
Una conductora de televisión, en un programa de preguntas familiares, lanza una consigna superficial y aparentemente inocente: ¿con quién tuvo fantasías tal famoso?, con dos opciones, una modelo rotulada como “sexy” y otra etiquetada como “gorda”, según los parámetros de belleza que hoy rinden culto a la juventud, la delgadez y los rostros irreales, como los de las muñecas.
Cuando la respuesta “correcta” resultó ser la segunda, el panel reaccionó con frases como “mirá lo que son los gustos”, risas, complicidad y una total falta de conciencia sobre el daño que provocan estos mensajes en una de las pantallas más vistas del país, además de un desconocimiento profundo sobre los caminos del deseo.
Esa burla no es un detalle menor, enseña qué cuerpos son celebrados y cuáles ridiculizados. Cuando los adultos descalifican o se burlan de otros, por su aspecto físico, por su salud mental o por su vulnerabilidad, los niños aprenden ese modelo y lo reproducen.
Vivimos en una cultura que glorifica la crueldad y el sarcasmo, los presenta como signos de ingenio cuando en realidad encubren humillación y desprecio.

¿Cómo hay que ser para no convertirse en objeto de la crueldad? De esos mensajes nacen imágenes que hoy se multiplican en redes: niñas pequeñas intervenidas con maquillajes, dietas o depilaciones, educadas para agradar antes que para sentirse cómodas en su propio cuerpo.
A los varones, en otra medida, también se les impone un ideal imposible, músculos, rendimiento, dureza. Y para ambos no se trata solo del cuerpo, también se exige una salud mental “correcta”, una forma estandarizada de pensar y sentir, donde la vulnerabilidad es censurada.
Lo que se aparta de esa norma, incluidas las elecciones sexogenéricas, la clase social, el color de piel o la pertenencia étnica, se rotula como raro o defectuoso. Entre la exigencia de ser, parecer u ocultarse para no quedar fuera o ser degradado, germina el acoso en todas sus formas.
Los datos recientes son claros: en Argentina, seis de cada diez estudiantes de sexto grado reportaron haber sufrido una agresión en la escuela o en redes, y casi cuatro de cada diez se sintieron discriminados. El principal motivo, el aspecto físico. No son hechos aislados, son climas escolares que educan en la exclusión.

La evidencia internacional también es contundente, las víctimas de ciberacoso presentan mayor riesgo de depresión e ideación suicida, y esos efectos pueden persistir en el tiempo si no hay intervención oportuna.
No se trata solo de golpes o insultos, sino de silencios, burlas, exclusiones y rumores. Aunque el acoso ocurre entre pares, su raíz está en la cultura adulta que enseña por acción, por omisión o por sus propias heridas, a burlar y a tratar al otro como objeto.
Los malos tratos entre pares se sostienen en la falta de empatía hacia la víctima, en el refuerzo del grupo que sostiene al agresor y en la ausencia de normas claras con tolerancia cero al maltrato.
En los últimos años, algunos episodios trágicos encendieron alarmas: adolescentes que se quitaron la vida tras meses de hostigamiento, otros que llevaron armas a la escuela, escenas extremas que hablan de una misma urgencia, la necesidad de políticas de protección infantil en todos los espacios, no solo cuando el daño ya está hecho.

El maltrato cotidiano no empieza en la escuela, allí estalla. Empieza en la casa, en los medios, en las redes sociales que reproducen modelos de no tolerancia a las diferencias, de discriminación y de exigencia por ajustarse a valores hegemónicos.
En la reciente agenda regional de organismos internacionales se subraya la necesidad de entornos de aprendizaje seguros e inclusivos y de inversión sostenida en prevención y salud mental, una orientación que debemos aterrizar de modo explícito en el problema del acoso escolar y sus formas digitales.
Hay experiencias que enseñan. El programa KiVa, desarrollado en Finlandia, trabaja con todo el ecosistema escolar, en especial con los testigos, y mostró reducciones relevantes del acoso, llegando al 40% en secundaria y aún mayores en primaria.
El Programa Olweus, surgido en Noruega y extendido a Estados Unidos, propone respuestas inmediatas ante cada incidente, supervisión de recreos y formación continua del personal, con trabajo a nivel escuela, aula e individuo.

