La violencia sexual en la infancia es una tortura que el mundo sigue permitiendo

Tres efemérides internacionales recuerdan esta semana los derechos de las infancias, pero no alcanza cuando la pornografía, la tecnología, la impunidad y la negación cultural reproducen un delito que deja marcas equivalentes al terror

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El abuso infantil deja profundas
El abuso infantil deja profundas heridas emocionales y psicológicas, afectando el desarrollo y bienestar de los menores. - (Imagen Ilustrativa Infobae)

En Rosario, un bebé de seis meses fue internado hace pocos días con lesiones compatibles con violencia sexual. El detenido fue un hombre de 47 años, pareja de la madre, una adolescente de solo 16: dos víctimas unidas por el mismo perpetrador. En otro caso, un vecino relató en un canal de noticias que, al pasar por el pasillo que conecta varias viviendas, encontró a un hombre de 46 años arrodillado sobre una niña de cuatro años, la nena boca arriba, ida, mirando hacia el techo. El testigo declaró haber entrado en shock ante la escena, y no es para menos. Si el sufre un shock imaginen a la víctima lo que vivirá el resto de su vida.

La violencia sexual es tortura y cualquiera que la haya padecido no dudará un segundo en señalarlo con vehemencia. Nombrarla de este modo es recuperar la verdadera dimensión del daño, no solo el subjetivo, sino también físico, social, cultural, espiritual y financiero.

Y cuando entendemos eso, no sorprende que el mundo destine días específicos para advertir sobre ella y exigir su prevención.

El 18 de noviembre es el Día Mundial para Prevenir la Explotación, los Abusos y la Violencia Sexuales contra los Niños y Promover la Sanación; el 19 de noviembre es el Día para la Prevención del Abuso Sexual de Niños, Niñas y Adolescentes, el Consejo de Europa y las Naciones Unidas convocan al mundo a prevenir la explotación y la violencia sexual contra niñas, niños y adolescentes.

Al día siguiente, el 20 de noviembre, se celebra el Día Mundial de la Infancia, que recuerda la Declaración de 1959 y la Convención de 1989 y todo lo que nos falta para cumplir sus preceptos.

En todo el mundo, numerosos
En todo el mundo, numerosos jóvenes son víctimas de conductas sexuales inapropiadas y de explotación. Estas violaciones son generalizadas y afectan a todas las naciones y estratos sociales, advierte la ONU (Imagen Ilustrativa Infobae)

La violencia sexual infantil es una problemática que no cede. Según el análisis del Global Burden of Disease, publicado en la revista The Lancet en 2025, las estimaciones de prevalencia de violencia sexual en la infancia se han mantenido relativamente estables desde 1990, con ligeras variaciones por país y región. El mismo estudio señala que, entre jóvenes de 13 a 24 años que sobrevivieron a estas violencias, el 67,3 % de las mujeres y el 71,9 % de los varones experimentó la primera agresión antes de los 18 años

Décadas de campañas, compromisos y declaraciones no movieron esa cifra. Ese quizá sea el dato más perturbador. Esta persistencia tampoco es nueva y puede verse en la manera en que las sociedades, defienden , desestiman o reniegan de estos crímenes contra la infancia.

Sin ir muy atrás, en 1977, Le Monde publicó dos cartas abiertas que hoy resultan estremecedoras. La primera, titulada A propósito de un proceso, defendía a tres hombres encarcelados por haber mantenido —y fotografiado— relaciones sexuales con niñas y niños de trece y catorce años. El texto estaba firmado por figuras centrales de la vida intelectual francesa como Roland Barthes, Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre, entre otros intelectuales de renombre. Meses después, el periódico publicó el Llamamiento a la revisión del Código Penal respecto de las relaciones menores-adultos, que reunió más apoyos todavía. Entre sus firmantes se encontraban Michel Foucault, Françoise Dolto, Louis Althusser, Jacques Derrida, Marguerite Duras y Hélène Cixous.

Que parte de la élite intelectual, psicoanalítica y artística defendiera públicamente la disponibilidad sexual de los niños y niñas sin pensar en la imposibilidad del consentimiento, la desigualdad de poder y de autoridad, no solo muestra que la banalización e indolencia del acceso al cuerpo infantil no es síntoma contemporáneo: es un hilo persistente de nuestra cultura. Una sociedad donde la mayoría de los adultos no reconoce —y desmiente— la magnitud y las dinámicas de la violencia sexual contra niños y niñas no está preparada para prevenirla, mucho menos para erradicarla.

La violencia sexual es tortura
La violencia sexual es tortura y cualquiera que la haya padecido no dudará un segundo en señalarlo con vehemencia (Imagen Ilustrativa Infobae)

Por otro lado se ha naturalizado que figuras del mundo del espectáculo y del ámbito deportivo hayan cometido estos crímenes y se los recibe en sets de tv, dan entrevistas acerca de su vida y siguen una provechosa vida luego de haber arruinado la de muchos niños y niñas que deberán recuperarse el resto de su vida.

La tecnología agregó un frente devastador: en los entornos digitales, un crimen que el derecho internacional reconoce como tortura adquiere una escala industrial, anónima y global.

