
La ciencia acaba de dar un salto inesperado hacia el pasado profundo de la Tierra. Un conjunto de análisis químicos avanzados combinados con inteligencia artificial (IA) permitió identificar rastros biológicos en rocas cuya edad supera los 3.300 millones de años.
Ese retroceso de aproximadamente 800 millones de años en el registro molecular no solo redefine el inicio detectable de la biosfera, sino que también sitúa a esta tecnología en el centro de la futura exploración astrobiológica.
El hallazgo revela que la vida dejó huellas mucho antes de lo que se creía, incluso después de perder sus moléculas originales por el paso del tiempo y los intensos procesos geológicos que transformaron la corteza terrestre.

La novedad no se limita a ampliar la línea temporal. La metodología utilizada ofrece una herramienta inédita para examinar el pasado biológico de cualquier cuerpo rocoso del sistema solar.
Hasta ahora, la búsqueda de vida antigua en otros mundos dependía de señales estructurales o químicas relativamente simples, casi siempre muy erosionadas.
Esta vez, los científicos demostraron que un patrón molecular ultrafragmentado conserva información diagnóstica, invisible para técnicas convencionales pero accesible para un modelo de aprendizaje automático capaz de detectar regularidades imposibles de percibir a simple vista.

Los resultados surgieron gracias a un consorcio internacional que unió a la Institución Carnegie para la Ciencia, la Universidad Estatal de Michigan y otros centros asociados. El trabajo base mostró que la fotosíntesis productora de oxígeno surgió casi mil millones de años antes de lo que se estimaba.
Ese adelanto cronológico redefine el contexto químico del Arcaico, una etapa de la Tierra caracterizada por océanos primitivos, atmósfera pobre en oxígeno y una actividad volcánica intensa. La presencia de rastros vinculados a organismos fotosintéticos revela que la producción de oxígeno comenzó bajo condiciones mucho más extremas, lo que modifica las hipótesis sobre la transición hacia un planeta capaz de sostener vida compleja.
La ventana temporal de 3.300 millones de años y un registro renovado

El primer bloque de este avance se originó en el hallazgo de rastros químicos de vida en rocas de 3.300 millones de años. Hasta este momento, las evidencias moleculares que podían vincularse de forma segura con organismos vivos solo aparecían en rocas de hasta 1.700 millones de años.
Ese límite obedecía al deterioro extremo de las biomoléculas, sometidas a calor, presión, fracturas y reacciones de mineralización que borraron casi toda señal directa. El nuevo método prácticamente duplicó el intervalo de estudio posible y permitió reconstruir episodios biológicos muy anteriores a los registros fósiles tradicionales.
El modelo de IA fue la pieza decisiva. Los científicos alimentaron el algoritmo con más de 400 muestras que incluían plantas, animales, fósiles de diversas edades y meteoritos. La idea consistió en exponer al sistema a una variedad gigantesca de estructuras moleculares, tanto biológicas como no biológicas.

Para lograrlo, descompusieron cada material hasta su nivel más básico mediante cromatografía de gases combinada con espectrometría de masas. La pirolisis aplicada en este proceso rompió los compuestos en fragmentos diminutos, patrones químicos capaces de sobrevivir miles de millones de años.
Una vez entrenado, el modelo distinguió materiales biológicos con una precisión superior al 90% y llegó en algunos casos al 98%. La señal más llamativa apareció en rocas de al menos 2.500 millones de años. Allí surgieron indicios de fotosíntesis, una actividad que modifica la composición química del entorno y deja marcas identificables incluso cuando la estructura celular desaparece por completo. La conclusión fue clara: la Tierra ya contaba con organismos capaces de liberar oxígeno cientos de millones de años antes de lo propuesto.
La investigadora Katie Maloney destacó la potencia de esta aproximación y aportó muestras que reforzaron el estudio, entre ellas fósiles de algas marinas de mil millones de años provenientes del Yukón canadiense. Su testimonio fue contundente: “La combinación de análisis químico y aprendizaje automático ha revelado pistas biológicas sobre la vida antigua que antes eran invisibles”.

