
Durante la primera década del siglo XXI, un hallazgo fortuito en la región amazónica del sur de Ecuador cambió la forma de entender la historia precolombina. Mientras abría un camino secundario en la localidad de Santa Ana‑La Florida, en el cantón Palanda de Zamora Chinchipe, un maquinista se topó con objetos de piedra que parecían fuera de lugar. Aquellos fragmentos desencadenaron un proyecto binacional encabezado por el arqueólogo Francisco Valdez y un equipo franco‑ecuatoriano que recorrió más de cuatrocientas localidades de la cuenca del Chinchipe; los estudios posteriores de radiocarbono y de estilo confirmaron la existencia de una nueva sociedad que floreció entre 5.500 y 1.700 años antes del presente.
Se trataba de una comunidad contemporánea a las culturas Valdivia, Machalilla y Chorrera de la costa ecuatoriana, pero ubicada en plena selva oriental, un lugar que hasta entonces se consideraba inhóspito para el surgimiento de civilizaciones complejas. Lejos de ser nómadas dispersos, los antiguos habitantes construyeron aldeas planificadas, montículos artificiales y templos, transformando su entorno y demostrando un notable nivel de organización social.
La cultura Mayo Chinchipe‑Marañón se expandía desde las cabeceras del río Chinchipe, en la provincia ecuatoriana de Zamora Chinchipe, hasta la desembocadura del Marañón en el norte de Perú, abarcando unos 9.700 kilómetros cuadrados. Este territorio se conoce como la “ceja de selva” porque conecta la Amazonía con las laderas orientales de los Andes; sus rutas naturales ofrecían pasos relativamente bajos de la cordillera y accesos fluviales que facilitaban el intercambio con la costa del Pacífico.

Durante décadas se pensó que la selva era un impedimento para el desarrollo tecnológico y social, pero los descubrimientos demostraron que este corredor era un espacio de innovación y comunicación. Gracias a esta ubicación estratégica, los habitantes de la cuenca del Chinchipe comerciaban con bienes y conocimientos de diversas regiones, cuestionando la imagen de una Amazonía marginal y aislada.
Santa Ana‑La Florida, el asentamiento más estudiado, revela una arquitectura monumental con complejidad insospechada. En el extremo oriental del sitio se construyó una plataforma ovalada que se elevaba más de tres metros sobre el nivel del suelo; sus muros concéntricos se fueron adosando hasta formar una gran espiral de piedra, rematado por un templo circular con un eje ceremonial que convergía en una hoguera central.
La plataforma escalonada sobresalía unos cinco metros sobre la plaza principal y estaba conectada por rampas y escalones. Desde allí se dominaba todo el poblado y la plaza, que presumiblemente servía para ceremonias públicas y reuniones comunitarias. Debajo de esta plataforma se hallaron sepulturas primarias y secundarias; la tumba principal contenía ofrendas de gran valor, entre ellas adornos de piedra verde y botellas de asa de estribo con almidón de maíz y cacao.
Estos ajuares funerarios indican la existencia de jerarquías sociales y rituales fúnebres elaborados, algo que contradice la idea de sociedades amazónicas igualitarias. El patrón de viviendas nucleadas en torno a plazas y templos sugiere una vida sedentaria e integrada, donde el aspecto ritual tenía un papel central.

Uno de los aspectos más llamativos de esta civilización es la “arquitectura en espiral”. Tanto en Santa Ana‑La Florida como en Montegrande, un sitio hermano ubicado al otro lado de la frontera peruana, los templos se construyeron con muros y escaleras que giran de manera helicoidal alrededor de un altar central. Esta disposición podría simbolizar movimientos cósmicos o la ascensión espiritual, y al mismo tiempo organizaba el espacio en niveles que guiaban el tránsito de los participantes durante las ceremonias. La repetición del patrón en lugares separados sugiere una ideología compartida y confirma la existencia de intercambios regulares entre comunidades de ambos países.
La cultura Mayo Chinchipe‑Marañón también dejó huellas claras de agricultura avanzada. Análisis arqueobotánicos realizados en Santa Ana‑La Florida identificaron restos de ajíes, ñames, fréjoles, batatas, yuca, taro, cacao y maíz en contextos domésticos y funerarios. La presencia de tantos cultivos evidencia que la sociedad practicaba horticultura itinerante y conocía una amplia gama de plantas comestibles.

Entre lo más llamativo está la aparición de maíz y cacao, plantas cuya introducción a la Amazonía se pensaba tardía; las dataciones en la Alta Amazonía representan la prueba más temprana de cultivo y consumo al este de los Andes.
El cacao, principal ingrediente del chocolate, se asocia históricamente a las civilizaciones mesoamericanas, pero las cerámicas de Palanda revelan granos de almidón de Theobroma cacao, de Herrania y presencia de teobromina, un alcaloide típico del cacao. Un equipo internacional liderado por el arqueólogo Michael Blake demostró que los miembros de esta cultura utilizaban semillas de cacao hace más de 5.000 años, lo que desplazó el origen del uso de cacao 1.500 años antes y 1.400 millas al sur de lo que se creía. El cacao era molido y transformado en bebidas que se consumían en banquetes y rituales funerarios.

Además del cacao, las botellas de asa de estribo halladas en las tumbas mostraron granos de almidón de maíz y de otros tubérculos, lo que sugiere que se preparaban “chichas” fermentadas de yuca, maíz y cacao para acompañar a los difuntos en su viaje al más allá. El análisis de otros recipientes reveló trazas de yuca, ñame y camote, indicando que las ofrendas alimenticias incluían una variedad de plantas.
Los vestigios materiales muestran también un intenso intercambio a larga distancia. En Santa Ana‑La Florida se encontraron conchas marinas Strombus y Spondylus, que se empleaban como instrumentos musicales y adornos, procedentes de la costa del Pacífico. También se recuperaron turquesas, malaquita, sodalita y madreperla, piedras que no se encuentran en la región y que eran usadas en joyería.
La presencia de estos materiales exóticos evidencia redes comerciales que conectaban la Amazonía con la costa y los Andes, y confirma que las comunidades del Chinchipe intercambiaban productos y conocimientos con las culturas Valdivia y Catamayo.

La iconografía local, en cambio, incorpora jaguares, águilas harpías, serpientes y caimanes, lo que refleja una cosmovisión vinculada a la selva y al chamanismo. Entre los objetos rituales se hallaron cajas de llipta para preparar la cal usada en la masticación de coca; análisis químicos identificaron carbonato de calcio y fragmentos de hojas. La coincidencia de objetos y sustancias sugiere que el intercambio de ideas y de productos psicoactivos atravesaba la cordillera.
El impacto de la cultura Mayo Chinchipe‑Marañón en la historia andina es profundo. Los elementos que se creían exclusivos de las civilizaciones andinas —como la construcción de montículos, las plazas planificadas, la preparación de bebidas fermentadas y la masticación de coca— están presentes en la Alta Amazonía desde el 3500 a.C., lo cual obliga a replantear los orígenes de la civilización andina. Fechamientos contemporáneos sitúan a esta cultura junto a Valdivia en Ecuador y Caral en Perú, sugiriendo que hubo múltiples focos de complejidad emergiendo casi simultáneamente en distintas regiones. La ideología, los símbolos y los bienes rituales de la cultura Mayo Chinchipe‑Marañón se integraron a las tradiciones de la sierra y de la costa, evidenciando un flujo de conocimientos y tecnologías que influyeron en el desarrollo posterior de los Andes.