Relato, poder y olvido: la revancha socialista

Cuba sigue siendo, a pesar de su ruina, un núcleo simbólico y operativo del socialismo continental

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Una persona lleva en una
Una persona lleva en una marcha un cuadro con una imagen de Fidel Castro, Raúl Castro y Miguel Díaz-Canel, en la plaza de la Revolución en La Habana, Cuba (AP Foto/Ramon Espinosa, Archivo)

Durante décadas, a los exiliados cubanos nos llamaron paranoicos. Insistíamos, con razón, y cierta vehemencia, en que el socialismo no estaba muerto: mutaba. El supuesto “fin de la historia”, tras la caída del modelo soviético, no implicó su derrota cultural. Hoy, cuando en Estados Unidos asoman candidaturas que se declaran “socialistas” y su estética se normaliza en universidades y medios, aquellos “fantasmas del exilio” se parecen más a una alarma temprana que a una obsesión.

El ascenso de referentes como Zohran Mamdani en Nueva York y la expansión del llamado “socialismo democrático” como sello respetable, revelan una rehabilitación cultural. No es el marxismo soviético como lo conocíamos, sino su versión emocional: vocabulario inclusivo, causas morales y un discurso de aparente compasión que encubre el mismo reflejo colectivista que erosiona la libertad individual.

Esa narrativa prosperó porque Occidente nunca hizo con el comunismo, lo que sí hizo con el nazismo: un juicio moral y público, con memoria, condena y tabú. El vacío ético resultante permitió que el socialismo reapareciera con ropajes humanitarios, ambientales o identitarios.

A lo largo del siglo XX, la gramática socialista se filtró en la cultura, la academia y los medios. Aunque el marxismo clásico perdió fuerza política, sobrevivió en la crítica cultural y en la idea de que toda jerarquía es opresión y que el progreso exige desmantelar las estructuras tradicionales.

Esa noción se naturalizó hasta volverse sentido común. La política adoptó una función pedagógica: una cruzada moral donde el Estado se erige en tutor colectivo y el individuo en sujeto redimible. De ahí emerge el nuevo socialismo, ese de lenguaje amable, tecnocrático y emocional, que viene avanzando en universidades, corporaciones y partidos bajo la bandera de la “inclusión” y la “justicia social”.

En América Latina, sin embargo, percibimos un giro. El triunfo de Javier Milei en Argentina, junto con la validación de su gestión, el rechazo al socialismo en Chile con la opción de José Antonio Kast reactivada, el desgaste del MAS en Bolivia y los reacomodos en Perú y Colombia, dibujan un contrapeso liberal que parecía improbable hace pocos años. Si a eso se suma un cambio real en Venezuela, el impacto sería estratégico: La Habana perdería a su principal sostén económico y logístico.

Porque Cuba sigue siendo, a pesar de su ruina, un núcleo simbólico y operativo del socialismo continental. El castrismo no solo se beneficia de transferencias materiales venezolanas; también ha incrustado cuadros de inteligencia en el aparato chavista, garantizando el control sobre sectores clave del Estado y de las fuerzas armadas. Desde esa estructura, La Habana ha proyectado su influencia, exportando métodos de represión, propaganda y adoctrinamiento a media región.

Por eso, una caída del andamiaje bolivariano golpearía directamente la retaguardia de Cuba, ese faro con poca luz, entre apagones, que sobrevive gracias a la exportación de servicios bajo control estatal, la represión interna y las remesas del exilio.

La hegemonía socialista, sin embargo, no se sostiene solo con subsidios: se edificó en el terreno de las ideas. Mientras liberales y conservadores gestionaban, la izquierda escribió los guiones, definió la estética y ocupó las cátedras. El resultado es una generación formada en pedagogías de sospecha, entrenada para ver en cada diferencia una opresión y en cada jerarquía una injusticia; una generación que confunde justicia con igualitarismo y derechos con dádivas.

Por eso conviene tener presentes las advertencias de Vladimir Bukovsky y Yuri Bezmenov. Como documentó Bukovsky en Judgement in Moscow, sin memoria ni justicia los verdugos reescriben la historia con la complicidad de élites occidentales fascinadas por la supuesta “buena intención” socialista. Bezmenov, exagente del KGB, explicó la “desmoralización” como técnica de subversión: sustituir la verdad por relativismo y la virtud cívica por resentimiento identitario. No hacen falta tanques cuando se controla el aula.

Occidente debe reconocer que el socialismo, en cualquiera de sus disfraces, no es una utopía fallida, sino un sistema intrínsecamente opresivo. La respuesta, para ser efectiva, debe ser triple: cultural, educativa y legal.

Cultural, para disputar símbolos, lenguaje e imaginario; rescatar biografías de víctimas y héroes de la libertad; producir arte y narrativas que muestren los costos reales del colectivismo.

Educativa, para reponer hechos, archivos y comparaciones honestas; enseñar la historia del totalitarismo y los fundamentos de la economía libre desde la escuela secundaria y la universidad.

Legal, para proscribir organizaciones totalitarias, su financiamiento y propaganda —como se hizo con el nazismo y el fascismo—, y proteger a la vez la libertad de expresión sin permitir que quienes buscan destruirla se amparen en ella.

Si algo enseña el siglo XX, y lo que va del XXI, es que el socialismo no muere: hiberna, cambia de nombre, colorea su bandera y regresa. Solo la memoria, el juicio moral y el coraje intelectual pueden cerrarle el paso. La hora de hacerlo es ahora: cuando Estados Unidos todavía puede decidir si sigue siendo el principal refugio de la libertad… o su próxima víctima.