
En los anales de la historia criminal chilena hay un caso que a pesar del tiempo transcurrido, hasta el día de hoy estremece. Se trata del llamado “Monstruo de Carrascal”, un borracho y vagabundo que en la década de los 50 confesó haber cometido una veintena de violaciones y crímenes, principalmente a menores vulnerables que vivían en la ribera del río Mapocho y pululaban en las inmediaciones de la Vega Central en Santiago.
Nacido como Francisco Varela Pérez, la policía logró capturarlo tras la aparición del cadáver de su última víctima, un niño de 9 años. El sujeto confesó que “el vino lo ponía loco” y que abusaba al menos de uno o dos menores al mes. ¿La principal pista de la policía? El “Vampiro negro”, como también lo bautizó la prensa, no utilizaba su mano derecha.

El último cadáver
El Viernes Santo del 16 de abril de 1954, una vecina que iba de camino a la iglesia de la Parroquia de Nuestra Señora de los Dolores, ubicada a algunas cuadras en Carrascal con Embajador Gómez, se fijó en un pequeño bulto que yacía al interior de una casucha. Al acercarse, comprobó con horror que se trataba de un niño semidesnudo, tendido de bruces sobre el suelo y con claros signos de haber sufrido terribles vejaciones.
Media hora después un grupo de policías, comandados por el subcomisario Orlando Corrales Sánchez y el Inspector Mario Arnés Villarroel, llegaron al lugar y lo que vieron, a pesar de sus años de experiencia, los dejó totalmente horrorizados.
El menor yacía descalzo, con un harapiento pantalón de mezclilla a medio bajar, una camisa gris y un chaleco desgarrado color verde, semejando con rombos la figura de un caballo. A pesar de medir 1,25 metros, pesaba solo 20 kilos.
Las pericias de rigor establecieron que su data de muerte era de unas diez horas y su expresión de terror, las gran cantidad de laceraciones y la manera en que sus manos aún trataban de aferrarse al suelo, eran clara muestra del sufrimiento al que había sido sometido. En su cuello aún se apreciaban claramente las marcas de una mano grande, coronada de uñas sucias y largas, las garras de su asesino.
“El médico legista, Sergio Larraín, informó que el autor del homicidio era, casi sin lugar a dudas, un individuo que usaba con más facilidad su mano izquierda que la derecha”, decía el parte policial.
El análisis forense arrojó “violación colérica”, mientras que las marcas de sus zapatos en el suelo y los restos canosos de cabello aún en una de las manos de la víctima, apuntaban a un hombre mayor, bastante alto, de unos 50 años. ¿La causa de muerte? Asfixia por estrangulamiento y sofocación contra el suelo.

La investigación
De inmediato, los detectives hicieron una batida por los barrios aledaños y detuvieron a 40 mendigos, buscando a uno que fuera zurdo y calzara con la descripción. En paralelo, un retrato hablado de la infortunada víctima fue enviado a los diarios y también convertido en diapositiva para ser exhibido en el Cine-Teatro Lo Franco, de avenida Carrascal cerca de Santa Fe, a fin de establecer su identidad.
Un vecino de la misma población donde había aparecido el cuerpo fue el primero en reconocerlo: se trataba de Luis Gastón Vergara Garrido, más conocido como “Luchito” o “Luisito”, que vivía con su madre Uberlinda Garrido Jaramillo y su padrastro, el comerciante José Ignacio Vivanco Vivanco, amén de tres medios hermanos menores en calle General Brayer 530, en la actual comuna de Quinta Normal.
Según varios testimonios, “Luchito” era un niño introvertido que solía huir de casa donde era golpeado constantemente por su padrastro, un “pelusita” que se paseaba por la Vega Central buscando comida y trataba siempre de subirse de polizón a los trenes que salían desde la Estación Mapocho hacia la costa. No iba al colegio y nunca aprendió a leer ni escribir.

La captura
Dos días después, un joven de 17 años llegó hasta una comisaría para denunciar que un vagabundo con un brazo derecho malo lo había atacado, tratando de violarlo. El agresor había intentado ahogarlo en una acequia, pero vecinos alertados por los gritos lo habían ahuyentado.
Gracias a la información entregada por la nueva víctima, los detectives pudieron confirmar que el Monstruo de Carrascal se encontraba entre los 40 vagabundos que habían arrestado previamente: se trataba de Francisco Varela Pérez, quien malvivía en una pieza arrendada en una población aledaña, medía 1,86, pesaba 90 kilos, tenía 55 años y usaba casi exclusivamente su mano izquierda.
Trabajaba ocasionalmente como jornalero y carpintero, su rostro lucía destruido por el alcoholismo y era prácticamente manco debido a una anquilosis articular, lo que le daba un aspecto aún más siniestro. Y aunque algunos medios dijeron que era analfabeto, otros sostuvieron que cuando no estaba borracho se expresaba con bastante fluidez.
Las muestras de cabello y de sangre, su mano izquierda como una garra con uñas gruesas y largas, los datos aportados por el nuevo testigo y la presión de los detectives, terminaron por quebrarlo en el interrogatorio. “No me hagan nada, voy a confesar. Yo soy el autor del crimen del niño... ¡Yo lo maté, y nada saco con negar!”, declaró.
Según confesó, había encontrado al niño llorando al filo de la medianoche y caminó con él unas cuadras, invitándolo a dormir a su casa. Una nota del diario Las Noticias Gráficas de esa época detalla que “Luchito” se negó, y “en vista de esta negativa, Varela Páez volvió con él hasta la población Indus, y al llegar a una calle cercana al sitio del suceso, recordando que allí había un lugar apto para dar satisfacción a sus apetitos, lo tomó del cuello con la mano izquierda y lo llevó así, suspendido, hasta el sitio eriazo”.
Cuando abusó del niño ya no respiraba, aseguró. Luego vino simplemente el horror, y tras satisfacer sus bestiales instintos lo arrojó dentro de la casucha en construcción, en la que incluso durmió unas horas.
Tratando de justificarse, Varela sostuvo que “el vino lo excitaba y ponía loco” y que debido a su horrible aspecto, ni siquiera las prostitutas lo aceptaban. También confesó haber violado y asesinado a una veintena de menores, niños y niñas a un ritmo de uno o dos por mes, y que la primera de ellas había sido una “indiecita” en el norte del país.

El juicio
Entonces vino la reconstitución del crimen, la que se llevó a cabo la noche del 20 de abril. Unas mil personas se agolparon tras las vallas puestas por la policía y la furia se respiraba en el ambiente.
Según una nota de El Mercurio, tras la reconstitución “el público, movido por la indignación que ha causado este homicidio, lanzó improperios y demostró sus deseos de hacerse justicia inmediata contra el detenido”.
Una vez finalizado el procedimiento, el gentío se abalanzó sobre el carro policial tratando de lincharlo e incluso recibió un fierrazo en la cabeza. Tiritando por el golpe, el miedo y la abstinencia alcohólica, la comitiva tuvo que parar en un bar cercano para darle vino y así calmar sus terribles espasmos.
El juicio en su contra duró dos años en los que las secciones de crónica roja de la época escribieron ríos de tinta. Y aunque nunca se pudo confirmar efectivamente cuántas personas había asesinado, debido a que solía cambiarse de ciudad periódicamente, Francisco Varela finalmente fue sentenciado a la pena de muerte por fusilamiento, pasando de inmediato a liderar la lista de los criminales más brutales del país y siendo recordado hasta el día de hoy como el verdadero ”viejo del saco” chileno.