El 7 de octubre marca dos fechas indivisibles y que no obstante simbolizan dos acontecimientos distintos. Por un lado está el 7 de octubre, por otro el 8 de octubre.
El 7 de octubre fue la declaración de guerra de Hamas, la invasión del sur de Israel y la orgía de violencia desatada contra sus civiles. Una explosión de sadismo retransmitida al mundo a través de la lupa de las redes sociales y lamentablemente no muy ajena a otras barbaries de la historia de la humanidad, a pesar de una violencia extrema poco común incluso en la escala del horror.
El 8 de octubre, sin embargo, sería singularmente judío. El problema no era ya lo que pasaba, sino la reacción a lo que pasaba. Se esperaba empatía hacia las víctimas de la masacre y llegó el odio. Si el 7 se caracterizó por un grado de maldad poco frecuente, el 8 resignificó el mal, para justificarlo y que así cupiera en una serie de marcos ideológicos. Con las imágenes del horror aún emergiendo, y sin que Israel hubiera movido aún un dedo para responder, explotaron las demostraciones de júbilo en barrios de Europa a la vez que candidatos abiertamente antisemitas salían a justificar la matanza y que líderes de opinión buscaban negar lo que todo el mundo estaba presenciando. Ninguna otra masacre había sido festejada con tal alegría y desinhibición en las calles occidentales.
Esa mezcla de regocijo, negacionismo y justificación, si bien contradictorios entre sí, construirían un cohesionado cuerpo ideológico que ocuparía sincronizadamente los ambientes intelectuales, artísticos, mediáticos y educativos. Como si la historia los atrapara, el 8 de octubre evidenciaba a los judíos que estaban solos, que en Occidente existían suficientes aliados de la ideología totalitaria islamista, representada por Hamas, como para que resurgiera en ellos la angustia existencial que nunca había sido enterrada del todo.
En una entrevista en la emisora francesa Europe 1, el historiador experto en Holocausto, Georges Bensoussan, reflexionaba acerca de cómo lo sucedido había reactivado el traumatismo de la Shoah, llegando a percibirlo como el “segundo acto” del exterminio de los judíos europeos: “Los judíos reaccionan con su memoria larga de la persecución. Y más que con la de la persecución, con su memoria relativamente reciente de la Shoah. Han visto el 7 de octubre como el preludio de lo que podría ser una catástrofe final. (…) De modo que ha despertado en ellos una angustia existencial, una precariedad existencial que incluso a los observadores más compasivos les cuesta ver”.
Y es que precisamente, en un Occidente en mutación, en muchos casos era difícil encontrar “observadores compasivos” dispuestos a alzar la voz ante una marea perfectamente orquestada para matar toda posibilidad de coexistencia. Masacraron judíos en sus casas en Israel, en su país, y como respuesta, judíos fueron y siguen siendo agredidos por todas partes del mundo. El odio despertó el mimetismo, y las calles occidentales se llenaron de multitudes gritando eslóganes antisemitas, a la vez que cementerios, escuelas, sinagogas y cualquier judío se convertían en objetivos de grupos desatados.
Amparados por eslóganes elaborados para radicalizar la sociedad, los tontos útiles del terrorismo se alzaban en guerra contra el mundo libre, que optaba por el silencio cobarde.
Para poder sostener la absoluta ausencia de empatía hacia las víctimas judías, la nueva izquierda de sensibilidad variable tenía que expulsar a los israelíes del campo de la humanidad. Transformar el antisemitismo en una virtud a base de nazificar a los judíos. Robarles la condición de víctima para reconstruirlos en verdugos equiparables.
Así, artistas, políticos, periodistas, etc… abrazaron fórmulas elaboradas, convirtiendo en pensamiento meros eslóganes de trinchera, y entonaron el término de “genocidio” para aplicarlo a los gazatíes.
“Genocidio” es, por un lado, una figura del Derecho Internacional que requiere de una voluntad de exterminio. No depende de la cantidad de muertos en un conflicto, sino de una intencionalidad. No es algo que determine ni un corresponsal desde su micrófono, ni un político desde su despacho, ni un actor desde su tribuna. Existen tribunales que deben investigar los hechos, y la acusación contra Israel se sostiene tan poco, que algunos que presentaron la denuncia pidieron cambiar la definición para que pudieran encajarlo.
Pero por otro lado, “genocidio” es una noción que abraza al alma misma del pueblo judío moderno, que, como vimos, aún hoy procesa su trauma del Holocausto. Alterar el término para aplicarlo al país que garantiza su seguridad última es un modo de desvirtuar su historia y su memoria en un gesto de cínica inversión de los hechos. Al igual que sólo cuando masacran judíos las calles del globo se llenan de júbilo, sólo cuando hay judíos ejerciendo su derecho a la autodefensa se alega un supuesto genocidio.
Es irónico que sean precisamente aquellos que se autoperciben como el campo del “bien”, hayan aumentado la oferta y demanda de antisemitismo y tengan como obsesión el sionismo, un movimiento anticolonialista que permitió la autodeterminación en su tierra de un pueblo autóctono y que brindó a todos sus ciudadanos los mismos derechos, independientemente de su raza, sexo o condición.
Y es que el 7 de octubre y su derivada del 8 de octubre, aún siendo una fecha simbólica de la soledad del judío, es también la fecha que marca el profundo fracaso moral y social de un Occidente cobarde, incapaz de proteger a sus minorías y de su sistema educativo que fabrica en serie analfabetos históricos y emocionales amamantados al calor de eslóganes que, como diría el filósofo Raphael Enthoven, no son más que sucedáneos del pensamiento.
*Masha Gabriel es Directora del departamento en español de CAMERA (Committee for Accuracy of Middle East Reporting and Analysis).