
“De la vida de una vedette no se debe conocer nada”, le dijo un día el empresario teatral Carlos A. Petit, dueño del teatro El Nacional. Y Nélida Roca siguió su consejo al pie de la letra. Pero no solo durante el cuarto de siglo que brilló sobre los escenarios de la revista porteña, donde la rebautizaron como La Venus de la Calle Corrientes, sino también durante los 25 años que pasó en el ostracismo más absoluto tras su retiro en plena gloria. Es que ella quería que el público la recordara en su mejor momento. Así que recién hubo noticias de ella el 4 de diciembre de 1999, cuando se supo que había muerto a los 70 años de edad y después de luchar largamente contra un cuadro de artritis reumatoidea que había limitado seriamente su movilidad.
No había sido ni la mejor bailarina, ni la mejor actriz, ni la mejor cantante... Pero sí la mejor vedette: la gente compraba las entradas solo para verla bajar las escaleras antes de que cayera el telón final del espectáculo. Y ella, con su presencia única y su mirada inquietante, nunca defraudaba. Si hasta los capocómicos más encumbrados de su época tuvieron que resignarse a compartir con ella, una mujer, el cartel principal. Y los productores tuvieron que acceder a darle un porcentaje de la recaudación de las obras que encabezaba. Porque la Roca “cortaba tickets” como ninguna otra figura. Al punto que, gracias a ella, los boleteros terminaron inventando la “reventa” de las plateas principales, que guardaban hasta último momento para luego sacar con ellas unos pesos extra.
Había nacido el 30 de mayo de 1929 en la ciudad de Buenos Aires, bajo el nombre de Nélida Mercedes Musso. Y siempre había querido ser una artista, a pesar de la oposición de sus padres, un italiano genovés y una española oriunda de Galicia. Eran tiempos en los que todo lo que se esperaba de una dama de bien era que pudiera encontrar a un buen marido. Y Pucci, como la habían apodado en su casa, no podía escapar a ese destino. Así que, con apenas 16 años, contrajo enlace con el músico de jazz Julio Rivera Roca, de quien adoptó su apellido.

El destino quiso que, por acompañar a su esposo cantando junto a su orquesta en la Confitería Richmond, en 1948 el dueño del Teatro Maipo, Luis César Amadori, la descubriera y viera algo en ella que iba mucho más allá de su poco destacable afinación. Fue entonces cuando decidió producirle su propio espectáculo: El Teatro Maipo cuenta su historia. Así, casi de manera abrupta, Nélida se convirtió en una estrella. Y comenzó a trabajar a la par de las grandes figuras de la época, como Dringue Faías, Adolfo Stray, Jovita Luna y Beba Bidart, entre muchas otras.
Era magnética. Y, como se estilaba entonces, llegaba al teatro con tres horas de antelación para que nadie pudiera verla previo a su aparición en escena. Entonces se encerraba sola en su camarín, donde se encargaba de maquillarse y preparar los cambios de vestuario que ella misma se ocupaba de traer de Europa para distinguirse del resto de los mortales. Y, cuando finalmente se paraba frente al público, lograba hacer valer cada centavo que pagaban por verla. Pero, una vez terminada la función, desaparecía.
Poco se sabía de ella. Allá por los años 60, Pipo Mancera logró hacerle una entrevista para el ciclo Sábados Circulares. Entonces habló de su timidez, contó que era fanática de River Plate y confesó que, en tiempos en los que las cirugías estéticas casi no existían y la moda fitness todavía no había desembarcado en el país, cuidaba su silueta salteándose el desayuno y el almuerzo.

Tuvo varios amores después de su primer esposo, aunque solo salieron a la luz algunos nombres. Uno de ellos fue el cantante italiano Aldo Perricone, más conocido como Ricky Giuliano, con quien se casó en 1962 y estuvo en pareja hasta 1969. Luego se supo de su relación con el doctor Hernán de Lafuente, primer marido de Amalia Lacroze de Fortabat. Y, finalmente, apareció Alberto Pérsico, con quien contrajo enlace en 1974 para dedicarse a viajar por Europa tras su repentino retiro del medio artístico.
Y es que, ese mismo año y sin ningún anuncio previo, la Roca protagonizó su último espectáculo. La obra se llamaba La Revista de Oro y, en ella, compartía elenco con Jorge Porcel y una joven promesa llamada Susana Giménez. La idea era que la experimentada vedette, que ya llevaba casi un cuarto de siglo sobre las tablas, le abriera camino a las nuevas generaciones. Pero nadie pensaba que por la cabeza de Nélida podría estar dando vueltas la posibilidad de alejarse del mundo del espectáculo.
Dicen que ya había juntado dinero suficiente. Cuenta la leyenda que cada lunes, cuando iba a cobrar su sueldo semanal, pasaba por una inmobiliaria a comprar departamentos. Y que los regalos que sus pretendientes le hacían llegar iban de los ramos de rosas hasta las joyas más costosas y los autos de alta gama. Por eso, cuando tomó la decisión de dejar de trabajar, no hubo propuesta que pudiera hacerla cambiar de opinión. Por más tentadora que ésta fuera. Y, simplemente, desapareció del radar de la prensa.

Sus fanáticos se quedaron con la imagen de esa mujer imponente y etérea a la vez, que ilustraba las marquesinas de los teatros porteños y que desafiaba todas las reglas de decoro de aquellos años con su vestuario o la falta de él. Pero la realidad es que, en los últimos tiempos, la Roca sufrió un verdadero martirio a causa de una enfermedad autoinmune que fue limitando su capacidad motriz, la postró en una silla de ruedas y la obligó a convivir con el dolor, al punto de tener que viajar a Cuba para hacer tratamientos que pudieran calmarla.
En 1998, había sido internada en el Instituto de Rehabilitación Psicofísica. Pero, para entonces, a su ya muy complicado cuadro se le había sumado una insuficiencia renal por el que debió realizarse diálisis. Y, finalmente, en 1999 murió tras sufrir un ataque cardíaco en el Hospital Francés, adonde había sido trasladada en los días previos. Tenía 70 años de edad. Y había logrado su objetivo: que nadie fuera testigo de su deterioro y que el mundo entero la recordara como la gran vedette argentina de todos los tiempos.
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