
Una mañana de mayo de 1999 comenzó como cualquier otra para Anna Bågenholm. La radióloga sueca, conocida por su pasión por el esquí, decidió aventurarse junto a dos amigos en las montañas de Narvik, en el norte de Noruega. El cielo era de un azul cristalino y el aire frío refrescaba sus rostros mientras deslizaban por las pendientes. Sin embargo, lo que empezó como una simple excursión, pronto se tornó en una lucha desesperada por la vida.
Durante el descenso, Anna perdió el control. Sus esquís resbalaron sobre el hielo, y en un abrir y cerrar de ojos, se encontró cayendo con fuerza sobre un arroyo congelado. El impacto fue tan severo que el hielo cedió bajo su peso, tragándola hasta la cintura.
Sus amigos, Torvind Næsheim y Marie Falkenberg, observaron con horror cómo su cuerpo era arrastrado bajo una capa de hielo de 20 centímetros de espesor. Solo sus piernas, aún con los esquís adheridos, permanecieron visibles.
Rescate y tratamiento médico
La desesperación se apoderó de Torvind y Marie mientras intentaban tirar de las piernas de Anna, tratando en vano de liberarla. El agua helada se filtraba rápidamente en su ropa, aumentando el peso y dificultando su rescate. Después de 7 angustiosos minutos, uno de ellos logró sacar su móvil y llamar a emergencias. La espera se hizo eterna; pasaron 80 minutos antes de que el equipo de rescate llegara al lugar. Para entonces, Anna había dejado de moverse.
Al ser extraída del agua, su piel estaba pálida y sus ojos cerrados. No respiraba y no había señales de circulación sanguínea. El equipo médico, liderado por el doctor Mads Gilbert, no se rindió. La trasladaron rápidamente al hospital y comenzaron a calentar su sangre mediante una máquina de bypass corazón-pulmón, un dispositivo reservado para cirugías complejas. El objetivo era subir su temperatura gradualmente, evitando daños adicionales.

Supervivencia a la hipotermia extrema
Cuando llegó al hospital, la temperatura interna de Anna era de tan solo 13.7°C, muy por debajo del umbral mortal de hipotermia. Sin embargo, la misma frialdad que la puso al borde de la muerte también le otorgó una insólita oportunidad de supervivencia. El frío había ralentizado su metabolismo a un punto donde su cerebro, esencialmente “congelado”, requería mínimas cantidades de oxígeno para mantenerse funcional.
Contra todo pronóstico, después de tres horas de esfuerzos médicos incansables, el corazón de Anna comenzó a latir nuevamente. A pesar de las severas condiciones, su cerebro había soportado el trauma sin daños irreparables. Su caso se convertiría en un fenómeno médico, demostrando la resiliencia del cuerpo humano frente a la hipotermia extrema.
Recuperación y secuelas
12 días después de su helada caída, Anna Bågenholm abrió los ojos. El cuarto de hospital se sentía irreal, como si emergiera de una pesadilla. Sin embargo, la realidad era aún más desconcertante: estaba completamente paralizada del cuello para abajo. La angustia de verse inmovilizada la golpeó con una intensidad devastadora. No obstante, los médicos se aferraban a la esperanza, confiando en que su juventud y determinación jugarían a su favor.

El camino hacia la recuperación fue largo y tortuoso. Anna pasó 6 semanas en el hospital, seguida de 4 meses de intensa rehabilitación. Cada pequeño progreso era un triunfo monumental. Poco a poco, el cosquilleo en sus manos se transformó en movilidad; sus piernas, rígidas como hielo, comenzaron a responder. Finalmente, después de una ardua lucha, volvió a caminar. A pesar de las secuelas, el milagro de su recuperación resonaba en cada paso que daba.
El caso de Anna Bågenholm despertó asombro y admiración en la comunidad médica. Mads Gilbert, el médico que lideró su resucitación, lo calificó como un ejemplo excepcional de supervivencia. Las teorías sobre cómo el frío extremo había “criogenizado” su cuerpo, permitiendo que sus funciones vitales se suspendieran temporalmente, se debatieron ampliamente. La ciencia aún sigue intentando desentrañar lo que, para muchos, es un milagro moderno.
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