
El Perú atraviesa una paradoja dolorosa, mientras algunos niños carecen de los nutrientes esenciales para crecer y desarrollarse, otros están siendo expuestos a un exceso de calorías vacías que comprometen su salud presente y futura. La ENDES 2025 - I semestre lo confirma con crudeza, la anemia en menores de tres años muestra una tendencia al aumento llegando a 45.3% y la desnutrición crónica en menores de cinco años llegó al 12.6%. Dicho de otro modo, casi uno de cada dos niños peruanos tiene anemia ferropénica, y más de uno de cada diez no logra alcanzar la talla esperada para su edad. Son cifras que retratan no solo un problema nutricional, sino un Estado que sigue fallando en garantizar el derecho más básico, la posibilidad de crecer con dignidad.
A este escenario de carencias se suma una amenaza en el extremo opuesto, el avance del sobrepeso y la obesidad en la niñez y adolescencia peruana. Según un estudio reciente del Instituto Nacional de Salud, UNICEF, casi cuatro de cada diez escolares peruanos entre 6 y 13 años ya tienen exceso de peso (38.4%). Siendo este un problema de salud que multiplica el riesgo de diabetes, hipertensión y enfermedades cardiovasculares desde edades tempranas. Así, nuestros niños se encuentran atrapados entre dos orillas igual de dañinas: la malnutrición por defecto y la malnutrición por exceso.
Este fenómeno es lo que la comunidad científica denomina la triple carga de la malnutrición: anemia, desnutrición crónica y sobrepeso/obesidad que conviven y se refuerzan en un mismo territorio, en los mismos hogares e incluso en una misma familia. Una familia puede tener un hijo pequeño que presenta simultáneamente anemia, desnutrición crónica y obesidad, pues los tres tipos de malnutrición pueden coexistir en un mismo organismo. Este escenario refleja el rostro más crudo de la desigualdad, donde los entornos alimentarios terminan condicionando lo que se come más allá de la voluntad y el esfuerzo de las familias.
Este escenario está marcado por la falta de accesibilidad económica a alimentos frescos y nutritivos. Para una familia en situación de vulnerabilidad, resulta mucho más sencillo comprar una gaseosa o un paquete de galletas que acceder a frutas o verduras frescas y orgánicas. Esto ocurre, en gran medida, por la ausencia de políticas de apoyo al agricultor y por la existencia de cadenas largas de comercialización, donde la continua intermediación hace que los productores reciban poco por su trabajo mientras los consumidores pagan precios elevados. Así, la inseguridad alimentaria en el Perú no se expresa únicamente en el hambre, sino también en la imposibilidad cotidiana de sostener una dieta saludable y equilibrada.
A esta situación se suman los entornos alimentarios no saludables, que refuerzan y normalizan el consumo de productos ultraprocesados. Quioscos escolares, bodegas y supermercados están saturados de bebidas azucaradas y snacks artificiales que, por su bajo costo y fuerte publicidad, se convierten en la opción más rápida, aunque sea también la más dañina. De este modo, la alimentación infantil queda atrapada entre la escasez de acceso a alimentos nutritivos y la sobreoferta de productos que deterioran la salud desde edades tempranas.
El costo de esta inercia es altísimo. Si no se adoptan medidas urgentes, la malnutrición infantil seguirá creciendo junto con los déficits nutricionales, generando una carga insostenible para el sistema de salud y limitando las posibilidades de desarrollo del país. En términos económicos, lo que hoy no invertimos en prevención se pagará multiplicado en tratamientos médicos, ausentismo laboral y pérdida de productividad. Pero más allá de la deuda financiera, habrá también una deuda moral, la de haber permitido que una generación entera crezca sin las condiciones básicas para desarrollarse plenamente.
Lo más indignante es la pasividad política frente a este panorama. A pesar de que los indicadores retroceden, las respuestas estatales se mantienen dispersas, fragmentadas y sin continuidad. Se anuncian programas sociales, pero carecen de articulación intersectorial y de presupuestos suficientes; se diseñan estrategias, pero no transforman los entornos alimentarios ni garantizan seguridad alimentaria real para las familias más vulnerables. La malnutrición infantil no puede seguir tratándose como un tema secundario, es una emergencia nacional que compromete la vida, la salud y el futuro de los niños peruanos.
Las soluciones están al alcance y deben basarse en medidas concretas que aseguren el acceso económico a alimentos saludables, la promoción de la producción local de alimentos frescos y el fortalecimiento de la seguridad alimentaria territorial. No basta con repartir suplementos o entregar productos en los colegios: se trata de transformar de raíz los entornos donde las familias peruanas compran, preparan y consumen sus alimentos. Garantizar mercados accesibles, apoyar al agricultor local, reducir las cadenas de intermediación y regular la presencia de ultraprocesados son pasos indispensables para que cada hogar pueda ejercer su derecho a una alimentación adecuada. Solo así será posible romper el círculo de la triple carga de malnutrición que hoy compromete el presente y el futuro de la niñez peruana.
La triple carga de la malnutrición en el Perú no es un concepto abstracto: es la radiografía de un modelo de desarrollo desigual que condena a miles de niños a crecer entre la escasez y el consumo masivo de productos ultraprocesados. Cada niño con anemia que pierde capacidad de aprendizaje, cada adolescente con obesidad que arrastra una enfermedad crónica desde temprana edad y cada familia que lucha por alimentar a sus hijos con recursos limitados son recordatorios de que estamos hipotecando el futuro del país.
El Perú tiene un camino que elegir: persistir en la indiferencia y condenar a su niñez a vivir atrapada en esta triple carga de malnutrición, o asumir con valentía un cambio profundo en sus políticas alimentarias. No se trata solo de estadísticas, sino de vidas concretas, porque el tiempo perdido en la infancia jamás se recupera.
