
La Operación 90 fue la primera expedición argentina en alcanzar, por tierra, el Polo Sur, misión que siempre estuvo en la mente del coronel entrerriano Hernán Pujato, con el propósito de fijar soberanía en el continente blanco. Pujato había hecho historia en la Antártida, ya que había sido el responsable de la fundación de la base San Martín en 1951, la primera situada al sur del círculo polar y la primera científica argentina en el continente blanco.
Le pasó la posta a Jorge Edgar Leal. “No pude llegar al Polo Sur, usted debe hacerlo”. Leal había sido jefe de la base Esperanza, donde en 1952 estableció un destacamento naval y fundó la base de Ejército; también sería jefe de la base San Martín y Belgrano.

La orden concreta se originó en julio de 1962: “El señor Jefe de la División Antártica planificará y ejecutará la expedición al Polo Sur…” Para Jorge Edgar Leal, nacido en Rosario de la Frontera el 23 de abril de 1921 y egresado del Ejército en 1943, la Antártida se había transformado en su pasión.
Leal eligió a los hombres que lo acompañarían. Como segundo jefe, designó al experimentado capitán Gustavo Giró Tapper. Su trayectoria y experiencia en sus trabajos en el continente blanco lo convirtieron en una figura clave, ya que fue el motor de la operación y el que convenció a Leal de que el éxito era posible.
La génesis de esta travesía fue en 1958 en la Base San Martín. En una primera instancia, Leal lo envió como jefe de la base Esperanza y luego a la Belgrano, desde donde se preparó todo. Los hombres que participaron ya venían trabajando junto a Giró Tapper.

Los mecánicos fueron el suboficial principal Ricardo Ceppi, y los sargentos ayudantes Julio Ortiz y Jorge Rodríguez. Los sargentos ayudantes Roberto Carrión y Adolfo Moreno eran los topógrafos, el sargento primero Domingo Zacarías el encargado de las comunicaciones y el cabo primero Ramón Alfonso, auxiliar.
Además, se armó una patrulla de reconocimiento, que marcharía adelantada, hasta el paralelo 82, que se trasladarían con trineos tirados por perros. La integraron el teniente Adolfo Goetz, sargento primero Ramón Villar y los cabos primeros Marcelo Álvarez y Leonardo Guzmán. Darían apoyo logístico y radioeléctrico en la base Sobral, el teniente Pedro Acosta, los sargentos primeros Carlos Bulacio y Hugo Britos.
La operación no comenzó bien. Cuando en el verano de 1963 el rompehielos General San Martín llevó el abastecimiento y relevo para la Base Belgrano, una furiosa tormenta que duró cinco días hizo que se perdieran muchos de los elementos destinados a la expedición.

Para 1964 ya tenían listo el equipamiento, los seis vehículos, los 20 trineos de carga, además de los víveres y el combustible.
No era el momento ideal para el jefe de la misión. Casado con la maestra mendocina Teresita Glowacki, Leal tenía entonces dos hijos: Gonzalo, de 9, y Teresita, de 7. Su esposa estaba embarazada, y daría a luz a María de las Nieves el 15 de diciembre, cinco días después de la llegada al Polo Sur.
El martes 26 de octubre de 1965 era un día nublado, con 19 grados bajo cero, que se hacía sentir por una persistente brisa que soplaba del sudoeste. Luego de una breve arenga de Leal, comenzó la marcha. Algunos pensaban que era una locura encarar esta expedición, sin distancias ni tiempos predecibles. “Estos están locos, estas son cosas para nórdicos o japoneses”, opinaban.

A poco de andar, la marcha se hizo más lenta por la escasa visibilidad. Tras diez horas de marcha, el vehículo Snowcat bautizado “Venado Tuerto” rompió el diferencial. Como se estaba a 50 kilómetros de la Base Belgrano fueron a buscar más diferenciales de los que llevaban previendo el esfuerzo que deberían hacer estos vehículos en las subidas que enfrentarían.
Reiniciada la marcha, debieron reparar el “Córdoba”, al averiarse la terminal de la barra de dirección.
Cuando estaban por ingresar a la zona de la Gran Grieta, por precaución encordaron los vehículos. Adelante, iba una patrulla con trineos tirados por perros, a fin de estudiar el camino. Los animales tenían una percepción especial para ubicar grietas.
Cuando pasaron por la Pampa de Filchner, la temperatura era de 30 grados bajo cero, y Leal escribió que “el sol, tapado por la niebla, es fantasmal”. La blancura que los rodeaba les producía mareos.

La niebla y ese blanqueo que se apoderaba del ambiente hacía todo más lento. Cuando el suboficial Bulacio se lastimó tres dedos de su mano izquierda, se lo curó y se le puso varios mitones para evitar el congelamiento. Como la herida no cicatrizaba, se lo terminaría reemplazando por el sargento ayudante Alfredo Pérez, miembro de la dotación de la Sobral, que fue elegido por votación.
Luego de un descanso en el refugio Santa Bárbara, se prepararon para encarar el Paso Saravia, un dislocamiento de la barrera de hielo de Filchner de unos diez kilómetros de extensión, con anchas y peligrosas grietas. La incógnita del grupo era si los puentes de nieve soportarían el peso de los vehículos de tres toneladas y los trineos de arrastre. Pasaron.
Cada veinte kilómetros hacían observaciones científicas y cálculos para la orientación. Mediciones gravimétricas y magnéticas, meteorológicas y glaciológicas, ensayos clínicos sobre el problema del frío, comportamiento y rendimiento de equipos y otros estudios menores.
Cuando llegaron a la base Sobral -por entonces era la más austral de nuestro país- a la que divisaron semienterrada en el hielo, comieron carne, verduras y pan. Por un momento pudieron eludir el charquicán, una suerte de guiso que era la base de su dieta.

