
La nariz roja, el maquillaje y la risa no son disfraces: son armaduras. Cada 5 de noviembre, el Día Internacional del Payaso celebra a quienes transforman la tristeza en un acto de fe.
La fecha nació en México como homenaje a Cepillín, el payaso de la sonrisa infinita, y a Miliki, emblema del humor iberoamericano. En las calles, hospitales y circos del mundo, su eco continúa vivo.
Más allá del espectáculo, el payaso encarna la ternura y la resistencia, la ironía y la compasión: una forma de arte que recuerda que la risa también puede salvarnos.
El origen de una fecha pintada de rojo y blanco

El Día Internacional del Payaso se celebra cada 5 de noviembre, una fecha que trasciende la efeméride para convertirse en una declaración de humanidad. Nació en México, país que vio reír y llorar a Ricardo González Gutiérrez, el entrañable Cepillín, quien llevó su sonrisa a generaciones de niños latinoamericanos desde la televisión y los hospitales. Su figura se convirtió en un puente entre el juego y la ternura, entre la inocencia y la esperanza.
En el año 1985, artistas del humor decidieron consagrar ese día al oficio del payaso. Desde entonces, la fecha se extendió por todo el mundo, con caravanas, desfiles y funciones gratuitas en plazas y barrios humildes. En muchas ciudades, los payasos visitan orfanatos, cárceles y hospitales para compartir lo que mejor saben dar: alegría.
Sin embargo, la historia no pertenece solo a América. En España, el recuerdo de Miliki —Emilio Aragón Bermúdez— mantiene viva la memoria de otra estirpe de artistas que hicieron del circo una casa del alma. Junto a sus hermanos Gaby y Fofó, formó un trío inolvidable que unió generaciones con canciones que todavía acompañan la infancia de miles: “Hola, don Pepito” o “La gallina turuleca”. Su legado traspasó fronteras y moldeó la sensibilidad de un continente entero.
Entre la melancolía y la carcajada

Ser payaso no es solo provocar la risa. Es un oficio que habita entre la tristeza y el júbilo, entre la caída y la redención. Por eso, este día también celebra la fragilidad humana, la capacidad de reírse de uno mismo, la voluntad de sanar al otro desde la inocencia.
En muchos rincones del planeta, el payaso es más que un artista: es un terapeuta del espíritu. En hospitales, su presencia reduce el miedo y el dolor. En barrios populares, devuelve la dignidad del asombro a los niños que han crecido con poco. En los circos itinerantes, sostiene la tradición de una familia que se niega a desaparecer.
El maquillaje no oculta, revela. Detrás de la máscara, el payaso enfrenta su propia vulnerabilidad y la transforma en un acto de entrega. Como dijo una vez Miliki: “La risa es la manera más seria de decir la verdad”. Quizás por eso, cada función encierra un ritual: el arte de resistir a la tristeza mediante el humor.
Cepillín y Miliki: dos almas que enseñaron a reír sin miedo

Cepillín y Miliki no solo marcaron la infancia de millones; también dignificaron el arte del payaso en una época en que el mundo comenzaba a olvidar su valor simbólico.
Cepillín, dentista de profesión, descubrió que su mayor vocación no estaba en sanar dientes sino corazones. Su programa infantil, emitido durante los años setenta y ochenta, fue un fenómeno cultural. En él, combinó educación y alegría, convirtiéndose en el payaso más famoso de América Latina.
Miliki, por su parte, fue heredero de una familia de artistas de circo. Nació entre carpas y trapecios, donde aprendió que la risa es también una forma de arte. Junto a sus hermanos Gaby y Fofó llevó su humor blanco y su música ingenua a la televisión española, generando un fenómeno que traspasó generaciones. Su influencia alcanzó incluso a América Latina, donde su nieto, Emilio Aragón, continuó la tradición familiar.
Ambos representaron estilos distintos pero complementarios: uno, el payaso que cantaba a los niños con ternura; el otro, el juglar que hacía del absurdo una forma de filosofía. En ambos latía la misma convicción: la risa puede cambiar el mundo, aunque sea por un instante.
La herencia de un arte que nunca muere

Cada 5 de noviembre, payasos de distintos países se reúnen en desfiles multicolores que llenan las avenidas de ritmo y complicidad. En México, los barrios se llenan de rostros pintados y zapatos enormes. En Lima, Bogotá o Buenos Aires, los artistas recorren hospitales infantiles con flores y globos, recordando que el humor también es un acto de amor.
El Día Internacional del Payaso no pertenece a un país ni a una época. Es la memoria viva de todos los que, bajo la carpa o en la calle, siguen apostando por la risa como forma de resistencia. Los que se enfrentan al silencio con una sonrisa pintada. Los que, como Miliki o Cepillín, dejaron huellas que no se borran con los años.
Porque el payaso no es una figura menor dentro del arte. Es el espejo donde la humanidad se mira sin miedo a su propia torpeza. Es la carcajada que disuelve el orgullo, el gesto que recuerda que todos somos frágiles y que solo el humor nos salva del desencanto.
Cada vez que un niño ríe ante una nariz roja, la historia del payaso vuelve a empezar. Y mientras exista alguien dispuesto a reír, la fiesta del 5 de noviembre seguirá siendo una celebración universal: la del alma que no se rinde ante la tristeza.



