
El silencio en El Chinguillo solo es interrumpido por el eco lejano de algún animal o el roce del viento entre los árboles. Este pueblo emerge como un oasis suspendido en el desierto cuyano. El viajero que se aventura desde la ciudad sanjuanina de Rodeo debe surcar setenta kilómetros de caminos ásperos, solo aptos para vehículos todoterreno, antes de presenciar cómo un valle secreto se abre a unos 2.000 metros sobre el nivel del mar. De pronto, aparecen árboles, parcelas cultivadas y una calma que resiste incluso los rigores del invierno.
Aquí viven apenas cuatro personas: Iván Solar, su esposa Lorena y los hijos de ambos, Jesús, de 10 años, y Reinaldo, de ocho. Los Solar son los últimos custodios del norte de San Juan, en el departamento de Iglesia. No hay vecinos ni ruidos de autos. Solo la memoria de una familia que se niega al éxodo.
La herencia de un territorio inhóspito
“Tenemos árboles frutales, una huerta con hortalizas, chivos, pollos, gallinas y ovejas”, detalla Iván, que atiende el teléfono desde una tierra donde la señal es a veces un milagro. Hay en su voz la seguridad de quien ha elegido el aislamiento: “Además, tenemos producción de vino de varias cepas. Eso hace que casi no necesitemos comprar alimentos. Somos autosustentables en casi todo”.

El campo que trabajan es herencia de los ancestros. El abuelo de Iván pastoreaba las mismas pendientes. El padre le confió la tierra, pero de los once hermanos, solo él optó por quedarse. El desarraigo, para los Solar, no es una opción. La rutina empieza antes del sol. Se recorren huertas, se revisan cercos. Bajo el cielo abierto, los días adquieren otra densidad.
—Bajaba a caballo con la guitarra y un cordero para asar —recuerda Iván sobre sus viajes de juventud a Rodeo—. Ahí la conocí a Lorena, en una de las fiestas del pueblo.
Juntos, Iván y Lorena han impulsado además un pequeño emprendimiento vitivinícola que suma tintes modernos a la tradición familiar. Para la cosecha, cuentan con un peón que sube especialmente. El resto del año, el trabajo es solo de la familia. Los niños también asumen su cuota de responsabilidad.

Infancia entre las pantallas y el campo
El aula de Jesús y Reinaldo es una pantalla. “Estudian a distancia tres semanas al mes,” explica Iván. Solo la cuarta semana viajan a Rodeo para asistir a clases presenciales. En ese entonces, Lorena los acompaña, mientras que Iván permanece en la finca, vigilando cultivos y animales.
—Ya tienen sus chivos para cuidar —dice sobre los hijos—. Colaboran con la huerta y en los trabajos más suaves. Pero su prioridad es el estudio.
La rutina de los niños oscila entre el campo y la computadora, regalando una infancia híbrida, tejida entre la naturaleza y la tecnología, entre raíces profundas y ventanas que se abren al mundo exterior.
Desde El Chinguillo hasta Rodeo median setenta kilómetros, seguidos de otros cincuenta por caminos de tierra, donde el cruce de ríos se convierte en un desafío según el caudal. “Muchas veces quedamos aislados durante seis meses sin posibilidad de usar vehículos, y solo podemos movernos a caballo o en mula”, resume Iván, mientras dibuja con palabras cotidianas la geografía del aislamiento.

La comunidad vive en una frontera física y simbólica. La energía solar abastece lo esencial y un generador sirve de respaldo en emergencias. Pero la luz es escasa: “Lo ideal sería que se extienda el cableado que está a unos 30 kilómetros del pueblo. No es tanta distancia. Ya se lo pedimos al Gobierno de San Juan. Por ahora no tenemos respuesta”.
Turismo al borde del mundo
El rumor del boca a boca traza una curva improbable desde Buenos Aires o Chile hasta este rincón remoto. La familia Solar encontró en el turismo una fuente adicional de subsistencia. Hay en el pueblo capacidad para alojar catorce personas, aunque el lujo y la velocidad aquí no existen. “Es una propuesta para pasar un par de días en un clima de paz que no van a encontrar en ningún otro lado del mundo,” afirma Iván.
Los huéspedes llegan en 4x4 y son recibidos con hospitalidad intacta. La rutina se detiene: paseos por calles polvorientas, contacto con animales y comidas preparadas con productos de la huerta. El menú puede ir desde una cazuela criolla hasta verduras recién cortadas o un chivo a la parrilla. Cuando la noche cae y las nubes envuelven los techos bajos, el silencio cobra textura y los visitantes descubren la intensidad de la soledad.
En los alrededores destaca la pequeña capilla, todavía en pie, y el cementerio, casi camuflado por la vegetación agreste. Todo parece flotar en una calma suspendida, apenas alterada por alguna carcajada infantil o por el paso de animales. “Llegan turistas de Chile, Buenos Aires y europeos. Y se van encantados con el pueblo,” resume Iván.

El aprendizaje llega por aire
Gracias al apoyo de empresas locales y a la apuesta que algunas han hecho por la capacitación remota, la familia Solar accede a cursos a distancia. Lorena decidió sumarse al desafío: empezó un curso de gastronomía en línea, organizado por GL Support Sitios Remotos, marca de Grupo L, que brinda servicios integrales de alimentación y limpieza.
La posibilidad de formarse formalmente sin abandonar el pueblo, solo posible gracias a la tecnología, sorprendió a su entorno. Ahora, Lorena guarda un diploma digital y nuevos trucos culinarios, tan útiles en las tardes de turismo como en la vida diaria.
Un refugio para quienes trabajan bajo la montaña
Otra de las actividades de los Solar es el alojamiento y servicio de comidas para los trabajadores de la explotación minera Vicuña, empresa responsable de la futura extracción de cobre en la zona. Para los mineros, El Chinguillo representa la urbanización más cercana, un oasis práctico al pie de la montaña.

—Somos la urbanización más cercana, así que tratamos de ayudar a los trabajadores en lo que podamos —cuenta Iván—. Les ofrecemos alimento y también un lugar para vivir si es que lo necesitan.
El valle, con sus árboles, huertas y parras, se sostiene como un epicentro diminuto donde el tiempo es otro.
Para los Solar, cada ventaja viene aparejada con un sacrificio. La autosuficiencia alimentaria, la oportunidad de criar a los hijos lejos del bullicio y el privilegio de vivir rodeados de naturaleza imponen una constante lucha contra la falta de infraestructura y la amenaza de quedar aislados por meses.
Los visitantes se marchan con la certeza de haber transitado un escenario ajeno al vértigo del siglo XXI. El pueblo queda en su colina, bajo una luna intensa y el trabajo paciente de quienes decidieron escribir su historia al margen de casi todo.
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