
El océano ocupa más del 70% del planeta y sostiene procesos físicos, químicos y biológicos que permiten que la vida exista.
Aunque su rol fue históricamente relegado en las negociaciones climáticas, la COP30 en Belém modificó ese panorama y avanzó hacia un reconocimiento explícito: sin océanos sanos, no hay regulación climática. La comunidad internacional escuchó con claridad un mensaje que combinó urgencia, evidencia científica y una propuesta concreta de acción.
La humanidad enfrenta un punto crítico porque el sistema marino ya muestra señales de agotamiento por el calentamiento, la acidificación, la eutrofización y la expansión masiva de contaminantes plásticos. La pregunta dejó de ser si el océano podrá seguir absorbiendo calor y dióxido de carbono y pasó a centrarse en cuánto tiempo podrá hacerlo antes de que se produzca un colapso irreversible.

En este escenario, Belém funcionó como un laboratorio político. Allí se discutió cómo integrar el océano en los planes climáticos nacionales, un movimiento que surgió con más fuerza en Brasil, donde se impulsó el llamado “Desafío NDC Azul”.
El objetivo fue simple pero profundo: que los países incorporen soluciones marinas en sus Contribuciones Determinadas a Nivel Nacional y que las estrategias de mitigación y adaptación ya no se limiten a bosques o energía, sino que incluyan restauración costera, ordenamiento espacial marino, transición energética en el mar y protección activa de la biodiversidad oceánica.
Brasil dio un ejemplo con valor simbólico y práctico. Su litoral de casi 7.500 kilómetros enfrenta erosión acelerada, contaminación por desechos y una presión creciente de actividades industriales, pero también alberga ecosistemas esenciales como manglares y arrecifes.

Con la COP30 como plataforma, el país incorporó programas como ProManguezais y ProCoral y dio un paso destacado con la creación de su Planeamiento Espacial Marino nacional, alineado con estándares internacionales. La inclusión de la llamada Amazônia Azul en el Atlas Geográfico Escolar del IBGE sumó un elemento pedagógico: formar generaciones que entiendan la importancia estratégica del océano brasileño.
Este cambio de enfoque coincidió con un avance histórico. El Tratado de Alta Mar (BBNJ), un acuerdo negociado durante años, alcanzó las ratificaciones necesarias para entrar en vigor en enero de 2026.
Ese pacto internacional cubre dos tercios del océano mundial fuera de las jurisdicciones nacionales y establece un marco legal vinculante para conservar la biodiversidad en esas áreas, crear zonas protegidas, evaluar impactos ambientales de grandes proyectos y repartir de manera equitativa los beneficios derivados de los recursos genéticos marinos. Para muchos especialistas, el BBNJ representa la primera oportunidad real de manejar el océano como un sistema global y no como un mosaico fragmentado.
El océano como regulador climático insustituible
Los debates científicos en Belém giraron alrededor de una afirmación contundente. La bióloga e investigadora Marinez Scherer recordó que los mares son responsables de absorber el 90% del calor del planeta y capturar una cuarta parte del dióxido de carbono. “Sin un océano saludable, no tenemos regulación climática. Nos ayuda a mantener la Tierra habitable”, afirmó. Su mensaje reforzó un punto crítico: la función reguladora del océano depende de su vitalidad biológica. Cuando la estructura ecológica se debilita, la capacidad de absorber calor o intercambiar gases también se deteriora.
Scherer explicó que cada componente de los ecosistemas marinos cumple un rol dentro de ese engranaje. “Incluso los organismos microscópicos desempeñan un papel importante en la absorción de calor y en el intercambio gaseoso. Todo esto mantiene el planeta habitable”, subrayó.
En su visión, la conservación de manglares, dunas, marismas y arrecifes permite sostener procesos que actúan como barreras naturales frente a tormentas, corrientes y elevación del nivel del mar, fenómenos que ya se intensificaron debido al cambio climático. Su advertencia fue directa: “Es necesario tener acciones de conservación, protección y, en algunos casos, restauración”.
La investigadora destacó otro desafío menos visible pero decisivo: el océano concentra un número creciente de actividades humanas. Navegación, pesca, turismo, biotecnología, energía eólica offshore y explotación minera compiten por un espacio que parece infinito, aunque no lo sea.
Por eso, Scherer insistió en la importancia del planeamiento espacial marino, una herramienta que permite ordenar usos económicos sin destruir ecosistemas clave. Si los países no adoptan este tipo de planificación, alertó, perderán a su principal aliado contra la crisis climática.
La importancia del océano como sistema biogeoquímico clave se vio reforzada por un dato inquietante. Según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, el plástico representa el 85% de los residuos que ingresan al mar y podría triplicarse para 2040, hasta alcanzar entre 23 y 37 millones de toneladas anuales. Ese volumen equivaldría a unos 50 kilogramos de plástico por metro de costa en todo el mundo.
La contaminación ya alteró cadenas tróficas, degradó ecosistemas y dispersó microplásticos en todas las profundidades, lo que modifica procesos químicos esenciales. Frente a esa amenaza, en la COP30 se reforzó el pedido de mayor inversión en ciencia oceánica para entender y anticipar estos cambios.
Cooperación global y un nuevo frente de acción climática
La COP30 también dejó como resultado un movimiento diplomático coordinado. Brasil y Francia anunciaron la creación de una Fuerza de Tarea Oceánica con el objetivo de acelerar la integración de soluciones marinas en los planes climáticos nacionales.
Esta iniciativa amplió el alcance del Desafío NDC Azul y dio continuidad a una coalición que ya incluye a 17 países comprometidos con la incorporación del océano en sus estrategias climáticas. Entre ellos se encuentran Australia, Fiyi, Kenia, México, Palaos, Seychelles, Chile, Madagascar y Reino Unido, además de Bélgica, Camboya, Canadá, Indonesia, Portugal y Singapur.
El mensaje político fue claro: la gobernanza del océano requerirá cooperación permanente. “El mar no conoce fronteras”, recordó Scherer. Por ese motivo insistió en la importancia del BBNJ, que entrará en vigencia en 2026 y funcionará como un pacto internacional para crear áreas protegidas, exigir evaluaciones de impacto ambiental y asegurar que los beneficios derivados de los recursos genéticos marinos se distribuyan de manera equitativa. Para la investigadora, ese acuerdo marca un cambio cultural porque obliga al mundo a mirar el océano como un sistema único.
Scherer sostuvo que Brasil podría transformarse en un referente de la economía azul sostenible. “Tenemos un gran bosque y un gran océano. Ambos pueden convertirnos en líderes en la lucha contra la crisis climática”, evaluó. Su postura coincidió con un punto más amplio: el océano recuerda que el multilateralismo no es un ideal abstracto sino una necesidad física. “Los océanos están conectados en términos físicos y biológicos. Por eso es tan importante que todos los países tomen conciencia. Estamos todos en el mismo barco”, afirmó.
La adaptación climática ocupó un lugar destacado en la discusión. La científica enumeró ejemplos visibles de un océano alterado: aumento del nivel del mar, intensificación de ciclones, períodos prolongados de sequía y lluvias torrenciales. En ese contexto, insistió en proteger ecosistemas que amortiguan impactos extremos y que cumplen funciones como defensa natural.
Su conclusión fue contundente. “Si creemos que conservar es caro, el precio de no hacerlo será mucho más alto y se pagará en vidas humanas, destrucción de infraestructura y disminución del bienestar humano en general. El mar es un bien común de la humanidad, y cuidarlo es una responsabilidad de todos”.
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