El reciente incremento en la producción y despliegue de drones explosivos de bajo costo por parte de Rusia ha transformado el panorama de la guerra en Ucrania y ha extendido su impacto más allá de las fronteras ucranianas, alcanzando incluso territorio de la OTAN. El 7 de septiembre, Moscú ejecutó el mayor ataque aéreo de su campaña, lanzando 860 drones Shahed y misiles en una sola noche, según datos analizados por el Center for Strategic and International Studies y recogidos por Foreign Policy.
Dos días después, 19 de estos drones cruzaron a Polonia, lo que obligó a la activación de cazas de la OTAN, y poco después se registró una incursión similar en el espacio aéreo de Rumanía. Estos episodios no fueron hechos aislados, sino parte de una estrategia más amplia en la que los drones de fabricación masiva se han convertido en el eje central de la ofensiva aérea rusa.
La evolución de la estrategia rusa se refleja en el volumen de drones lanzados. Al inicio de la guerra, Moscú empleaba entre 150 y 200 drones de ataque unidireccional al mes. Actualmente, la cifra asciende a casi 5.000 unidades mensuales, lo que equivale a más de 1.000 drones por semana. Solo en 2025, Rusia ha lanzado más de 33.000 drones Shahed y sus variantes contra Ucrania, frente a los 4.800 del mismo periodo del año anterior. Mientras tanto, el uso de misiles de crucero y balísticos se ha mantenido relativamente estable.
Este cambio estratégico busca saturar las defensas aéreas ucranianas, ejercer presión sobre los centros urbanos y forzar a Ucrania a ceder mediante una guerra de desgaste basada en armas de bajo costo y alto volumen. Moscú considera que la victoria no se logrará mediante ofensivas de tanques o ataques de precisión, sino a través de la erosión constante de la capacidad defensiva y la moral del adversario.

La clave de esta estrategia reside en la escalabilidad. Los drones Shahed, cuyo nombre significa “testigo” en persa y árabe, fueron diseñados originalmente en Irán y, en las primeras fases del conflicto, importados a Rusia. Hoy, la producción se realiza en territorio ruso, en instalaciones como las fábricas de Alabuga y la Planta Electromecánica de Izhevsk (IEMZ Kupol).
Para mantener este ritmo, Rusia recurre a cadenas de suministro internacionales de componentes electrónicos y, según informes, sigue utilizando electrónica occidental obtenida de forma ilícita. La capacidad de fabricación se ha ampliado, especialmente en la planta de IEMZ Kupol, donde se desarrollan variantes avanzadas como la Shahed-238.
Esta infraestructura industrial ha permitido a Rusia innovar, diversificar sus modelos y añadir sistemas señuelo a partir de la experiencia en el campo de batalla. La variante más avanzada, la Geran-3, tiene un alcance de hasta 2.500 kilómetros (1.550 millas), lo que sitúa en su radio de acción no solo a Polonia, sino también a los Estados bálticos y partes de Europa Central. Moscú dispone así de la capacidad para atacar simultáneamente múltiples países.
El desafío para Occidente no radica en la dificultad técnica de interceptar estos drones, sino en el coste que implica hacerlo de manera sostenible. Derribarlos con cazas de la OTAN o misiles interceptores, como hizo Polonia, resulta financieramente inviable. El coste de producción de un dron Shahed oscila entre USD20.000 y USD50.000, y algunas versiones señuelo son aún más baratas. En contraste, los sistemas de defensa pueden requerir cientos de miles de dólares por cada interceptación. Esta asimetría obliga a buscar alternativas más económicas.

En el terreno, Ucrania ha adaptado su respuesta. La mayoría de los drones Shahed (también denominados Geran) son derribados por artilleros antiaéreos móviles ucranianos, aprovechando su baja velocidad. Además, se están empleando drones interceptores y láseres energéticos, opciones más asequibles que los misiles tradicionales. Los países occidentales deberán adoptar estrategias similares si pretenden resistir ataques masivos de drones.
El papel de los drones no se limita a Rusia. Ucrania, que al principio de la guerra dependía de modelos extranjeros como los Bayraktar TB2 y cuadricópteros comerciales para reconocimiento y localización de artillería, ha desarrollado su propio ecosistema de sistemas no tripulados. A través de iniciativas como el programa “Ejército de Drones”, Kiev ha movilizado talleres voluntarios, empresas privadas y programas estatales para producir una flota diversa de drones. Se estima que la capacidad de producción nacional alcanza los 5 millones de unidades anuales.
La apuesta ucraniana por sistemas autónomos busca compensar la escasez de tropas. Los drones de primera persona (FPV) se han convertido en herramientas clave en el frente, al funcionar como sistemas de ataque de precisión de bajo costo contra tanques, artillería y posiciones fortificadas. Combinados con drones de reconocimiento, los FPV permiten a las brigadas ucranianas acortar el tiempo entre la detección y el ataque a minutos.
