PARA DEJAR DE PENSAR TANTO Y ESTAR MÁS PRESENTE EN EL MOMENTO, RECURRÍ AL BONDAGE.
Cuando hago algo nuevo o diferente, mi cerebro intenta estabilizarse asociándolo con una sensación o actividad que ya comprendo. Quizá por eso, cuando un desconocido me estaba atando las piernas a un palo de bambú mientras yo estaba acostada boca abajo en una habitación oscura, lo único en lo que podía pensar era en la intensa sensación que tengo en el kilómetro 37 de un maratón.
La liberación de endorfinas es sorprendentemente similar. Es como si la parte de mi cerebro que lidia con el dolor enviara pequeñas chispas que anulan el instinto de tensarme. Mi cuerpo animal se libera del mecanismo de supervivencia; de repente, todo está difuso y suelto.
Experimenté esto por primera vez durante el parto de mi hija. Estaba en mi sala aullando durante la fase de transición cuando una serie de pequeños estallidos cerebrales hicieron que mi cuerpo se sintiera completamente deshabitado. Más tarde supuse que había relacionado la sensación de no tener el control de mi cuerpo con el trauma de una agresión sexual anterior, y me había disociado.
Pero mucho después, cuando corrí mi primer ultramaratón, me di cuenta de que eso no era cierto. Mi cuerpo afronta el dolor desconectando mi cerebro, y para alguien que está constantemente pensando demasiado, es una sensación milagrosa. No soy alguien que suela sentirse totalmente "presente" en el momento. Puedo reconocer cuándo algo "es" un momento, pero mi cerebro no deja de decirme: "¡Aprecia este momento!".
Recuerdo tener a mi recién nacida en brazos y pensar: "Más adelante querré volver a este momento". La primera vez que le dije "Te quiero" a mi novio, pensé: "Grábate cómo le tiembla la barbilla" mientras él me decía las mismas palabras.
¿Así les pasa a todos? ¿Las redes sociales nos han hecho pensar demasiado en crear contenido a partir de momentos en lugar de estar presentes viviéndolos?
En mi experiencia, el dolor anula la necesidad de controlar los momentos. Simplemente me permite vivirlos. Tuve que pasar por un parto natural y cuatro ultramaratones para darme cuenta de eso. También es la razón por la que empecé a explorar el BDSM y a intentar averiguar dónde estaba el límite entre ser masoquista y adicta a la adrenalina.
Cuando Peter me envió un mensaje unas semanas después de unirme a FetLife (una red social donde la gente se conecta para hablar de fetiches), no tenía ni idea de lo que significaban la mitad de los términos de su perfil. Era un sádico y un atador, alguien que obtiene gratificación sexual atando a mujeres con cuerdas. Las fotos de sus "pasivas" (personas a las que había atado o azotado como "activo" o sádico) eran francamente alarmantes.
No creía que ese fuera el tipo de dolor que buscaba. Apreciaba la falta de conciencia al estar en mi límite físico, pero no estaba segura de ser una auténtica masoquista.
Reflexioné durante días antes de contestar. "Parece que eres muy bueno en lo que haces, pero creo que ese tipo de dolor es un poco excesivo para mí", escribí.
"Quizá como novata no sabes que puedes establecer los parámetros de cualquier interacción que tengamos", respondió.
Quedé intrigada.
Leí en alguna parte que los fetiches de la gente son el deseo de controlar lo que temen. Por ejemplo, una mujer con miedo a ser agredida sexualmente puede planear un escenario conocido como "no consentimiento consentido", en el que su pareja la domina físicamente, pero ella tiene el control todo el tiempo tras haber preparado meticulosamente la escena, incluyendo una "palabra de seguridad" que pondrá fin al acto. Este tipo de simulación puede proporcionar una extraordinaria sensación de poder y control.
Peter y yo acordamos reunirnos en el transcurso de la semana en un lugar neutral en Chicago. Tuve algunas dudas respecto a seguir adelante con el asunto. Había investigado sobre él todo lo que se podía a través de su perfil, pero era demasiado nueva para conocer a alguien de la comunidad que pudiera darme referencias sobre él. Parecía popular, a juzgar por las interacciones en su perfil, y era físicamente imponente: alto y musculoso.
Pedimos té y donas veganas en una pequeña cafetería de moda en un barrio que nos quedaba como punto medio. No recuerdo ni una sola palabra de lo que hablamos, solo el zumbido intermitente de las alertas de su teléfono, la imagen de sus manos rodeando la taza al sostenerla y una obra de arte de una mujer en llamas en la pared. Me sentía atraída por él y eso era suficiente.
