“Queremos vivir, no sobrevivir con miedo”: los desgarradores testimonios de los choferes que paralizaron Lima

El asesinato de un conductor en San Juan de Miraflores desató una paralización en distintos puntos de Lima. Los transportistas, cansados de las extorsiones y amenazas, exigieron protección y seguridad para trabajar sin miedo

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No pidieron subsidios ni aumentos, sino poder regresar vivos a casa. El paro del transporte en Lima fue una protesta contra la violencia que acecha a los choferes cada día. (redes sociales)

El paro del transporte en Lima reveló una herida que va más allá de la congestión o la suspensión del servicio. Desde las primeras horas del lunes, decenas de conductores se negaron a salir a las calles como de costumbre, en protesta por el asesinato de un chofer en San Juan de Miraflores. La decisión de paralizar el servicio no fue política ni sindical: fue una respuesta desesperada frente a la violencia que, según los transportistas, se volvió parte cotidiana de su trabajo.

En los paraderos y avenidas principales, las voces de los choferes sustituyeron el ruido habitual de los motores. En Comas, San Juan de Lurigancho, Villa María del Triunfo, entre otros puntos, los buses permanecieron estacionados como símbolo de resistencia. Algunos llevaban carteles improvisados, otros simplemente hablaban frente a las cámaras para pedir auxilio. No pedían subsidios ni beneficios, pedían vivir sin miedo.

Uno de los bloqueos más notorios se registró en el cruce de las avenidas Alfredo Mendiola y Próceres de Huandoy, donde los buses de la línea El Chino ocuparon la vía. La presencia de agentes de la Policía Nacional del Perú no disuadió la medida. “Ya no podemos salir a trabajar, ya, porque nuestros hijos se asustan”, contó un conductor, mientras señalaba su unidad detenida. “Mis hijos lloran, se desesperan. Ya no quieren que salga. Yo no sé si voy a volver o no”. La escena se repetía en distintos puntos de la ciudad: hombres exhaustos, padres temerosos, trabajadores que se sienten abandonados.

Las palabras reflejaban la vulnerabilidad de quienes cada día recorren la ciudad para ganarse el sustento. En sus rostros se notaba el cansancio de una lucha que sienten perdida ante la inacción de las autoridades. “Que haga algo por nosotros el Gobierno. Nosotros salimos a trabajar, no a robar. Salimos por nuestros hijos, porque nos necesitan”, exigió otro transportista frente a las cámaras. “Estamos indignados. ¿Cuántos compañeros más quieren que mueran?”.

“Manejamos con miedo”

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Los testimonios se repetían con una misma emoción: miedo. Un conductor, con hijos en la universidad, reconoció que cada día teme no regresar. “Manejamos con miedo ya. Una moto pasa al lado y uno no sabe si va a sacar un arma. ¿Dónde estamos, señores?”, expresó. Su voz se entrecortó antes de añadir: “No somos delincuentes, somos transportistas”.

El coro de voces en la avenida se unió a ese grito. Los cláxones sonaban como una advertencia y como desahogo. Algunos levantaban carteles improvisados con mensajes dirigidos al Congreso y al Ministerio del Interior. La sensación compartida era la de un abandono prolongado. “Nos extorsionan, nos disparan, y nadie nos protege”, comentó otro conductor. “Si a ustedes les pasara, también pedirían apoyo”.

Las historias de pérdidas y amenazas se multiplicaban. Un chofer recordaba haber pasado junto al cuerpo de un compañero asesinado días atrás. “Lo vimos tirado. Fue una desgracia. Queremos trabajar tranquilos, pero no podemos. Suba quien suba al bus, ya tenemos miedo”. En ese temor, los transportistas se reconocían entre sí: padres, esposos, hermanos, que dependen del volante para sostener a sus familias y que hoy sienten que el riesgo de morir forma parte del oficio.

“No quiero regresar en un cajón”

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En otra zona de la ciudad, un grupo de choferes de San Juan de Lurigancho también se sumó a la paralización. Su descontento crecía tras conocer nuevos ataques. “El sábado mataron a un compañero del IPESA. Ayer, a otro en San Catalina. Y uno más está en coma en Lima Tambo”, relató un conductor. “Yo salgo con miedo. Mi familia me dice que cambie de trabajo, pero no puedo. Tengo miedo de regresar en un cajón”.

Frente a ellos, la presencia policial intentaba recuperar el orden, mientras el tránsito se acumulaba detrás de los buses estacionados. Sin embargo, los manifestantes se negaban a moverse. “¿Qué podemos hacer si las autoridades no hacen nada?”, cuestionó uno de los dirigentes. “Queremos vivir, no sobrevivir con miedo”.

Los bloqueos se replicaron durante las primeras horas del día en varios puntos del norte de Lima. En Comas, la tensión creció cuando algunos conductores comenzaron a retroceder sus vehículos ante la presión de los agentes, pero la protesta se mantuvo firme. El reclamo principal era uno: seguridad.

“Recibí tres disparos y sigo manejando”

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Entre los testimonios más estremecedores se encontraba el de un conductor de la empresa Santa Cruz, víctima de un ataque el año pasado. “El 3 de agosto me balearon con tres tiros. Dos me impactaron, uno me rozó en el codo”, contó mostrando sus cicatrices. “Hasta hoy no hay solución. Vivimos del día a día, no tenemos respaldo”.

Según explicó, el ataque fue una represalia contra su empresa, que se negó a pagar cupos a extorsionadores. “El mensaje llegó a la empresa, no lo acataron y me dispararon. Lo que pedimos es que el Gobierno nos respalde. Ya ni la policía puede controlarlos”.

A pesar de haber sido herido, continuó trabajando en el transporte público por necesidad. “No podemos estar de empresa en empresa buscando seguridad. Queremos protección, nada más”, insistió. Su caso no era aislado. Otros compañeros mencionaron haber sido víctimas de amenazas y cobros ilegales, especialmente en rutas de los conos norte y este de Lima.

La paralización dejó imágenes de calles bloqueadas y buses detenidos bajo el sol. Pero más allá del caos vehicular, reveló la fractura entre un sector que se siente olvidado y un Estado incapaz de garantizar su seguridad. “No pedimos leyes nuevas, pedimos vivir”, resumió uno de los manifestantes.

Mientras la policía despejaba las vías, los choferes permanecían cerca de sus unidades, algunos con los ojos enrojecidos, otros mirando el celular en busca de noticias de nuevos ataques. La protesta no solo fue un acto de rechazo, sino una súplica colectiva: la de miles de hombres que cada día salen a conducir sin saber si volverán a casa.