
Tenía presencia. Una presencia única, que la hizo destacar por sobre todas las vedettes de su época. Y eso que Nélida Roca formó parte de la época de oro de la revista porteña, cuando la Calle Corrientes brillaba con carteleras que invitaban a no perderse los espectáculos que encabezaban Dringue Farías, Adolfo Stray, Pelele, Tato Bores, Juan Verdaguer, Pepe Arias y Jorge Porcel, entre muchos otros grandes del humor. Sin embargo, la estrella a la que todos querían ir a ver era ella.
De hecho, su irrupción en las tablas hizo que se triplicaran los precios de las plateas de las primeras filas, dado que sus fanáticos querían estar lo más cerca posible de esta mujer a la que habían apodado La Venus de la Calle Corrientes. Y no para apreciar sus coreografías, ya que no era una gran bailarina. Tampoco para escucharla cantar, dado que no era demasiado entonada. Ni siquiera, para verla interactuar con los capocómicos porque, a decir verdad, tampoco era talentosa como actriz. Pero era magnética. Y eso bastaba.
Nélida Mercedes Musso, tal su verdadero nombre, había nacido el 30 de mayo de 1929 en la ciudad de Buenos Aires. Tenía alma de artista. Pero, como era de esperar en aquellos tiempos, sus padres, una italiano genovés y una gallega, no la apoyaron en su vocación. Ellos esperaban que Pucci, como la llamaban en su hogar, se casara como “toda mujer de bien” con un hombre trabajador, formara una familia y se convirtiera en una esposa y madre abnegada. De manera que ella terminó contrayendo enlace con el músico de jazz Julio Rivera Roca cuando tenía apenas 16 años de edad, en un intento por cumplir el mandato.

De su marido, a quien acompañaba en sus giras, tomó el apellido con el que tiempo después se haría famosa. Pero la oportunidad le llegó de casualidad en 1948, cuando estaba en la Confitería Richmond cantando junto a su esposo y su orquesta. El dueño del Teatro Maipo, Luis César Amadori, la vio y quedó subyugado ante sus encantos. Sabía que, más allá de su mucho o poco talento, tenía un gran potencial como vedette. Y decidió convocarla para formar parte de la obra El Teatro Maipo. Ella, obviamente, aceptó. Y, de un día para el otro, se convirtió en una estrella.
Fue Carlos A. Petit, dueño del teatro El Nacional, quien le dio un consejo que Nélida cumplió al pie de la letra hasta el final de sus días. “De la vida de una vedette no se debe conocer nada”, le dijo el empresario en sus inicios. Y, desde ese momento, la Roca hizo del misterio su sello personal. Sólo se la podía ver en el escenario, montada con atuendos que ella misma traía de Europa para diferenciarse del resto de sus colegas. Y, para eso, muchas veces había que recurrir a la reventa de entradas, ya que en la mayoría de las funciones los tickets se agotaban.
Nélida, por su parte, llegaba a la sala con tres horas de antelación para que nadie pudiera sorprenderla sin producción, se encerraba sola en su camarín para maquillarse y recién se mostraba cuando llegaba su momento de salir a escena. Ese instante en el que cada espectador quedaba perplejo frente a su figura y se desesperaba por tener de ella un poco más... Sin embargo, una vez que bajaba el telón, la Roca desaparecía como si se la hubiera tragado la tierra.

De lo poco que se supo de ella, gracias a una entrevista que le brindó a Pipo Mancera en la década del ’60, se puede mencionar que era hincha de River Plate, que era tímida por naturaleza y que cuidaba su silueta salteándose el desayuno y el almuerzo. Fuera de eso, en tiempos en los que la prensa del corazón era mucho más cuidadosa, tras la separación de su primer marido se habló de varios de los amoríos de Nélida. Algunos con los que llegó a formalizar y, otros, con los que no.
En 1962, se casó con el cantante italiano Aldo Perricone, recordado como Ricky Giuliano, pero la pareja se disolvió en 1969. Tiempo después, salió a la luz su relación con el doctor Hernán de Lafuente, primer marido de Amalia Lacroze de Fortabat. Y en 1974, cuando finalmente decidió retirarse de la escena artística para dedicarse a viajar por Europa, contrajo enlace con Alberto Pérsico. Y, simplemente, se retiró.
Nadie podía imaginar, entonces, cuáles eran sus intenciones. Se suponía que ella, la vedette número uno de la Argentina, iba a ser la encargada de abrirle el camino a las nuevas generaciones. Y, de hecho, en La Revista de Oro, en la que compartía el protagónico con Jorge Porcel, se la vio impulsando la carrera de una joven llamada Susana Giménez. Pero, evidentemente, Nélida entendió que su ciclo ya se había cumplido. De manera que ese terminó siendo su último espectáculo.

Sabiendo que como vedette tenía una carrera corta, la artista siempre se preocupó por su futuro. Cuentan que cada lunes, cuando cobraba su cachet, iba a comprar departamentos pensando en lo que sería su jubilación. Y, cuando tomó la decisión de bajarse de las tablas, nunca más escuchó ninguna propuesta, por más tentadora que fuera. Porque, además, ella quería que el público la recordara en su plenitud. Así que, tras veinticinco años de carrera, optó por reclutarse en el ostracismo.
Murió el 4 de diciembre de 1999, a los 70 años. Y, tal como Nélida quería, todos se quedaron con la imagen de ella arriba de un escenario, con su cuerpo imponente adornado por brillos y plumas. La realidad, sin embargo, es que en los últimos años de su vida la vedette había sufrido un verdadero martirio a causa de una enfermedad autoinmune que fue limitando su capacidad motriz y que la había obligado a convivir con el dolor, que intentó mitigar con tratamientos en Cuba. Pero ya nada quedaba de esa mujer que llenaba teatros. Y ella se encargó de que, salvo un grupo muy íntimo, no hubiera testigos de esa situación.
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