Según los últimos datos de la CyberTipline del NCMEC, en 2024 se reportaron aproximadamente 62,9 millones de archivos —33 millones de videos, 28 millones de imágenes— vinculados a la explotación sexual infantil en línea. Además, los reportes de enganche sexual (‘online enticement’) superaron los 546.000 casos, un aumento del 192 % respecto al año anterior. Esa dimensión–tecnológica, transfronteriza y masiva–muestra que la violencia sexual contra niños y niñas ya no es solo presencial: es industria digital global.

Las consecuencias de esta forma de tortura están estudiadas: quienes atravesaron estas violencias presenciales o digitales presentan mayor riesgo de depresión, ansiedad, consumos problemáticos, dificultades en el aprendizaje y en la construcción del lazo afectivo, sexual, amoroso y social.

Las investigaciones sobre la dark web revelan una dimensión aún más perturbadora: muchos de quienes hoy consumen material de explotación sexual vieron imágenes por primera vez cuando aún eran niños. Esa exposición temprana es un factor causal. A esto se suma el crecimiento del streaming de agresiones sexuales en tiempo real, un mercado transnacional donde usuarios pagan para presenciar la tortura de niños y niñas. Al respecto de esto no es poco común encontrar en algunas redes sociales como X vejámenes transmitidos en video para consumo masivo.

¿Qué provoca en un niño, niña o adolescente el consumo de estas producciones en pleno desarrollo?

Sabemos —a partir de investigaciones recientes, incluido el análisis del Global Burden of Disease publicado en The Lancet en 2025— que una proporción de quienes hoy cometen estas violencias tuvo su primera exposición a estas imágenes cuando aún era menor de edad.

En todo el mundo, se
En todo el mundo, se calcula que unos 120 millones de mujeres menores de 20 años han sufrido diversas formas de relaciones sexuales no consentidas, según datos de la ONU (Imagen Ilustrativa Infobae)

La exposición temprana no solo desorganiza la vida psíquica y sexual del niño, generando confusión, angustia, excitación traumática y una comprensión distorsionada del vínculo y del consentimiento: también aumenta el riesgo de que quede atrapado como víctima o, en algunos casos, repita patrones aprendidos. Por eso, una cultura que permite que niños accedan a contenidos de violencia sexual está profundizando el ciclo de las violencias.

Vivimos en una época donde el consumo pornográfico masivo instala una cultura basada en la crueldad, la degradación y la infantilización erótica. Palabras como beboteo, papi, baby, sugar trasladan lo infantil al terreno sexual, borrando límites y naturalizando lógicas incestuosas. Parte del trap reproduce esa estetización: cuerpos fragmentados y erotización de lo infantil.

Ya he escrito en otras columnas acerca de la pedofilización del deseo. No como estructura individual —que es la parafilia y lo he trabajado en otros textos—, sino como fenómeno cultural en expansión. Hace semanas, en Francia estalló un escándalo por la venta de muñecas con rasgos infantiles —trenzas, colitas, uniformes escolares— con temperaturas y múltiples orificios, comercializadas por plataformas internacionales como objetos sexuales.

La sexualización de las niñas y adolescentes no es un fenómeno nuevo pero se ha profundizado debido a la ausencia de controles efectivos en las plataformas digitales, a la falta de conciencia en las familias al compartir imágenes sin considerar el alcance, y/o una renegación de la peligrosidad a pesar de tener la información, y a una transformación global en la narrativa donde cada vez se naturaliza más la pedofilización del deseo.

Las cifras globales muestran que
Las cifras globales muestran que la prevalencia de la violencia sexual en la infancia se mantiene estable desde 1990, pese a campañas y leyes (Imagen Ilustrativa Infobae)

Las muñecas no son piezas aisladas: alguien las imaginó, las diseñó, las produjo, las distribuyó y muchos las compraron. Ese circuito revela algo más profundo que un mercado marginal; muestra cómo la industria global habilita y normaliza la apropiación erótica de la infancia. Por ello hace décadas las organizaciones luchan denodadamente contra el mal llamado turismo sexual infantil que no es otra cosa que la explotación sexual de NNyA en ámbitos vacacionales.

No es casual que Filipinas sea el próximo destino de un evento mundial como la conferencia Ministerial para poner fin a la violencia contra la niñez, pero no damos abasto. ECPAT International y UNICEF han señalado a Filipinas como uno de los principales destinos mundiales para esta tortura. La combinación de pobreza extrema, demanda extranjera sostenida y conectividad digital convirtió al país en un hotspot global donde viajeros —en su mayoría de Europa, Norteamérica y el sudeste asiático— buscan explotación sexual de niñas y niños.

Esa misma permisividad cultural convive con otra forma de impunidad: la institucional. Aunque tengamos avances legislativos, los tiempos judiciales siguen favoreciendo a los agresores. La lentitud de las investigaciones y los plazos de prescripción dejan los crímenes sin respuesta, lo que les da ventaja a los perpetradores.