Esas pistas se encuentran en la distribución de fragmentos orgánicos que persisten incluso cuando las biomoléculas originales desaparecieron. El registro fósil, visto con herramientas convencionales, presentaba silencios extensos. La IA eliminó ese silencio y exhibió un concierto químico que estuvo oculto durante décadas.
El científico Robert Hazen, líder dentro del proyecto y coautor principal, expresó una idea que sintetiza el espíritu del descubrimiento: “La vida antigua deja más que fósiles; deja ecos químicos. Utilizando el aprendizaje automático, ahora podemos interpretar estos ecos de manera fiable por primera vez”.
Esa capacidad transformó la frontera temporal de la biología terrestre y desafió las nociones clásicas sobre el origen y la expansión de los procesos fotosintéticos.
Una técnica con destino interplanetario

El alcance del avance trasciende la geología terrestre. La posibilidad de detectar patrones químicos casi borrados abre un camino directo hacia la búsqueda de vida en Marte, o las lunas Europa, Encélado, junto a otros cuerpos con indicios de procesos hidrotermales o actividad volcánica antigua.
Hasta hoy, la exploración planetaria se basó en instrumentos que medían compuestos simples, texturas minerales o estructuras microscópicas. Sin embargo, en mundos con historias extremas, cualquier biofirma evidente habría desaparecido. Con este método, los fragmentos ultradegradados pueden revelar procesos biológicos antiguos sin necesidad de fósiles visibles ni moléculas intactas.
El algoritmo funciona como un intérprete de ecos. Analiza patrones químicos que se forman cuando organismos vivos interactúan con el ambiente y dejan un rastro único en la roca. Ese rastro sobrevive incluso después de sufrir compresión, calentamiento y reacciones químicas.

La Tierra ofrece la prueba: rocas de más de 3.300 millones de años conservaron la huella pese a transformaciones intensas. Si el registro terrestre conserva esos indicios, muchos científicos consideran plausible obtener señales similares en Marte, donde grandes superficies permanecen estables desde hace miles de millones de años.
El investigador Anirudh Prabhu lo sintetizó así: “Incluso cuando la degradación dificulta detectar signos de vida, nuestros modelos de aprendizaje automático aún pueden detectar las sutiles huellas que dejan los antiguos procesos biológicos”. Es un resumen perfecto del potencial de este enfoque. No se basa en estructuras obvias ni en moléculas completas; se basa en patrones residuales que guardan la memoria de interacciones vivas.
El uso futuro de esta técnica permitirá interpretar muestras de Marte con un nivel de detalle imposible antes. Las misiones actuales y próximas, incluidas aquellas que regresarán materiales marcianos a la Tierra, contarán con una herramienta que extiende la capacidad analítica miles de millones de años hacia el pasado.

Además, los océanos subterráneos de Europa y Encélado, donde el contacto entre agua líquida y rocas ricas en minerales podría producir química orgánica compleja, representan escenarios ideales para aplicar un método que reconoce señales mínimas.
La expansión del registro temporal terrestre no solo reescribe la historia planetaria. También ofrece un marco conceptual para decidir dónde buscar vida en otros mundos, qué tipo de misiones desarrollar y qué instrumentos priorizar. El descubrimiento presenta una hoja de ruta para la astrobiología: examinar la química profunda, descifrar las huellas microscópicas que permanecen en fragmentos mineralizados y reconstruir procesos que ocurrieron mucho antes de cualquier evidencia visible.

Este avance renueva la idea de que la vida deja un impacto químico duradero y que ese impacto puede revelarse incluso después de miles de millones de años.
Por primera vez, la humanidad cuenta con una técnica capaz de recuperar esos ecos primordiales y utilizarlos para iluminar no solo el pasado de la Tierra sino también el potencial biológico de otros mundos.
El viaje hacia los orígenes se extiende ahora a 3.300 millones de años y abre una puerta inédita hacia el futuro de la exploración planetaria.
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