
Hay lugares que, antes de conocerlos, me han atraído por diversas razones. Algunos por su historia milenaria, y otros por su naturaleza. Están aquellos en los que reconozco en su geografía ciudades con renombre, de esas que hablan por sí solas. Pero también hay otros que me atraen quizás porque no se habla mucho de ellos. Malta, por ejemplo. Enclavada en el corazón del Mediterráneo, en un punto intermedio entre la Sicilia italiana y las costas africanas de Túnez, su territorio compuesto de dos islas principales, Malta y Gozo y una muy chiquita, Comino, que apenas se despliegan por unos cincuenta kilómetros de norte a sur y un poco menos de este a oeste, ha sido a lo largo de la historia un paso obligado por civilizaciones que sucesivamente fueron dominando este mar que separa a Europa de África. Cartagineses, romanos, griegos, españoles, árabes, normandos, cruzados, dejaron su impronta en su diminuta superficie.
Apenas llegamos nos encontramos con una urbanización que podría ser la de cualquier gran capital europea; un aeropuerto muy prolijo, un sistema de transporte efectivo, seguro y no muy caro. De hecho, el trayecto hacia el hotel, ubicado en la agrupación urbana de Silema, lo hacemos en colectivo, sin ningún problema. Decimos agrupación urbana porque a veces es difícil discernir dónde empieza una ciudad y comienza la otra, ya que están todas bastante pegadas por las dimensiones de las islas, especialmente en la zona de La Valeta, la capital, que está adyacente a la mencionada Silema o a San Julien, Mdina, Rabat, Marsaxlokk, Senglea, Vittoriosa o Cospicua, entre otras.

Tomamos un ferry en la costa de Silema y apenas un par de minutos después nos bajamos en La Valeta, después de haber cruzado por una de las incontables entradas del mar en el territorio maltés, y ya en la capital empezamos a desplazarnos otra vez por tierra firme. Lo primero que llama la atención, no sólo en la Valeta sino en toda Malta, es el que la mayoría de sus construcciones parecen ser del mismo color. Es una especie de color miel, un marrón muy clarito, el cual, en conjunción con la arquitectura predominante en la isla, parece transportarnos a una época medieval. No hay edificios modernos, y todo está muy mantenido y cuidado. Las calles de piedra, algunas iglesias, varias fortificaciones. Otro detalle que sorprende son sus balcones, los cuales están construidos en madera y tienen la particularidad de estar cerrados. Son conocidos como gallerija y se dice que deben su forma a la época en la que los españoles dominaron la isla. Otros que dejaron su impronta fueron los Caballeros de la Orden de Jerusalén. De hecho, un gran maestre de la orden, Jean Parisot de la Valeta, fue quien fundó la ciudad en 1566, diseñándola como una gran fortificación y trasladando su apellido a la capital maltesa.

Atravesamos la ciudad caminando, por supuesto, en medio de muchísima gente. Si bien para el turismo sudamericano no es un destino muy conocido, sí lo es para el resto de los europeos, que llegan en apenas un par de horas desde cualquier lugar del viejo continente. Entre los que arriban están aquellos que concurren para el Festival de Cine, que se desarrolla con casi cien películas en exhibición, algunas de ellas con la posibilidad de presenciarlas en cines al aire libre, una actividad que es muy recomendable por la calidez de las noches estivales. Están también los que visitan Malta por sus antiquísimos sitios arqueológicos, de los más antiguos existentes, como Tarxien o Hagar Qim. Y también están los que simplemente van a relajarse y disfrutar de sus playas como la Golden Bay, Mellieħa, muchas playas más tranquilas en la isla de Gozo o la paradisíaca Blue Lagoon, es decir la Laguna Azul, en la isla de Comino, un sitio ideal para hacer buceo.

En la tarde nos subimos a un bus turístico, una forma eficiente de recorrer todo el país en apenas unas horas. Nos detenemos en un lugar particular, un pequeño pueblo pesquero, Marsaxlokk, a unos quince kilómetros al sudeste de La Valeta. Con apenas tres mil habitantes es el principal puerto abastecedor de pescado para todo el territorio maltés, destacándose el lampuki, un pez tradicional que se pesca entre agosto y diciembre. Llegamos en un día especial, porque es domingo y entonces enseguida nos encontramos con una feria que se despliega a lo largo de toda la costanera, en la cual podemos observar todo lo recolectado en la pesca diaria, aunque enseguida detectamos muchos otros productos, como frutos secos, frutas, verduras, miel o quesos, todos provenientes de los alrededores. Nos desplazamos hacia un lateral y descubrimos un grupo de pescadores, quienes luego de su tarea diaria, o más bien en la parte final de ella, trabajosamente enrollan sus redes, preparándolas para futuras incursiones en el mar. Nos cuentan que navegan cada mañana y que lo producido, tras pasar el filtro de los restaurantes locales, parte hacia el resto del país. Unos metros más adelante están fileteando lampuki. Nos relatan que también lo llaman dorado y que es el pez más representativo de todos, aunque también existen otros que se ven con asiduidad, como el atún, el pez espada o el mazzola, una especie de tiburón. En casi todos los casos, los malteses nos contestan con cortesía, pero mostrándonos que la fluidez de palabras no es una de sus características. Antes de irnos fijamos nuestra mirada en el Mediterráneo, destacándose en medio de la belleza del paisaje innumerables embarcaciones rebosantes de color. Son los luzzus y las djhajsas, las cuales nos sorprenden porque todas tienen un ojo de Osiris pintado en su superficie, que los protege en el mar y les da buena suerte. Camino a la parada del bus turístico, nos detenemos frente a la fachada de la Iglesia de Nuestra Señora de Pompeya. Un detalle singular se destaca en ella. Existen dos relojes con las horas cambiadas, con el fin de confundir a los espíritus malignos.
Dueña de una historia inigualable que se prolonga con una resistencia heroica en la Segunda Guerra Mundial, Malta invita a visitarla. En silencio, aunque no se hable mucho de ella.
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