
El 23 de mayo, la guerra que se vivía en el cielo de las Malvinas, a mil kilómetros por hora, a 480 millas del continente, llegaría a la base de Río Grande. Tomaría otra dimensión, más cercana, más brutal. Mostraría su cara en el asfalto húmedo, a la vista de todos.
Sucedió en el regreso de una misión que había conducido el jefe de la Tercera Escuadrilla Aeronaval de Caza y Ataque, el capitán Rodolfo Castro Fox, con los aviones A-4Q.
Castro Fox había sufrido un accidente nueve meses antes. La tardía expulsión del asiento eyectable en una jornada de entrenamiento en el portaviones 25 de Mayo hizo que cayera al mar con su avión desde 13 metros de altura y perdió el conocimiento tras el impacto contra el agua. Lo trasladaron al hospital en helicóptero. Sufrió dos paros cardiorrespiratorios y la fractura de su brazo izquierdo. No había vuelto a volar hasta abril de 1982, cuando se declaró la guerra, pero estaba inhabilitado para realizar misiones de combate. Sin embargo, Castro Fox informó a sus superiores que se sentía obligado a desobedecer la prohibición: no podía mandar a sus pilotos al combate aéreo si él no lo hacía. Su disminución física le impedía operar el avión con normalidad. Un mecánico debía ayudarlo para abrir y cerrar la cabina; tampoco podía accionar la palanca del tren de aterrizaje con la mano izquierda, debía hacerlo cruzando el brazo derecho.
Por su parte, al inicio de la guerra, el estado de los aviones de la escuadrilla era desolador. Los A-4Q ya habían excedido su vida útil, tenían las alas fisuradas, los cañones registraban problemas técnicos para impactar sus proyectiles, y los cohetes de los asientos eyectores estaban vencidos, con un margen de seguridad limitado. Con el esfuerzo logístico del personal de mantenimiento se reemplazaron alas y también se incorporaron otros pilotos de otras unidades. La escuadrilla quedó conformada por doce pilotos con ocho A-4Q preparados para atacar las unidades de superficie del enemigo.

El 23 de mayo, en su misión hacia Malvinas, a Castro Fox lo acompañaban el capitán Carlos Zubizarreta, el teniente Carlos Oliveira y el teniente Marcos Benítez.
El objetivo había sido el de todas las misiones: atacar las naves que encontraran en la bahía San Carlos y, si no encontraban nada, hacerlo sobre las instalaciones del puerto.
Partieron pasado el mediodía. Volaban juntos, en formación, para no perderse de vista. Pronto Oliveira tendría fallas en el traspaso de combustible y regresaría a la base. Cuando divisaron Gran Malvina, se elevaron por los cerros y luego bajaron, navegación rasante, pegados al agua. El capitán Pablo Carballo, que lideraba la misión de A-4B Skyhawk, los había precedido en la incursión, dos minutos antes. Les transmitió por radio la posición actualizada de las naves de superficie y de los Sea Harrier. Carballo estaba en el vuelo de regreso; su avión había recibido un misil en el ala derecha disparado desde tierra y otro había pasado muy cerca de su cabina cuando atravesaba Pradera del Ganso, para girar y volver a atacar. Pensó en eyectarse, pero sentía que podía dominar el avión y confiaba en que aterrizaría en Río Gallegos. Otro A-4B de su formación no había lanzado, del otro no tenía novedades, y había perdido a un piloto, al primer teniente Luciano Guadagnini, que había descargado su bomba sobre la HMS Antelope, una fragata de tipo 21 que había sustituido a Ardent como muralla, dispuesta a atacar con sus cañones y a atajar todo lo que le arrojaran.
Un proyectil lanzado desde la fragata impactó sobre el ala del A-4B de Guadagnini, y ya estaba a punto de caer al agua, pero en un esfuerzo soberbio el piloto giró e impactó sobre el mástil de Antelope. Su avión se desintegró y cayó al mar. (Después del cuarto intento frustrado por desactivarla, una de sus bombas explotaría en la sala de máquinas. Antelope quedaría envuelta en una bola de fuego, mientras los tripulantes abordaban un bote del Intrepid. Cuando estaban a mil metros se produjo la explosión, que quedaría registrada como una de las imágenes más dramáticas de la guerra por las Malvinas. El casco de Antelope se partiría en dos y la nave se hundiría).

