuentra un compañero inesperado en la entrañable película, cuya estrella, un osito, da un ejemplo de cómo vivir con la pérdida.

Fue en el vuelo de vuelta a casa tras el funeral de mi padre cuando conocí a Paddington. David, mi compañero, y yo buscábamos algo fácil de ver para distraernos y pensamos que una película sobre las aventuras de un oso generado por computadora con un gorro rojo blando podría servir. Entramos a ciegas, ya que ninguno de los dos habíamos crecido con los libros infantiles.

Si conoces la historia, sabrás que fue una decisión ingenua, por no decir mala, en un momento de duelo. Casi inmediatamente, Paddington, ya huérfano, pierde a su tío Pastuzo en un catastrófico terremoto en Perú. Poco después, su tía Lucy le dice que debe encontrar un nuevo hogar, solo, sin ella. Huérfano por partida doble en los primeros 10 minutos. Empecé a llorar.

Desde niña me habían consumido las necesidades de mi padre y anhelaba no fungir de la madre de mi padre. Pobre Paddington, obligado a navegar por el mundo de los adultos.

Las películas de Paddington han actuado como un extraño punto de referencia. Vi la primera película con 31 años, al día siguiente de dejar a mi padre en una caja de pino, y unos meses más tarde, vi la secuela, que fue toda una delicia y me ofreció un respiro de la oscuridad del luto. Cuando Paddington: Aventura en la selva, la tercera película, se estrene en Estados Unidos, habrán pasado casi dos años de la muerte de mi padre. La serie se ha convertido en un inesperado monitor del duelo; Paddington, en mi compañero fortuito.

Mi padre y yo teníamos, en el mejor de los casos, una relación complicada, como sus relaciones con casi todo el mundo. Adicto, con no pocos trastornos mentales y, más tarde, demencia, había destruido sus vínculos con cualquiera que intentara ofrecerle esa cosa fugaz y asfixiante llamada ayuda.

Pasó años desempleado, en rehabilitación, periodos en los que desaparecía e innumerables visitas a la sala de urgencias. Pensaba que ya había hecho el "duelo previo" --para tomar prestado un término de Roman Roy-- así que la ola de desesperanza y los pensamientos de ¿qué sentido tiene todo esto? que siguieron a su muerte llegaron como un horrible terremoto final. Me quedé vacía.

En el avión, mientras observaba cómo aquel osito inocente, con su optimismo inquebrantable y sus modales impecables, experimentaba una pérdida tras otra, ese vacío creció hasta ennegrecerme por completo desde dentro hacia fuera. Me había engañado una película infantil. David me tendió la mano.

La tía Lucy le dice a Paddington que debe ir a Londres, el lugar de nacimiento de un explorador al que ella y el tío Pastuzo hospedaron una vez. Coloca una etiqueta de equipaje alrededor del cuello de Paddington que dice: "Por favor, cuida de este oso". Me estremecí, deseando que alguien hiciera lo mismo por mí.

Pero Paddington protesta: no conoce a nadie en Londres.

"Hubo una vez una guerra en el país del explorador", explica con gentileza la tía Lucy. "Miles de niños fueron enviados lejos en busca de seguridad, los dejaron en las estaciones de ferrocarril con etiquetas al cuello, y familias desconocidas los acogieron y los quisieron como si fueran suyos".

Ya no era la única que intentaba mantener la compostura. David, nieto de dos supervivientes del Holocausto, se volvió hacia mí y estallamos en sollozos. Pusimos la película en pausa y juntamos nuestras frentes y lloramos, dejando que nuestros hombros sacudieran las bandejas plegables mientras nos estremecíamos.

La abuela paterna de David --su safta, Frieda Scheindling-- escapó de la guerra en 1939 mediante el Kindertransport, la operación de rescate que llevó a Inglaterra a casi 10.000 niños de la Europa ocupada por los nazis a Inglaterra. Frieda, de 14 años, subió sola a un tren, dejando atrás a sus padres y a su hermana mayor. Todos murieron en los campos de concentración.

En Londres, Frieda fue enviada a un orfanato y más tarde adoptada por una pareja inglesa que la crió como propia. Un regalo insondable.

El Kindertransport fue una operación relativamente pequeña, en la que se rescató a una fracción de los niños que se enfrentaban a la muerte, y se vio interrumpida por la invasión de Hitler a Polonia. Verla mencionada en una película no relacionada --o eso creíamos-- con el Holocausto nos dejó atónitos.

Paddington, con los ojos brillantes por la desesperación, pregunta: "¿Y si ni siquiera les gustan los osos?". La tía Lucy lo tranquiliza diciéndole que las buenas personas de Londres "no habrán olvidado cómo tratar a un extraño".

David y yo nos enteramos más tarde que el autor Michael Bond basó Paddington en los niños refugiados que él, de niño, veía llegar a la estación de tren de Reading, a las afueras de Londres con etiquetas al cuello.

Cuando nuestro héroe llega al andén de Paddington, la estación de la que toma su nombre, pregunta: "¿Alguien sabe dónde puedo encontrar un hogar?". También él es acogido por unos amables desconocidos de Londres: la familia Brown. Aunque no sin reservas.

