
Dentro de dos años, el Perú cumplirá 25 años desde la promulgación de la Ley 27651, el primer intento serio de ordenar la pequeña minería y la minería artesanal. Un cuarto de siglo después, lo que empezó como un esfuerzo para integrar a miles de mineros a la legalidad ha terminado convirtiéndose en un símbolo de lo que el Estado peruano evita reconocer: la formalización fracasó. Y no por falta de normas, sino por falta de voluntad política y por una estructura institucional incapaz de sostener el orden donde más se lo necesita.
La “nueva” formalización —que nació como un proceso extraordinario en 2012 y que lleva más de una década en una suerte de coma inducido— se ha transformado en un laberinto burocrático que nadie lidera y que todos prolongan. Cada prórroga es un mensaje claro: el Estado no está dispuesto a asumir el costo político de exigir el cumplimiento de la ley. Prefiere ganar tiempo, aunque el territorio, el ambiente y las comunidades lo pierdan todo.
En este escenario, el Registro Integral de Formalización (Reinfo) ocupa un rol central. Lo que debió ser un padrón transitorio se ha convertido en la herramienta más eficaz de impunidad para quienes no quieren formalizarse. La sola inscripción neutraliza operativos, frena investigaciones y blinda a operadores que, en muchos casos, no representan a pequeños mineros vulnerables, sino a redes económicas —y criminales— que han aprendido a usar la fragilidad del Estado como ventaja competitiva. El Reinfo es hoy, lamentablemente, el salvoconducto perfecto para seguir destruyendo ríos, bosques y territorios sin mayor consecuencia.
Mientras tanto, la institucionalidad encargada de ordenar el sector está dispersa, debilitada y políticamente colonizada. El MINEM va, por un lado, el MINAM reclama desde otro, la PCM intenta coordinar lo imposible y los gobiernos regionales cargan con una responsabilidad para la que nunca recibieron recursos ni capacidades. En esa fragmentación, la legalidad no encuentra un lugar donde afirmarse.
El resultado es evidente: un sistema que se sostiene en la ficción de un proceso de formalización que no formaliza, un padrón que protege más de lo que ordena y un Estado que, durante 25 años, ha retrocedido ante cada presión, cada plazo vencido y cada amenaza de conflicto.
La pregunta, entonces, es incómoda, pero inevitable: ¿cuántos años más piensa el país seguir fingiendo que esta política funciona? Porque cada día que se posterga una reforma real se consolida un modelo que premia al que incumple, castiga al que quiere hacer las cosas bien y entrega vastas zonas del territorio a la ley del más fuerte.
A las puertas de estas simbólicas Bodas de Plata, el Perú debe decidir si está dispuesto a romper con un cuarto de siglo de evasión o si continuará celebrando —con vergüenza, aunque en silencio— el matrimonio más duradero de nuestra vida republicana: el que une la informalidad minera con la impunidad estatal.