La prescripción penal no solo consagra la impunidad: debilita toda estrategia de prevención. Los llamados “Juicios por la Verdad” carecen de efecto preventivo porque no imponen límites reales sobre el agresor. Cuando los delitos prescriben y el Estado ofrece —solo a veces— ese procedimiento como un premio consuelo, el mensaje hacia las y los sobrevivientes es brutal: la verdad la estamos diciendo nosotras y nosotros, no necesitamos un trámite vacío que no protege, no sanciona y no repara. El pederasta queda libre, sin restricciones y en condiciones de volver a agredir.

La exposición temprana a material
La exposición temprana a material de explotación sexual infantil aumenta el riesgo de repetir patrones de violencia y distorsiona el desarrollo psíquico (Imagen Ilustrativa Infobae)

En los testimonios aparece siempre lo mismo: frustración, desgaste y la certeza de que el agresor puede seguir actuando “en este mismo instante”, como expresó Federico Zavattaro, sobreviviente de violencia sexual institucional en un prestigioso colegio de Buenos Aires, cuya causa prescribió y la justicia le ofreció un juicio por la verdad que no aceptó.

Esa experiencia subjetiva —la de una justicia que llega tarde y solo entrega un papel— desalienta la denuncia y erosiona la confianza social en el sistema. Una sociedad que responde a crímenes sexuales, que son torturas vividas en plena edad de vulnerabilidad con procedimientos simbólicos reproduce la misma desmentida que permite que la violencia continúe. Y sin justicia efectiva no hay prevención posible.

La violencia sexual contra bebés, niños, niñas y adolescentes es una forma de tortura y una violación gravísima de derechos humanos, por lo que no puede ni debe prescribir.

Así lo reconoce el propio derecho internacional de los derechos humanos: la Convención contra la Tortura entiende como tortura todo acto que cause dolor o sufrimiento físico o mental grave cuando media una relación de poder, autoridad o control. El Comité de los Derechos del Niño ha sido explícito: cualquier forma de violencia sexual contra menores constituye un trato cruel, inhumano o degradante —y, en muchos casos, tortura— por la vulnerabilidad extrema de las víctimas y la intencionalidad del agresor.

No hace falta un conflicto armado ni terrorismo de Estado: la tortura también ocurre al interior de los hogares y de las instituciones, cuando un adulto somete sexualmente a un niño. No conozco uno solo que no describa el acto con marcas equivalentes al terror y la aniquilación subjetiva que definen la tortura, y he asistido y escuchado a miles en más de treinta años de trabajo.

Muchas víctimas y supervivientes nunca
Muchas víctimas y supervivientes nunca revelan los hechos ni recurren a la justicia, la rehabilitación o el apoyo debido a la vergüenza (Imagen Ilustrativa Infobae)

A esto se suma un obstáculo del que casi no se habla: las estructuras que transforman la violencia sexual en un recurso para obtener financiamiento. Son organizaciones que se presentan como defensoras, pero que en la práctica instrumentalizan a los y las sobrevivientes, enarbolan sus historias como banderas, organizan campañas que solo buscan visibilidad y utilizan el dolor ajeno como capital para acceder a subvenciones internacionales. No impulsan transformaciones: las bloquean. He denunciado estas prácticas en ámbitos internacionales y también he visto su presencia en algunas pequeñas organizaciones de la Argentina. Conductas así no solo explotan la vulneración: refuerzan su existencia, se vuelven parte del problema y consolidan un sistema que vive de la violencia que dice combatir.

La prevención de uno de los crímenes más atroces que pueden vivirse en la infancia exige aprender de lo que ya sabemos y de quienes sobrevivieron.

Ninguna política de protección es eficaz si no incorpora la experiencia de quienes atravesaron estas violencias. Los sobrevivientes somos actores centrales: nuestro testimonio no es memoria del pasado, es conocimiento indispensable para diseñar justicia, salud y prevención real. Y también para que otras víctimas puedan salir del silencio sabiendo que no están solas.

La violencia sexual infantil no se frena con efemérides ni con declaraciones solemnes, sino desarmando las lógicas que la sostienen: la erotización de lo infantil, la estética de la vulnerabilidad, la indiferencia adulta, la instrumentalización del dolor y la disponibilidad simbólica de la infancia como objeto del deseo adulto. Nada cambiará mientras no transformemos la trama cultural que habilita —y reproduce— la vulneración.

En ese sentido, esos tres días consecutivos no pueden quedar en el plano simbólico. Deben funcionar como un llamado político y ético, no ceremonial, y recordarnos que sin decisiones concretas —financiamiento sostenido, legislación adecuada, justicia efectiva y políticas de prevención masivas— la infancia seguirá siendo el grupo etario más desprotegido de nuestra sociedad.

* Sonia Almada: es Lic. en Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Magíster Internacional en Derechos Humanos para la mujer y el niño, violencia de género e intrafamiliar (UNESCO). Se especializó en infancias y juventudes en Latinoamérica (CLACSO). Fundó en 2003 la asociación civil Aralma que impulsa acciones para la erradicación de todo tipo de violencias hacia infancias y juventudes y familias. Es autora de tres libros: La niña deshilachada, Me gusta como soy y La niña del campanario.

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