El señor Brown, interpretado por Hugh Bonneville, considera a Paddington un peligro para la seguridad. Los vecinos se muestran escépticos --algunos temerosos-- ante la nueva incorporación. Los extraños ponen los ojos en blanco. Se reservan el derecho a elegir a quien merece su compasión. Pero la señora Brown (Sally Hawkins) acepta su pelaje y sus extravagantes hábitos de higiene de todo corazón. Ella está a la altura de la propia disposición de Paddington: la benevolencia.

Y al son de la alegre música de una banda de calipso, pronto entabla amistad con otras personas de orígenes similares, como el señor Gruber (Jim Broadbent), un excéntrico anticuario cuya llegada a Londres suena terriblemente familiar.

En la tienda de antigüedades, rebosante de esculturas de bronce y lámparas ornamentadas, un tren serpentea para servir el té. Paddington lo sigue asombrado.

"Igual que un tren en el que viajé hace muchos años", le dice el señor Gruber. "Había problemas en mi país, así que mis padres me enviaron al otro lado de Europa. No era mucho mayor que tú ahora".

Paddington se asoma al vagón y encuentra a un niño pequeño, asustado y solo, con una etiqueta alrededor del cuello. David y yo hicimos una pausa para llorar un poco más.

Los temas judíos seguían apareciendo: Paddington como polizón en un barco (se decía que mi bisabuelo Saul había escapado de los pogromos en Polonia antes de la guerra). Paddington tachado de "criatura muy desagradable" en las quejas de vecinos entrometidos. Paddington escapando de la muerte --de una Nicole Kidman vampiresa y obsesionada con la taxidermia-- mientras está atrapado en una incineradora, rodeado de llamas. Cuando pasaron los créditos, David y yo nos colgamos el uno del otro, con los ojos enrojecidos, cegados.

MÁS TARDE ESE MISMO AÑO, cuando el dolor estaba fresco, pero no al rojo vivo, vimos la secuela. Esta vez no estábamos tan verdes. Sabíamos que nos esperaba un golpe emocional y por lo tanto nos preparamos.

Pero cualquier pesadumbre se vio atenuada de inmediato por las travesuras habituales de Paddington y un nuevo villano: un Hugh Grant deliciosamente tonto, aficionado a los disfraces elaborados y los trucos de magia.

Con sus caprichos a lo Wes Anderson y sus cabriolas de escape, es mi película favorita --y la de muchos otros-- entre las tres.

En ella, Paddington se ha instalado felizmente en Londres y en las rutinas de la vida con los Brown. Mi propia vida no se había asentado del mismo modo --mi situación de vivienda estaba en el limbo, mi salud era un desastre--, pero avanzaba en esa misma dirección, y era un consuelo ver que mi compañero de andanzas había encontrado su camino. Yo estaba hinchando por él, y quizá también por mí misma.

La perpetua presunción de buena voluntad de Paddington desarma incluso al más duro de los criminales, lo que lo hace ganarse aliados a cada paso.

¡He aquí a Paddington con un séquito de amigos! He aquí a Paddington que consigue un trabajo (si bien lo pierde enseguida). He aquí a Paddington durmiendo tranquilo cada noche, sabiéndose querido.

Yo, que seguía aferrada a la amargura y la autocompasión, envidiaba su sentimiento de pertenencia, pero también había esperanza, que se asomaba silenciosamente.

CON PADDINGTON: AVENTURA EN LA SELVA, el tiempo ha obrado su milagrosa alquimia. Han pasado casi dos años desde el funeral. Esta película, la tercera de la serie, transcurre en el viaje de Paddington de vuelta a su natal Perú, acompañado por los Brown. La banda de calipso ha sido sustituida por un conjunto de cumbia, cuyos ritmos chic-chicá de ritmo acelerado me recuerdan que ya no estoy anegada en la desesperación.

También ayuda que la película esté repleta de travesuras aún más ridículas que las otras. Olivia Colman, con hábito de monja y guitarra en mano, interpreta a la villana; Antonio Banderas es un capitán de barco fanfarrón y con fiebre por el oro.

Aun así, lloré en el comienzo --un flashback de Paddington bebé, completamente solo, aferrado a un tronco en un peligroso río-- y al final, que muestra a Paddington con su tribu de osos en la actualidad. No pude evitar pensar en la safta de David, en lo que habría dado por volver a ver a su familia, por tomarse una foto de grupo.

David y yo nos casaremos más adelante este año. Intercambiaremos votos bajo una jupá con mantelería blanca que perteneció a la safta. Mi papá no estará allí para acompañarme al altar. Aunque estuviera vivo, la verdad es que no sé si lo invitaría. Sus demonios eran contagiosos.

La belleza del duelo, con la ventaja que da la experiencia, es poder tomar lo admirable y dejar el resto. El dolor individual, tan entrelazado con el dolor intergeneracional, puede sentirse como una herencia transmitida para endurecer el corazón. Pero quizá lo que Paddington ofrece por encima de todo es la elección. La elección de ser benévolo y ofrecer benevolencia. La elección de resistir el impulso hacia la compasión selectiva. La elección de interrumpir, contra todo pronóstico, los ciclos de sufrimiento.

Paddington no se atiborra de tristeza, como a veces me ocurre a mí. Su historia trata de la resiliencia.

Rachel Sherman informa sobre la cultura y las artes. Más de Rachel Sherman