La clave, construir una cultura de cuidado, no de castigo aislado.
¿Qué puede hacer la familia?
Acompañar a un hijo o hija que sufre acoso, o que acosa, es doloroso y con frecuencia solitario. La mayoría no encuentra espacios de orientación ni redes grupales de apoyo. La incomprensión social multiplica la angustia y la culpa.
Este proceso exige revisar cómo los adultos escuchamos, nombramos y sostenemos el sufrimiento infantil. También invita a pensar qué enseñamos cuando hablamos del otro, cuando señalamos o gestualizamos. Los niños observan más de lo que oímos decir.
Ningún niño o niña debería atravesar la violencia en soledad, ni como víctima ni como testigo. Hablar del acoso en casa, sin tabúes ni simplificaciones, es prevención temprana. No pueden protegerse de lo que no saben nombrar. Necesitan comprender qué es el acoso, cómo se manifiesta y a quién acudir.

Escuchar sin juzgar y creerles es una de las intervenciones más reparadoras. No siempre resulta fácil, muchos adultos también fuimos niños acosados y esas huellas persisten. Poder decir, ya grandes, que aquello que nos dañó no fue nuestra culpa, es un acto de reparación y un punto de partida para acompañar a los hijos.
Buscar ayuda profesional cuando haga falta forma parte de ese cuidado intergeneracional.
El ejemplo adulto sigue siendo el aprendizaje más poderoso, tratar con respeto, no ridiculizar, no ejercer violencia verbal ni en el hogar ni en redes. En casa se ensayan las formas del mundo, si allí se escucha, se contiene y se ponen límites sin humillar, los niños aprenden que la diferencia no es motivo de vergüenza.
Si nuestro hijo acosa, el camino no es el castigo sino el acompañamiento, comprender qué lo impulsa a actuar así, ayudarlo a reconocer el daño, reparar y empatizar. La crueldad se aprende, por eso puede desaprenderse.

En el mundo digital, los adultos también deben dar el ejemplo, limitar el propio consumo, crear espacios libres de pantallas, conversar sobre lo que se comparte, revisar la privacidad y, sobre todo, escuchar cada día sin invadir. En lugar de controlar, acompañar. Reconocer señales de malestar, cambios de ánimo, miedo, aislamiento o evasión escolar, puede marcar la diferencia. Pedir ayuda a tiempo no es debilidad, es responsabilidad y amor.
Estas prácticas, adaptadas a cada familia, forman parte del cuidado emocional y ético que toda infancia necesita para sentirse protegida y escuchada. No hay recetas infalibles, pero sí una certeza, la prevención empieza en casa, en la palabra que nombra sin herir y en la mirada que sostiene sin juzgar.
La violencia en la infancia, física, simbólica o digital, no se erradica con campañas de ocasión, se previene con adultos presentes, escuelas sostenidas por equipos de salud mental y medios que asuman su responsabilidad ética.
Cuidar la salud mental de niños, niñas y adolescentes es cuidar la trama afectiva de toda la sociedad. Desde ARALMA abrimos nuevamente un espacio de orientación familiar, Casa ARALMA, un ámbito de encuentro, aprendizaje y acompañamiento para familias y cuidadores que buscan sostener la salud mental y los vínculos en tiempos de incertidumbre. Sin idealizar el pasado, volvemos a las raíces que nos sostienen.

El nombre no es casual, casa remite al primer territorio emocional, al lugar donde se aprende a cuidar y a ser cuidado, metáfora de la presencia, la comunidad y el refugio simbólico que toda infancia necesita.
El acoso siempre existió, pero hoy adopta formas nuevas, ciberacoso, exposición pública, humillación viral, las fronteras del maltrato se corrieron y los escenarios se multiplicaron. A la violencia entre pares se le suma una cultura que ríe de la diferencia y convierte en espectáculo la discapacidad, la diversidad y todo lo que no encaja en lo normativo. Ya no hay veredas llenas de chicos jugando ni un mundo por fuera de lo digital, el presente es híbrido y cambiante, y nos obliga a repensar cómo cuidar, enseñar y vincularnos.
No se trata de volver atrás, sino de construir nuevas formas de comunidad capaces de alojar la diferencia sin convertirla en motivo de burla o exclusión. En una época en que la crianza está confusa, fragmentada y saturada por discursos extremos, propongo un camino de orientación fundado en conocimiento sólido, ética del cuidado y responsabilidad adulta. Frente a la negligencia, esa otra forma silenciosa de la violencia, el acto más radical sigue siendo cuidar.
* Sonia Almada: es Lic. en Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Magíster Internacional en Derechos Humanos para la mujer y el niño, violencia de género e intrafamiliar (UNESCO). Se especializó en infancias y juventudes en Latinoamérica (CLACSO). Fundó en 2003 la asociación civil Aralma que impulsa acciones para la erradicación de todo tipo de violencias hacia infancias y juventudes y familias. Es autora de tres libros: La niña deshilachada, Me gusta como soy y La niña del campanario.
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