
La arquitectura sostenible adquiere una relevancia crítica en una ciudad como Lima, donde más del 75% de las viviendas se han levantado mediante procesos de autoconstrucción y donde existen más de 250 mil viviendas con algún nivel de vulnerabilidad frente a sismos, deslizamientos y fallas de infraestructura básica. En este contexto, Lima es una ciudad que crece de forma acelerada, con tejidos urbanos consolidados sin planificación y periferias que se expanden sobre laderas inestables; por ello, pensar en sostenibilidad es pensar, de forma concreta, en la supervivencia y calidad de vida de millones de personas.
El cambio de enfoque es evidente: hacia el 2030, la capacidad de diseñar con eficiencia de recursos será probablemente la “habilidad blanda” más dura de la profesión arquitectónica. Esta afirmación coincide con lo que Herbert Simon anticipó sobre el diseño como una disciplina centrada en transformar situaciones problemáticas en situaciones preferibles. Hoy, esta transformación pasa necesariamente por reducir consumos, optimizar materiales y enfrentar los límites ambientales de las ciudades. Las certificaciones internacionales como LEED o EDGE ya no se leen únicamente como sellos de prestigio, sino como sistemas técnicos que incorporan criterios medibles y verificables de ahorro de energía, agua y carbono.
En una ciudad ubicada en un desierto, la sostenibilidad hídrica debería ser el eje principal de cualquier estrategia urbana. Lima vive en estrés hídrico severo durante todo el año. La arquitectura sostenible no solo implica reducir consumos dentro de los edificios mediante artefactos eficientes o sistemas de reúso; implica también un cambio de mentalidad sobre la gestión del recurso y sobre el diseño con sensibilidad hídrica.
Otro aspecto crítico es la relación entre materialidad, forma urbana y clima. Lima presenta uno de los niveles más altos de urbanización basada en concreto de América Latina, un material accesible, pero con alto impacto ambiental y capacidad de acumular calor. Este fenómeno incrementa el consumo energético, afecta la salud de los habitantes y deteriora la habitabilidad del espacio público. La arquitectura sostenible introduce estrategias para mitigar este efecto: mayor uso de cubiertas y muros verdes, materiales reflectivos, pavimentos permeables, entre otros que disminuyan la temperatura urbana.
A esto se suma la precariedad estructural de la autoconstrucción. En barrios levantados sin asistencia técnica, el uso de materiales inadecuados, la ausencia de refuerzos antisísmicos o el crecimiento informal por niveles incrementan el riesgo de colapso. La arquitectura sostenible, aplicada con criterios de economía de recursos, podría ofrecer soluciones accesibles mediante sistemas de construcción progresiva o manuales de autoconstrucción segura. No se trata de imponer estándares inalcanzables, sino de democratizar los beneficios de la sostenibilidad para un sector mayoritario de la población.
Para llevar a cabo estos puntos, se torna necesario preparar a jóvenes profesionales arquitectos que tengan experiencia resolviendo retos reales para realizar proyectos que transformen ciudades, conozcan de diseño práctico y digital y utilicen las tecnologías como la inteligencia artificial a favor del desarrollo de proyectos que generen bienestar y seguridad en las personas.
La sostenibilidad en Lima debe entenderse como una articulación entre lo ambiental, lo social y lo urbano. No basta con diseñar edificios eficientes: es necesario integrar más áreas verdes, corredores peatonales y ciclovías que promuevan movilidad saludable y reduzcan emisiones. La ciudad necesita sombra, permeabilidad, infraestructura azul y verde que recupere su capacidad de regular el clima y absorber agua. La arquitectura sostenible —en sus escalas de vivienda, barrio y ciudad— es la única ruta que permite enfrentar simultáneamente escasez hídrica, vulnerabilidad sísmica, calor urbano y desigualdad.