Afuera, me subí al auto, activé la localización compartida, le envié un mensaje a mi novio ("todo bien, localización activada, me voy con él") y seguí el auto de Peter hasta su casa.
Cuando abrió la puerta, me di cuenta de que no me había despedido de mis hijos con un beso. Estaban muy contentos y entretenidos con algo cuando me fui, y yo había aprovechado para escabullirme sin hacer ruido. Cuando intenté acordarme de sus caras, en su lugar vi sus cabecitas felizmente inclinadas sobre un montón de juguetes.
Como mujer, y además como madre, ¿cómo puedo explicar lo que ocurrió a continuación sin dar pie a que me juzguen? Lo habíamos negociado todo de antemano: la palabra de seguridad, lo que yo quería que el encuentro me hiciera sentir. Incluso había coloreado de rojo y verde un diagrama de un cuerpo para indicar dónde tenía permitido tocarme. La experiencia estaba diseñada para que resultara segura, precisa. Pero de pronto me pregunté: ¿quién podría oírme si gritara?
Me condujo a una habitación y me pidió que me colocara bajo un gran armazón metálico. Caminó a mi alrededor tanto para incomodarme como para dimensionar mi cuerpo. Luego me desnudó.
En el árido valle de la previsibilidad, el caos del tabú puede parecer muy exuberante. Lo que hacíamos era peligroso. Además del dolor infligido a propósito, podía haber accidentes. Noté que había unas tijeras de emergencia colgando de la viga, por si necesitaba quitar la cuerda a toda prisa.
El miedo y la anticipación del dolor redujeron cada momento a una sola imagen instantánea, de modo que mi recuerdo de estar atada es fraccionario. Me giró los hombros y me jaló los brazos hacia atrás. El efecto no me dejaba inhalar bien; podía sentir que crecía el pánico con cada respiración. Al notarlo, se colocó frente a mí y me empujó el torso con cuidado hasta el suelo. Mientras me ataba las piernas, empezó a hacer eslabones de conexión con un palo de bambú para elevar mis piernas por encima de mi cabeza y aumentar la presión.
Había imaginado que la cuerda se sentiría como un abrazo incómodamente apretado, pero me equivoqué. El dolor era punzante por la extremada constricción de los vasos sanguíneos. Como atleta, estaba acostumbrada a distanciarme de la inmediatez del dolor para analizar si era una alerta de problemas futuros o una señal de que los problemas habían llegado. Sentí que empezaba a alejarme de mi cuerpo y el choque de endorfinas me invadió como una manta caliente, liberándome de la tentación de controlar lo que estaba ocurriendo.
Se tumbó en el suelo a mi lado y puso su cara frente a la mía. Nuestro contacto visual fue abrumador hasta que me di cuenta de que estaba haciendo coincidir su respiración con la mía, lo que hizo que me sintiera más suelta de golpe. Era la sensación de enamorarse, de correr durante 22 horas seguidas, de agacharse para tomar a la nueva persona que se ha creado. Era la sensación de estar viva pero felizmente desconectada de la vida. Estuvimos tumbados en el suelo, nariz con nariz, hasta que el creciente entumecimiento de las puntas de mis dedos envió alertas por mi sistema circulatorio.
Mientras me daba la vuelta y empezaba a aflojar la cuerda, pensé en lo que compraría para cenar. Había visto un cartel en el escaparate de un supermercado de camino que decía: "Pollo frito, 2 guarniciones, 14,99", y no podía decidir si era una buena oferta. Me costaba volver a tener el control, y quería que alguien más hiciera el trabajo de planificar las comidas y encargarse del presupuesto.
Cuando soltó la atadura, la sangre corrió de mi centro a mis extremidades y todo mi cuerpo exhaló.
Hay una diferencia entre alivio y liberación. Cuando estaba en la preparatoria y la orientadora me sacaba de clase para tomar terapia, se lo explicaba: la interrupción era una liberación, pero no un alivio. A veces la liberación viene acompañada de un sentimiento de temor. A veces el alivio viene de estar constreñido.
Más tarde conduje a casa aturdida y me olvidé del pollo. Bañé a mis hijos, le di un beso de buenas noches a mi novio y me acosté en la oscuridad, sintiéndome atada pero no confinada.