Para contrarrestar la guerra electrónica rusa, que interfiere las comunicaciones entre drones y operadores, Ucrania ha comenzado a desplegar drones de fibra óptica conectados por cable, inmunes a las interferencias y capaces de volar entre 10 km (6,2 millas) y 15 km (9,3 millas). Estas innovaciones permiten suplir la falta de proyectiles de artillería mediante ataques dirigidos con drones.
Ucrania también ha invertido en sistemas de mayor alcance. A diferencia de Rusia, que dirige salvas contra centros urbanos para maximizar el impacto psicológico, la estrategia ucraniana se orienta hacia infraestructuras estratégicas como refinerías, depósitos y bases militares. Un ejemplo reciente es el ataque a la mayor refinería de petróleo rusa, situada a 1.400 km (870 millas) de la frontera ucraniana. El objetivo es asfixiar la logística rusa y debilitar su economía, aunque la extensión del territorio ruso dificulta la sostenibilidad de estas operaciones.
La escalabilidad de la producción de drones ha redefinido la táctica rusa en el campo de batalla. Moscú emplea dos modalidades: ataques rutinarios, con lanzamientos diarios de municiones merodeadoras para mantener la presión constante, y salvas masivas, coordinadas con misiles de crucero y balísticos para saturar las defensas. El Center for Strategic and International Studies señala que, en 2022, una salva típica incluía unos 100 drones y misiles y se producía una vez al mes. Para mediados de 2025, el promedio ascendió a casi 370 municiones, con salvas cada ocho días y, en ocasiones, intervalos de solo dos días.
El objetivo principal de estas ofensivas no es la destrucción de blancos específicos, sino el impacto psicológico sobre defensores y civiles. Cuando Rusia lanza más de 500 drones de ataque en una sola noche, las ciudades como Kyiv sufren una atmósfera de miedo y agotamiento, con sirenas, explosiones y noches en vela. Este clima de desgaste es precisamente lo que Moscú busca, debilitando la moral civil y poniendo a prueba la determinación ucraniana.
Además, estas operaciones permiten a Rusia expandir el conflicto tanto dentro de Ucrania como en el exterior. Los ataques masivos de drones presionan simultáneamente varias regiones ucranianas y, como se ha visto en Polonia, extienden el alcance de la guerra a territorio de la OTAN. Algunos sistemas señuelo carecen de carga útil, lo que permite a Moscú negar su responsabilidad cuando se pierden más allá de las fronteras ucranianas.
Desde el punto de vista de la eficacia armamentística, la estrategia parece poco eficiente. Los drones Shahed son lentos, con una velocidad inferior a 200 km/h (134 mph), y su precisión es limitada. Durante gran parte de la guerra, la tasa de éxito fue inferior al 10 %. Sin embargo, la efectividad no se mide solo en cifras. Al mantener la presión constante, Moscú busca erosionar la moral, agotar los recursos defensivos y hacer que los aliados de Ucrania cuestionen el coste a largo plazo de su apoyo. Incluso si la mayoría de los drones son destruidos, el Shahed sigue siendo rentable porque su objetivo es el desgaste, no la precisión.
Rusia ha perfeccionado sus drones con el tiempo. Las primeras versiones volaban a baja altitud, entre 1 km (0,6 millas) y 2 km (1,2 millas), lo que facilitaba su interceptación. En esa etapa, la tasa de impacto diaria rondaba el 7 % al 8 %. Las variantes más recientes, combinadas con tácticas de enjambre, han elevado la tasa de acierto hasta cerca del 20 % en los últimos meses.
El volumen es determinante. Aunque la precisión no hubiera mejorado, lanzar cientos de drones garantiza que más logren atravesar las defensas por pura cantidad. Con el aumento tanto del volumen como de la eficacia, la proporción de drones que penetran las defensas es ahora mucho mayor que en las primeras fases del conflicto.
Esta campaña se alinea con la doctrina militar soviética y rusa, que anticipó que los avances en sensores, sistemas no tripulados y armas de precisión obligarían a los ejércitos a dispersarse y combatir de forma fragmentada y no lineal, sustituyendo las batallas tradicionales por la guerra sin contacto.
El dron Shahed (Geran) encarna este modelo. Permite a Rusia atacar a distancia, saturar defensas e imponer costes constantes sin depender de maniobras terrestres decisivas. Es la guerra de desgaste en forma de dron, una combinación de coerción y agotamiento, ejecutada de manera económica.
Al lanzar enjambres noche tras noche, Moscú ha instaurado una versión contemporánea de la guerra sin contacto, tal como la concibieron teóricos como Vladimir Slipchenko. Estos drones no buscan logros tácticos inmediatos, sino desgastar a Ucrania e imponer costes a sus aliados.