El trayecto se hacía cada vez más trabajoso, los hombres debían movilizarse encordados y refugiarse en las carpas cuando la visibilidad era nula. El encierro, de casi dos días, fue en parte distendido por partidas de truco.
A medida que avanzaban, eran conscientes de que se adentraban en un terreno desconocido, y se guiaban por navegación astronómica. Cada seis horas se efectuaba una observación recta al sol. Hasta el polo, usarían el método de Equidistancia Azimutal. Les preocupaba esa incertidumbre sobre la dirección más conveniente a seguir.
El blanqueo era otra de las trampas a los que eran sometidos. Era producido por el reflejo de la luz del sol en nubes muy bajas y nieve que anulaba las sombras, la perspectiva y la sensación de profundidad.
Los problemas se multiplicaban. Trastornos gástricos del suboficial Rodríguez y la rotura de uno de los vehículos, al que no pudieron reparar. Otro lo dejaron cargado de combustible, que usarían en el regreso.
Acamparon para soldar las roturas de los vehículos. Por los continuos golpes que recibían, las barras de metal se quebraban y debían soldarlas. Fue un trabajo arduo, de muchas horas, en el que Ceppi mostró signos de envenenamiento por las interminables horas que se dedicó a esa tarea. No la pasaron para nada bien, por eso llamaron a ese campamento Desolación.
Hasta hubo un principio de incendio en el calefactor que llevaban, que pudieron extinguir con los matafuegos.
Desde allí, Leal logró establecer comunicación con Buenos Aires. Habló con el general Alejandro Lanusse, jefe III de Operaciones del Estado Mayor del Ejército.
Las fuerzas flaqueaban luego de días enteros de marcha, y se turnaban en las tareas de conducir los vehículos, los controles del rumbo y observaciones de grietas, entre otros. Esto hizo que en los turnos previstos, tres hombres pudieran dormir, incluso profundamente, a pesar del intenso bamboleo del vehículo que, trabajosamente, se abría paso en el terreno.
Cuando estaban a unos kilómetros del polo, decidieron cambiarse de ropa para aparecer más presentables en la base norteamericana Amundsen-Scott y se recortaron las barbas.
El 10 de diciembre a las una y media de la madrugada iniciaron el último tramo de la marcha, con una fría y penetrante brisa que soplaba del nordeste. La temperatura era de 30 grados bajo cero.
A las nueve y media divisaron la base: habían llegado al Polo Sur. Abrazos, lágrimas, hurras. Leal quitó una de las banderas que llevaban los vehículos y ahí mismo la clavó en la nieve. Se comunicaron con Buenos Aires para dar la buena nueva. Luego, rezaron. “Cuántas veces nos acordamos de Dios ante el milagro de una naturaleza extraña y portentosa, o ante el peligro cierto de vendavales y grietas traidoras…”, dejó escrito en su diario. Ese día Leal dijo: “sentí la emoción más grande de mi vida”.
De la base norteamericana los miraba desde lejos, un tanto extrañado, el radarista, que estaba de guardia y agitaba sus brazos, que los venía siguiendo por instrumentos. Los recibió el jefe de la base, el teniente de navío médico William Griffin. Estaban sorprendidos, aunque estaban al tanto de la misión de la patrulla argentina. No lo dijeron, pero los argentinos percibieron que los norteamericanos pensaron que nunca lo lograrían.
Quisieron permanecer en sus carpas, pero los norteamericanos insistieron en que se alojasen en la base. Pusieron a su disposición el taller para reparar los vehículos.

En una formación en la que se cantó el himno, se izó oficialmente la bandera argentina.
El 15 de diciembre, a las tres y media de la tarde, emprendieron el regreso. Regresaron a la base Belgrano el 31 de diciembre. Habían recorrido 2.900 kilómetros en 66 días.
En 1970, Leal fue designado como director nacional del Antártico, cargo que conservó hasta 1973; luego volvería entre 1989 y 1999, y en 2003 pasó a retiro como general de brigada. Era Expedicionario al Polo Sur y Expedicionario al Desierto Blanco.

Una escuela en Rosario de la Frontera lleva su nombre. Falleció a los 96 años y, tal como era su voluntad, sus cenizas fueron llevadas a la Base Esperanza en enero de 2018 y descansan en el pequeño cementerio de ese continente blanco. “No existe la patriada fácil”, había escrito.
Desde 2018 el Instituto Antártico Argentino, junto al Museo del Cine se propusieron el rescate, la preservación y divulgación de películas filmadas en el continente blanco. En ese material está reflejada la epopeya de Leal y de sus hombres. En el museo del Comando Conjunto Antártico se exhibe el vehículo “Salta”, participante de la histórica expedición.
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