Este era el reporte de Carballo sobre el estrecho San Carlos pasado el mediodía del 23 de mayo. Antes de ingresar a la zona caliente, Castro Fox puso su A-4Q a cien metros del agua y deseó suerte a sus numerales, que venían detrás. La pasada aérea por el estrecho no tomaba más de un minuto. El minuto decisivo. El sol brillaba, pero el cielo se veía negro por el humo de las explosiones y el fuego de los cañones.
Cuando vio a su blanco, el Intrepid, en la boca de la bahía, también vio una especie de luz que salía desde la proa y se dirigía hacia él. Era un misil. Giró rápido a la derecha y enfiló hacia la nave, descargó sus bombas y fue saliendo del estrecho en vuelo rasante, moviendo su avión de un lado a otro para escapar hacia la base. Detrás de él venían sus dos numerales, Benítez y Zubizarreta. Les habían tirado dos misiles desde tierra, que pasaron entre sus dos aviones, pero habían superado sin daños la barrera antiaérea. Benítez había descargado sus bombas sobre Antelope. Aunque no escuchó su explosión, había quedado alojada en la fragata. Zubizarreta no había podido lanzar por una falla en el sistema.
En su regreso, Castro Fox advirtió que se quedaba sin combustible; los tanques externos no transferían en forma normal. Optó por un perfil de vuelo diferenciado, a más de 12 mil metros de altura. No sabía si llegaría a aterrizar o se eyectaría en el mar. Lo iría evaluando. Les dijo a sus pilotos que no lo acompañaran: quería quedarse solo.
Zubizarreta y Benítez continuaron vuelo. En la base estaban contentos porque sabían que volvían los tres A-4Q de San Carlos. Lo habían verificado con el radar en tierra. Los pilotos y mecánicos de las escuadrillas los habían despedido y ahora estaban en la plataforma del hangar para recibirlos, como se hacía siempre en cada misión. El aterrizaje era inminente. En ese momento empezó a lloviznar, una garúa muy tenue, con un fuerte viento.
El capitán Roberto Curilovic, que tenía experiencia porque era señalero en portaviones de A-4Q, salió corriendo a la pista y ordenó que se armase el sistema de frenado. El A-4Q, sobre pista mojada y semihelada, corría el riesgo de hacer aquaplaning. Tenía ruedas muy finas, para aterrizaje en portaviones, y con la alta presión de inflado perdía adherencia y podía hacer deslizar al avión sin control. Entonces, si el gancho de cola del avión lograba enganchar el cable que atravesaba la pista y empezaba a arrastrarlo, el propio cable le daba estabilidad y frenaba la carrera de la aeronave. Pero no llegaron a armarlo a tiempo.
El avión de Zubizarreta regresaba casi sin combustible. No había podido lanzar las bombas; sobrevoló un barco y el eyector no funcionó. Existe un sistema de emergencia que permite que se las tire inertes. El lanzador y las bombas se arrojan sobre el mar y no explotan. Pero Zubizarreta no las quiso tirar, no quiso perder el armamento; prefirió regresar con las bombas a la base para preservarlas.

Su A-4Q aterrizó en la pista húmeda con viento cruzado, perdió el control, empezó a viborear y se fue a un costado de la pista delante de los pilotos y mecánicos, de todo el personal de la base. Se fue detrás de un montículo y se incrustó sobre el barro. Al irse de pista con las bombas abajo, Zubizarreta debía eyectarse hacia arriba.
En situaciones normales, el asiento sube a determinada altura, la capota de la cabina se dispara y se abre. Y si no se dispara el asiento, tiene clavijas que rompen la cabina. Pero el cartucho del asiento no lo despidió a la altura necesaria. No lo expulsó con suficiente energía. Había fallado el cohete del asiento; estaba vencido y se había prorrogado su uso.
Zubizarreta cayó al pavimento de la pista desde considerable altura sin el paracaídas desplegado. Las bombas no explotaron y solo quedó afectada la nariz del avión. A la semana el A-4Q estaba volando otra vez. Pero Zubizarreta falleció por el impacto pocas horas después.
Su féretro fue subido a un avión Fokker F-28 de la Armada. Una formación lo despidió con honores.
* Marcelo Larraquy es periodista e historiador (UBA) Su último libro publicado es “La Guerra Invisible. El último secreto de Malvinas”. Ed. Sudamericana.
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